No sin mi hija (49 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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Pero la advertencia ya no tenía validez. Mi elección era clara. El viernes tomaría el avión para América, y volaría confortablemente, para no volver a ver jamás a mi hija. O, al día siguiente, podía tomar a mi hija de la mano y partir para el más peligroso viaje que pudiese imaginar.

No había elección, realmente.

Moriría en las montañas que separaban Irán de Pakistán, o volvería con Mahtob sana y salva a América.

Me estremecí bajo el helado viento al bajar del taxi naranja, y anduve con dificultad a través del barro hasta la acera. Estaba profundamente preocupada mientras recorría las últimas manzanas del camino que me llevaba a casa. Pronto regresaría Mahtob de la escuela. Más tarde sería Moody el que regresara del hospital. Aquella noche, Chamsey, Zaree y los Hakim iban a venir a despedirse. Para ellos, yo me iba el viernes a visitar a mi agonizante padre, y regresaría después del funeral. Necesitaba prepararme, ocultar todas las esperanzas y los temores que bullían en mi mente.

Casi había llegado a casa cuando divisé a Moody y a Mammal de pie cerca de la puerta, ambos mirándome con ira. La furia hacía que Moody no prestara atención al frío viento que ahora estaba empujando una nieve que era cada vez más espesa.

—¿Dónde has estado? —me gritó, colérico.

—Me fui de compras.

—¡Mentirosa! No llevas paquetes.

—Anduve buscando un regalo para mamá. No pude encontrar nada.

—¡Mentirosa! —repitió—. Estás planeando algo. Métete en casa. Te quedarás aquí hasta que llegue el momento de tomar el avión, el viernes.

Mammal se marchó a una gestión. Moody me empujó adentro, y repitió la orden. No iba a salir de casa. No podría usar el teléfono. Me encerraría durante los tres días siguientes, hasta que tuviera que tomar el avión. Él se había tomado el día libre. Y también se tomaría el día siguiente, y se quedaría en casa para vigilarme. Guardó el teléfono en su despacho mientras atendía a sus pacientes. Y me pasé la tarde en el patio delantero, un recinto cerrado, a la vista de la ventana del despacho de Moody. Mahtob y yo construimos un muñeco de nieve y lo adornamos con una bufanda púrpura, el color favorito de Mahtob.

Una vez más estaba atrapada, acorralada. Mahtob y yo no podríamos acudir a nuestra cita con los hombres de Amahl al día siguiente, pero yo no tenía forma de avisarle, de explicarle aquel inesperado y espantoso giro de los acontecimientos.

Aquella noche temblé de miedo y de frío mientras preparaba las cosas para nuestros invitados, manteniendo ocupadas las manos al tiempo que mi mente corría desbocada. Tenía que haber una manera de contactar con Amahl. Tenía que descubrir un modo de escapar con Mahtob de la casa. Nuevamente me estremecí, y esta vez me di cuenta de que la casa se había enfriado. En mi cabeza cobró forma una idea.

—Ya no llega calor —le advertí a Moody.

—¿Se ha roto, o nos hemos quedado sin
fuel-oil
? —preguntó él.

—Voy a preguntarle a Malileh, a ver si algo anda mal en la caldera —dije, confiando en que el comentario sonara indiferente.

—Vale.

Tratando de no aparentar demasiada prisa, subí al apartamento de Malileh. Le pregunté en parsi si podía usar su teléfono. Ella asintió. Yo sabía que no podía comprender una llamada telefónica en inglés.

Amahl se puso en seguida al teléfono.

—No puedo ir —le dije—. No puedo salir de casa. Él estaba esperándome cuando llegué esta mañana, y ha entrado en sospechas.

Amahl lanzó un profundo suspiro por el teléfono.

—De todos modos, la cosa tampoco hubiese funcionado —dijo—. Acabo de hablar con la gente de Zahedán. Acaba de caer la nevada más intensa de los últimos cien años. Es imposible cruzar las montañas.

—¿Qué vamos a hacer? —grité.

—No tome el avión. No puede meterla en ese avión por la fuerza.

«No vayas —me dijo Chamsey aquella noche, pillándome sola en la cocina un momento—. No tomes ese avión. Veo lo que sucede. En cuanto te hayas ido, le llevará a Mahtob a su hermana, y se volverá a relacionar con su familia. No vayas».

«No quiero hacerlo —dije—. No sin Mahtob».

Pero sentía que el nudo de Moody se iba apretando en torno de mi cuello. Me había acorralado. Tenía el poder de obligarme a subir al avión: podría amenazarme con llevarse a Mahtob. Yo no podía soportar la idea, ni tampoco dejarla cuando regresara a América. En cualquier caso, debía perderla.

No pude probar las migajas de comida que me metí en la boca aquella noche. Y apenas me enteraba de la conversación.

—¿Qué? —pregunté en respuesta a algo que
Janum
Hakim había preguntado.

