Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
—Sí —replicó ella—. Lo oí.
—¿Vendría usted a la policía conmigo?
Janum
Matavi miró rápidamente a
Janum
Shaheen, la cual levantó la cabeza y chasqueó la lengua. No.
—No puedo hacerlo durante las horas de escuela —declaró
Janum
Matavi—. Pero después de la escuela, iré a la policía con usted y declararé que él dijo que iba a matarla.
Janum
Shaheen frunció el ceño ante aquella impertinencia.
Frustrada a cada paso, petrificada de miedo, asqueada por la ley islámica que me negaba el acceso a mi propia hija, me retiré afuera, otra vez al coche de la embajada.
—No me darán a Mahtob —dije llorando—. No irán a la policía.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Helen.
—No lo sé —repliqué. Las palabras «policía» y «ley islámica» daban vueltas vertiginosamente en mi cabeza. Si la ley islámica ejercía semejante sortilegio sobre
Janum
Shaheen, ¿qué simpatía podía esperar de la policía? Serían hombres. Ahora estaba segura de que ir a la policía significaba perder a Mahtob para siempre. No podía hacer eso, aun a riesgo de mi propia vida. ¿Podía confiar en que Moody se calmara, en que sus amenazas no se cumplieran, en vivir otro día? ¿Tenía alguna elección?
Helen y Mr. Vincop trataron de hacerme pensar racionalmente. Comprendían mi temor a ir a la policía. Era justificado. También ellos tenían miedo por mi seguridad, y por la inocente criatura de cinco años que se encontraba metida en aquella turbulenta locura.
Expresando mis pensamientos en voz alta, les hablé de Miss Alavi y de sus planes para conseguir que su hermano nos sacara a Mahtob y a mí a Pakistán.
—Está tan cerca eso —les dije—. Supongo que lo que debería hacer es quedarme quieta y esperar. Quizás pueda salir del país de esa manera.
—Está usted loca —me dijo Helen amablemente—. Vaya a la policía. Salga del país legalmente. Deje aquí a Mahtob.
—Jamás —respondí secamente, sorprendida una vez más por la actitud indiferente de Helen. Era una mujer cariñosa, que no tenía intención de causarme daño. Pero recordé que era iraní, aunque de origen armenio. Se había educado en una filosofía diferente. Para ella, los niños realmente pertenecían al padre. Sencillamente, no era capaz de identificarse con mi instinto maternal.
—¿No irá usted a la policía? —preguntó Mr. Vincop.
—No. Si lo hago, jamás volveré a ver a Mahtob.
El funcionario de la embajada lanzó un profundo suspiro.
—Conforme —dijo—. No podemos hacer mucho más por usted ahora. Quizás debiéramos hablar con sus amigos.
Llamé a Ellen y a Hormoz afuera.
—¿Pueden ustedes ayudarla? —preguntó Mr. Vincop.
—Sí —respondió Hormoz—. No la vamos a dejar sola. Nos quedaremos con ella hasta que llegue Moody. Nos llevaremos a Betty y a Mahtob a nuestra casa y nos aseguraremos que estén sanas y salvas. Las tendremos en casa hasta que esto se resuelva.
Todo el mundo estaba más calmado ahora. Ellen y Hormoz, a su manera iraní, deseaban ayudar. Tanto Helen como Mr. Vincop me dieron el teléfono de su casa, instándome a contactar con ellos inmediatamente si había más problemas, y luego se fueron.
Ellen, Hormoz y yo esperamos delante de la escuela, en su coche, la llegada de Moody. En un momento dado, Hormoz dijo:
—Hemos decidido, aunque vaya en contra de nuestro deber islámico, no hablarle a Moody sobre la gente de la embajada, sobre tus planes. Al menos, de momento. Pero tienes que prometer que resolverás esto, así como que no intentarás nada más.
—Gracias —susurré—. Prometo quedarme en Irán, si puedo estar con Mahtob. Prometo no intentar escaparme.
Lo hubiera jurado sobre el Corán.
Poco antes del mediodía se detuvo un taxi delante de la escuela y de él bajó Moody. Nos vio inmediatamente, sentados en el coche de Hormoz.
—¿Por qué los has metido en esto? —me gritó.
—Ella no ha hecho nada —intervino Hormoz—. No quería que viniéramos, pero nosotros insistimos.
—No es verdad —les acusó Moody—. Ella fue a buscaros. Os ha metido en nuestro asunto.
A diferencia de Mammal y Reza, que no se atrevían a enfrentarse con su daheejon, Hormoz era capaz de enfrentarse a Moody. Más joven, más fuerte, mucho más musculoso que él, sabía que podía dominar a Moody si llegaba el caso, y Moody también lo sabía. Pero Hormoz eligió el enfoque razonable.
—Vayamos a buscar a Mahtob y luego a nuestra casa, y hablemos de todo esto —sugirió.
Sopesando las alternativas, viendo que yo estaba, de momento, protegida por Ellen y Hormoz, Moody accedió.
Nos pasamos la tarde en su casa, con Mahtob en mi regazo, enrollada en posición fetal, aferrada a mí, escuchando atentamente mientras Moody lanzaba una perorata. Les dijo a Ellen y a Hormoz lo mala esposa que era yo. Debería haberse divorciado de mí hacía años. Les contó que odiaba al Ayatollah Jomeini, lo cual era cierto y verosímil, y que era agente de la CIA, lo cual resultaba ridículo, pero servía para mostrar el grado de su locura.
Entonces percibí una oportunidad de defenderme.
—Estoy enferma de soportarlo —gruñí—. En realidad quiere quedarse en Irán porque es un mal médico. —Esto no era cierto. Moody es un médico competente, diría que excelente; pero yo no estaba de humor para una pelea justa—. Es un médico tan malo que le echaron a patadas del hospital de Alpena —dije—. No para de tener pleitos y problemas.
Intercambiamos insultos durante un rato antes de que Hormoz se llevara a Moody de paseo con la débil excusa de que tenía que ir a comprar cigarrillos para Ellen.
Ésta aprovechó la oportunidad para aconsejarme.
—No digas nada malo —me advirtió—. Limítate a estar aquí sentada, y deja que él diga todo lo que quiera sobre ti, y no le respondas. Sé amable con él. No importa lo que él diga.
—Pero está diciendo muchas cosas sobre mí que no son ciertas.
—A los hombres iraníes les vuelve locos de furor que una mujer diga algo contra ellos —advirtió nuevamente Ellen.
La pelea se reanudó cuando Hormoz y Moody regresaron. Pero, despreciándome a mí misma, traté de seguir el consejo de Ellen y me mordí la lengua, escuchando todo lo que la furia de Moody desataba contra mí. Sus palabras no podían herirme físicamente, lo sabía, y Ellen y Hormoz me habían prometido santuario en su casa. De modo que permanecí sentada sumisamente, permitiendo a Moody desahogar su insana furia.
Al parecer, aquello funcionó. Poco a poco se fue calmando, y a medida que pasaba la tarde, Hormoz hizo intentos diplomáticos para limar nuestras diferencias. Quería que nos reconciliáramos. Quería que fuéramos felices. Sabía que un matrimonio mixto podía funcionar. Él era feliz, a fin de cuentas. Ellen era feliz, o al menos eso creía él.
Finalmente Moody dijo:
—Conforme; nos vamos a casa.
—No —dijo Hormoz—. Debéis quedaros aquí hasta que todo esté resuelto.
—No —gruñó Moody—. Nos vamos a casa. No vamos a quedarnos en vuestra casa.
Para horror mío, Hormoz replicó:
—Conforme. Pero nos gustaría que os quedarais.
—No podéis hacerme ir con él —dije llorando—. Prometisteis a… —casi me mordí la lengua tratando de impedir que las palabras «la gente de la embajada» salieran de mi boca—, prometisteis que nos protegeríais. No podéis enviarme a casa con él.