La mujer quería que fuera con ella a la
tavaunee
al día siguiente. Se trataba de una tienda cooperativa para los miembros de la
masjed
de
Aga
Hakim. Acababan de recibir un cargamento de lentejas, normalmente muy difíciles de encontrar. «Deberíamos adquirirlas antes de que se agoten», dijo ella en parsi.

Chamsey también quería ir. Yo, ausente, me mostré de acuerdo. Mi cabeza no estaba para lentejas.

Aquella noche, más tarde, después de que Chamsey y Zaree se hubieron marchado y que Mahtob estuvo en la cama y Moody en su despacho tratando a los últimos pacientes, los Hakim y yo estábamos sentados en la salita, tomando té cuando, de pronto, apareció un invitado no muy agradable para mí. Era Mammal.

Saludó a los Hakim, exigió té con insolencia, y luego, con una lasciva mirada de reojo, que tenía muy ejercitada, sacó un billete de avión del bolsillo y lo agitó hacia mí.

Dieciocho meses de ira estallaron ahora desde lo más profundo de mí. Perdí el control.

—¡Dame este billete! —grité—. Voy a hacerlo pedazos.

Aga
Hakim inmediatamente asumió el papel de pacificador. El amable hombre del turbante, el más comprensivo de todos los parientes de Moody, me hizo unas tranquilas y minuciosas preguntas. No habló en inglés. Mammal podía haber traducido, pero no lo hizo. Resultaba difícil para mí hacerme comprender en parsi, pero lo intenté desesperadamente, considerando a
Aga
Hakim como un amigo y aliado.

La historia salió a la luz.

—No sabe usted lo que he pasado aquí —dije sollozando—. Me tiene prisionera. Yo quería volver a América, pero me hizo quedar aquí.

Los Hakim estaban auténticamente escandalizados.
Aga
Hakim hizo más preguntas, y en su cara se reflejaba el dolor ante cada una de mis respuestas. Los horribles detalles del último año se pusieron de manifiesto.

Pero el hombre estaba confundido.

—¿Por qué, entonces, no eres feliz de volver a casa y ver a tu familia?

—Claro que me gustaría volver y estar con los míos —expliqué—. Pero él quiere que me quede allí hasta que lo haya vendido todo, y luego le traiga los dólares. Mi padre está agonizando. Yo no quiero ir a América para negocios.

Habiendo terminado con sus pacientes, Moody se reunió con nosotros en el cuarto de estar, y se encontró con el interrogatorio de
Aga
Hakim. Las respuestas de Moody, en parsi, fueron tranquilas. Fingió sorpresa, como si aquélla fuera la primera noticia que tenía de mis objeciones al viaje.

Finalmente,
Aga
Hakim preguntó:

—Bueno, si Betty no quiere ir, ¿tiene que hacerlo?

—No —explicó Moody—. Yo hacía esto por ella, para que pudiera ver a su familia. —Moody se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Quieres ir?

—No —respondí rápidamente.

—Conforme. Entonces, ¿a qué viene todo este escándalo? Esto era por ti, para que pudieras ver a tu padre agonizante. Si no quieres ir, no tendrás que hacerlo.

Sus palabras destilaban sinceridad, amor y respeto hacia mí, reverencia por el sabio consejo de
Aga
Hakim. La cuestión quedaba resuelta.

Durante el resto de la visita, Moody charló animadamente con los Hakim. Era un anfitrión agradable, que acompañó a los Hakim a la puerta cuando se marchaban, dándoles las gracias por venir, y agradeciendo también a
Aga
Hakim su interés.

—La recogeré a las diez de la mañana para ir a la
tavaunee
—le dije a
Janum
Hakim. Confiaba en que la excursión de compras me proporcionaría también una oportunidad para llamar a Amahl.

Moody cerró la puerta suavemente detrás de los Hakim, esperó a que se hubieran alejado del alcance del oído, y se volvió hacia mí con enloquecida furia. Me abofeteó en la cara, derribándome al suelo.

—¡Lo has echado a perder! —gritó—. Lo has destruido todo. Vas a tomar ese avión. ¡Si no lo haces, te quitaré a Mahtob, y a ti te encerraré en una habitación por el resto de tu vida!

23

Podía hacerlo. Lo haría, sin duda.

No hubo sueño para mí aquella noche. Me agité y di vueltas presa de una terrible agonía, recordando por qué había llevado a Mahtob allí, censurándome por ello una y otra vez.

Los problemas habían empezado casi cuatro años atrás, la noche del 7 de abril de 1982, en Alpena, cuando Moody volvió de su trabajo en el Hospital General de la ciudad, con aspecto preocupado y distante. Al principio no me di cuenta, porque estaba preocupada preparando una cena especial. John cumplía doce años.

Durante los dos últimos años, habíamos sido felices. Moody había regresado a Michigan desde Corpus Christi en 1980, decidido a apartar de su vida los acontecimientos políticos de Irán. «Todo el mundo se dará cuenta de que soy extranjero —dijo—, pero no quiero que todo el mundo sepa que soy iraní».