—No te hará daño —dijo Hormoz mientras miraba de hito en hito a Moody—. No son más que palabras —añadió con una risita.
—Nos vamos —repitió Moody.
—Sí —accedió Hormoz.
Mahtob se puso rígida en mi regazo. ¿Íbamos a quedar a merced de aquel loco, el hombre que había jurado matarme aquel mismo día?
—Vamos —gruñó Moody.
Mientras Moody se preparaba para marcharse, conseguí estar un momento a solas con Ellen.
—Por favor, procura saber de mí —le dije llorando—. Sé que va a suceder algo.
Salimos de un taxi naranja en la calle Shariati, delante de una tienda de zumos de frutas. Pese al horror del día, Mahtob descubrió que en la tienda vendían un plato raro.
—¡Fresas! —dijo chillando.
No sabía que hubiese fresas en Irán. Eran mi fruta favorita.
—¿Podemos comprar algunas fresas, papi? —preguntó Mahtob—. Por favor.
Moody se enfureció una vez más.
—No te hacen falta fresas —dijo—. Son demasiado caras.
Mahtob se echó a llorar.
—¡Vamos a casa! —gruñó Moody, empujándonos hacia el callejón.
¿Cuántas noches de insomnio más tendría que pasar aún en aquellos sombríos ambientes? Ahora se presentaba otra, la peor hasta el momento.
Moody me ignoró durante toda la noche, conversando con Mammal y Nasserine en tonos conspirativos. Cuando finalmente vino a la cama, bastante después de la medianoche, yo seguía totalmente despierta, aunque fingí dormir.
Al parecer, él se durmió rápidamente, pero yo permanecí atenta, y a medida que iban pasando los minutos de aquella oscura noche, mis temores iban en aumento. No podía esperar protección alguna de Mammal, de Reza ni de nadie más, y de Moody sólo me cabía esperar dosis cada vez mayores de locura. El miedo me mantenía despierta… miedo de que pudiera despertar de su inquieto sopor y viniera contra mí con un cuchillo, un trozo de cuerda o las manos desnudas. Quizás intentara darme una inyección rápida, fatal.
Cada momento era eterno. Mis oídos estaban atentos a cualquier sonido, y los brazos me dolían de sostener con fuerza a mi hija contra mí. La cabeza me daba vueltas, y no dejaba de rezar mientras esperaba mi último momento, impotente contra la rabia de mi desquiciado marido.
Después de una eternidad, la llamada del
azdán
resonó en los altavoces de la ciudad, y al cabo de unos minutos oí a Moody en la sala, efectuando sus plegarias juntamente con Mammal y Nasserine. Mahtob seguía agitándose en la cama. Los primeros y débiles rayos de una fría aurora se abrieron paso en la horrible noche.
Mahtob se despertó para ir a la escuela, temblando ya de miedo, agarrándose el vientre, quejándose de dolores. Sus preparativos se vieron interrumpidos en varias ocasiones por apresurados viajes al lavabo.
Ahora ya sabía, lo sabía perfectamente, cuál era el plan de Moody. Pude leerlo en sus ojos y percibirlo en su voz cuando, tras dar prisa a Mahtob, me dijo:
—Hoy la llevaré yo a la escuela. Tú te quedarás aquí.
Mahtob y yo habíamos sido aliadas inseparables aquellos últimos ocho meses, luchando contra el gran sueño de Moody de convertirnos en una familia iraní. Juntas, podíamos resistir, separadas, probablemente sucumbiéramos.
—Si te lleva, tienes que ir con él —le dije a Mahtob suavemente, a través de mis lágrimas, mientras nos acurrucábamos juntas en el baño aquella mañana—. Tienes que ser amable con papi, aunque te aparte de mí y no te vuelva conmigo. No le digas a nadie que fuimos a la embajada. No le cuentes nunca a nadie que tratamos de escapar. Aunque te peguen, no lo digas. Porque, si lo dices, no conseguiremos escapar nunca. Guarda el secreto.
—No quiero que me aparte de ti —gimió Mahtob.
—Lo sé. Yo no podría soportarlo. Pero, si lo hace, no te preocupes. Recuerda que nunca estás sola. Recuerda que Dios está siempre contigo, y que no importa lo sola que te sientas. En cualquier momento en que tengas miedo, reza. Y recuerda que nunca dejaré este país sin ti. Nunca. Algún día nos iremos juntas.
Para cuando Mahtob estuvo finalmente vestida y lista para ir a la escuela, ya era tarde. Moody, vestido con un traje azul oscuro a rayas, estaba impaciente por marchar. Llegaría tarde al hospital, también. Todo su ser advertía que estaba preparado para otra explosión, y Mahtob encendió la mecha cuando, en el momento en que Moody se disponía a llevarla a la puerta, una vez más lanzó un gemido y corrió en busca del alivio del baño. Moody corrió tras ella y la arrastró a la puerta.
—¡Está enferma! —grité—. No puedes hacerle esto.
—Sí, puedo —gruñó él.
—Por favor, déjame ir con vosotros.
—¡No!
Golpeó a Mahtob en un lado de la cabeza, y la niña chilló.
Una vez más, todos los pensamientos sobre mi propia seguridad se desvanecieron de mi cabeza. Desesperada por salvar a Mahtob del posible horror desconocido que la aguardaba, me lancé contra Moody y me agarré fieramente a su brazo, produciéndole con mis uñas un desgarrón en su traje.
Echando violentamente a Mahtob a un lado, Moody me cogió, me echó al suelo y se precipitó sobre mí. Me asió la cabeza con ambas manos y empezó a golpearla repetidamente contra el suelo.
Gritando, Mahtob corrió hacia la cocina en busca de Nasserine. Moody se volvió por un instante, siguiendo a la niña con la mirada, y yo aproveché aquel momento para defenderme. Le arañé la cara con las uñas. Mis dedos se aferraron a su cabello. Luchamos en el suelo durante unos momentos antes de recuperar Moody su control sobre mí con un maligno puñetazo en la cara.
Mahtob, al no hallar a nadie en la cocina, corrió por el pasillo, hacia el dormitorio de Mammal y Nasserine.
—¡Por favor, ayuda! ¡Por favor, ayuda! —gritaba. Mahtob tiró del pomo de la puerta, pero estaba cerrada. Ningún sonido brotó de su interior, ninguna oferta de ayuda.
Con la frustración y la ira acumuladas de ocho meses en mi interior, pude sorprender a Moody con la fuerza de mi resistencia. Soltando puntapiés, mordiendo, tratando de arañarle en los ojos y de darle una patada en la ingle, le tuve ocupado.
—¡Corre abajo, y ve con Essey! —le grité a Mahtob.
Llorando y gritando, temiendo por mi vida, así como por la suya, Mahtob no quería dejarme sola con aquel loco llamado papi. Le atacó desde detrás con sus puñitos, golpeándolo inútilmente y frustrándose con ello. Con sus bracitos, le cogió por la cintura, tratando de apartarlo de mí. Irritado, Moody la apartó de un bofetón.
—¡Corre, Mahtob! —repetí—. Ve con Essey.
Desesperada, mi pequeña desapareció finalmente por la puerta. Corrió escaleras abajo, mientras Moody y yo continuábamos con lo que yo estaba convencida de que sería nuestra última lucha.
Moody me mordió en el brazo profundamente, y mi sangre manó. Yo lancé un grito, me retorcí para liberarme de su presa, y conseguí darle un puntapié en un costado. Pero esto no hizo más que aumentar su furia. Me cogió con sus dos poderosos brazos y me arrojó al suelo con violencia. Aterricé sobre la espina dorsal, y sentí una punzada de dolor que me corría por todo el cuerpo.