La foto del Ayatollah Jomeini, con su clásica expresión ceñuda, fue relegada al desván. Moody juró no hablar de la revolución en el trabajo, sabiendo que aquella reavivada pasión por su tierra natal no le había traído más que problemas en Corpus Christi. En Alpena, se dedicó intensamente a su trabajo, rehízo su carrera y reanudó su vida como americano.

Mi estado de ánimo mejoró inmediatamente, en especial cuando encontramos una casa en Thunder Bay River. Era pequeña y su aspecto desde fuera no ofrecía nada especial, pero me enamoré de ella desde el momento en que puse un pie en su interior. Toda la casa estaba orientada hacia el río. En la parte de atrás había unos grandes ventanales que ofrecían un panorama impresionante. Había que subir un pequeño tramo de escaleras para llegar a la planta baja, la cual estaba bellamente adornada con paneles de madera, y era espaciosa y brillante. Desde allí se salía a un inmenso patio que terminaba a sólo unos cinco metros de la orilla del río. Un muelle de madera penetraba en el agua: un lugar perfecto para pescar o para amarrar un bote. La casa estaba situada en una curva del río. Corriente abajo, al alcance de la vista, se alzaba un pintoresco puente cubierto.

El interior resultaba sorprendentemente espacioso, con grandes dormitorios, dos baños, una hermosa cocina rural, dos chimeneas y considerable espacio para vivir. Mirar al río producía una inmediata sensación de tranquilidad.

Moody estaba tan impresionado como yo. Compramos la casa en el acto.

Alpena está a sólo tres horas de Bannister, y podía ir a ver a los míos frecuentemente. Papá y yo nos entregábamos de buena gana a nuestra común pasión por la pesca, sacando barbos, percas, lubinas, rodaballos y algún que otro lucio del sereno río. Mamá y yo nos pasábamos horas haciendo ganchillo, cocinando y charlando. Yo agradecía la oportunidad de pasar más tiempo con ellos, especialmente porque ambos empezaban a mostrar signos de envejecimiento. Mamá padecía lupus, y a mí me alegraba que pudiera pasar el tiempo con sus nietos. La pequeña Mahtob, que estaba empezando a andar en torno de la casa, era una fuente particular de satisfacción para mamá y papá. Papá la llamaba su «Tobby».

Fuimos aceptados fácilmente en la sociedad profesional de Alpena, y con frecuencia dábamos e íbamos a fiestas. Moody se sentía feliz con su trabajo, y yo me sentía feliz en casa como esposa y como madre… hasta aquella noche en que Moody llegó a casa con una muda expresión de dolor en sus ojos.

Había perdido a un paciente, un niño de tres años que había ingresado para una sencilla operación facultativa. Le suspendieron de sus privilegios en el hospital, a la espera de una investigación.

Mi hermana Carolyn llamó a la mañana siguiente. Yo respondí al teléfono, aturdida aún por la falta de sueño, con los ojos hinchados y enrojecidos por las lágrimas. En medio de la niebla, oí que Carolyn decía: «Papá tiene cáncer».

Nos dirigimos rápidamente en coche al Hospital de Carson City, donde Moody y yo nos habíamos conocido, y donde ahora nos paseábamos nerviosamente por una sala de espera mientras los médicos llevaban a cabo cirugía exploratoria abdominal en mi padre. Las noticias fueron malas. Los cirujanos realizaron una colostomía, pero fueron incapaces de extirpar todo el cáncer. La enfermedad se había extendido demasiado. Celebramos una conferencia con un quimioterapeuta, el cual explicó que podía prolongar la vida de papá por un tiempo… cuánto, no lo sabía. Pero no había remedio, le perderíamos.

Me juré a mí misma pasar con él todo el tiempo posible, sostenerle la mano y decirle todas aquellas cosas que había que decir antes de que fuera demasiado tarde.

La vida se había vuelto patas arriba. Unos pocos meses antes, habíamos sido más felices que nunca. Ahora, de pronto, la carrera de Moody estaba en peligro, mi padre se moría y el futuro parecía tenebroso. La tensión se cobró su tributo en nosotros, tanto individualmente como desde el punto de vista de la pareja.

Durante las semanas siguientes, viajamos sin parar de Alpena a Carson City. Moody ayudó a papá a soportar el trauma de las operaciones. El solo ver a Moody, ya constituía un alivio para el dolor de papá. Moody ofrecía su consejo como médico, y podía explicar en lenguaje sencillo toda la terminología médica.

Cuando el estado de papá mejoró lo bastante para poder viajar, Moody le invitó a visitarnos en Alpena. Se pasaba horas aconsejándole, ayudándole a aceptar la realidad de su enfermedad y enseñándole a vivir con su colostomía.

Papá era, en efecto, el único paciente de Moody. Cuando los dos estaban juntos, Moody se sentía médico. Pero cuando se sentaba en casa, en Alpena, día tras día, sin nada que hacer, cada vez más hosco, se sentía un fracasado. Y a medida que las semanas pasaban, la inactividad iba haciendo mella en él.

«Es una cuestión política», decía una y otra vez, refiriéndose a la investigación del hospital.

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