No sin mi hija (48 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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Abrí violentamente la puerta del despacho de Moody, y me enfrenté a los tres hombres que estaban conspirando contra mí.

—¿Por qué le has dicho a la niña que me voy a América sin ella? —grité.

Moody me contestó también a gritos.

—Bueno, no tiene sentido ocultarle las cosas. Tendrá que empezar a acostumbrarse a ello. Y puede empezar ahora mismo.

—No, yo no me voy a ir.

—Sí, sí que lo vas a hacer.

—No.

Nos gritamos durante varios minutos. Ninguno de los dos se movió de su postura. Mammal y Majid no parecían muy afectados por mi declaración ni por los efectos de todo ello sobre Mahtob.

Finalmente, salí hecha una furia de la habitación. Mahtob y yo nos fuimos al dormitorio, al piso de arriba. La abracé y le repetí una y otra vez: «Mahtob. No voy a irme sin ti. Nunca te dejaré».

Mahtob quería creerme, pero pude ver en sus ojos que no era así. Conocía el poder que su padre ejercía sobre las dos.

Lo volví a intentar.

—No quiero que papá lo sepa, pero si no cambia de opinión antes del vuelo, me voy a poner realmente enferma, tan enferma que no voy a poder tomar el avión. Por favor, no le digas a papá nada de esto.

Sin embargo, lo sabía, la niña no me creyó, y yo no me atreví a hablarle de Amahl. Todavía no.

Moody se dirigió a la oficina de pasaportes y pasó allí todo el día, frustrado por las largas colas y la ineptitud burocrática. Tal como Amahl había predicho, volvió con las manos vacías.

—Tienes que ir allí tú —dijo—. Irás mañana, y yo te acompañaré.

—¿Y qué pasa con Mahtob? —pregunté, buscando rápidamente alguna salida—. Estuviste allí todo el día. Sabes que mañana pasará lo mismo. No estaremos en casa a tiempo para su regreso de la escuela.

Moody reflexionó sobre ello.

—Irás sola —dijo finalmente—. Te daré instrucciones. Me quedaré en casa, y esperaré a Mahtob.

Aquella noche estuvo trabajando en su despacho, llenando una solicitud de pasaporte para mí, redactando una cuidadosa nota en la que explicaba la inminente muerte de mi padre. Me dio instrucciones detalladas sobre la oficina de pasaportes, así como el nombre del hombre que me estaba esperando.

Tenía que ir, decidí. Tenía que acudir a la cita con el pasaporte oficial, porque Moody seguramente me controlaría. Pero confiaba en regresar con más papeles para llenar, y con numerosas excusas por el retraso.

La oficina era un confuso laberinto de corredores y puertas, con largas colas de hombres y otras igualmente largas de mujeres, todas esperando realizar la difícil tarea de obtener el permiso para salir de Irán. Yo había soñado mucho tiempo con semejante posibilidad. Cuán extraño y deprimente resultaba que ahora tuviera miedo de conseguir un pasaporte y un visado de salida.

Busqué al hombre con quien Moody me había dicho que me encontrara. El hombre en cuestión me saludó alegremente, murmurando algo en un ininteligible parsi, y me acompañó por una serie de habitaciones, utilizando su autoridad y sus codos para colarse en varias filas. Pero no avanzábamos demasiado en nuestro empeño, lo cual me dio ánimos.

Finalmente, me llevó a una gran habitación atestada de varios centenares de hombres. Sus ojos escrutaron la multitud hasta que finalmente divisó el objetivo, un joven iraní, al que empujó hacia mí mientras hablaba en parsi.

—Hablo inglés —dijo el joven—. Ésta es la sección de hombres. —Aquello era evidente—. Quiere que usted espere aquí. En esta cola. Quizás dentro de una hora o dos vuelva para consultarle algo.

—Bueno, ¿qué pasa?

El joven tradujo una serie de preguntas y respuestas.

—Van a darle un pasaporte.

—¿Hoy?

—Sí. Aquí, en esta cola.

Traté de perder tiempo.

—Bueno, pero si yo estaba sólo empezando a considerarlo hoy.

—No, eso es imposible.

—De veras. Acabo de hacer la solicitud esta mañana.

—Bueno, pues le van a dar un pasaporte. Espere aquí.

Los dos hombres me dejaron sola a merced de mi histeria. ¿Era posible? Moody llevaba esperando todavía el permiso para ejercer la medicina. Pese a toda su jactancia, él y su familia tenían escasa influencia con la burocracia médica. Pero ¿habíamos calculado —Amahl y yo— mal la influencia de Moody aquí? ¿O la de Mammal? ¿O la de Majid? ¿O la de Baba Hajji, con sus contactos en el negocio de exportación e importación? Recordé al primero de los parientes de Moody que conocí en el aeropuerto: Zia Hakim, que se había abierto paso entre los funcionarios de aduanas.

La aprensión me hizo tambalear. Allí, de pie en medio de los centenares de balbuceantes iraníes, me sentí desnuda, impotente, una mujer sola en una sociedad masculina. ¿Va a suceder de verdad? ¿Triunfará Moody con su diabólico plan?

Sentí deseos de darme la vuelta y huir. No había otro lugar al que huir que las calles de Teherán. ¿La embajada? ¿La policía? ¿Amahl? Mahtob no estaba en ninguno de ellos. Estaba en casa, en las manos del enemigo.

De manera que permanecí donde me hallaba, avanzando lentamente con la cola, sabiendo que, como mínimo, Moody exigiría y recibiría un informe completo de mis contactos aquí.

La cola se acortaba con alarmante velocidad. Yo había tenido que esperar durante horas para adquirir una hogaza de pan, un trozo de carne y un kilo de huevos, la mitad de ellos cascados. ¿No debería costar un poco más adquirir un pasaporte? ¿Era justamente ahora cuando tenía que toparme con la eficiencia?

Bueno, pues allí estaba, tendiendo mis papeles a un malhumorado funcionario. Éste, por su parte, me alargaba un pasaporte. Me quedé mirándolo fijamente, aturdida, sin saber qué hacer a continuación.

Mi mente estaba confusa, pero cuando salí de la oficina, se me ocurrió que Moody esperaría algo de retraso. Era un poco más de la una del mediodía. Él no podía saber con cuanta rapidez había obtenido aquel horrible documento.

Así pues, me moví rápidamente, tratando de encontrar mi camino a través de aquella nueva trampa. Cogí un taxi en dirección a la oficina de Amahl.

Era la primera vez que llegaba allí sin llamar primero por teléfono, y su cara registró sorpresa y alarma, sabiendo que se había producido una crisis.

—No puedo creerlo —dijo, estudiando el pasaporte—. Es inaudito. Debe de tener relaciones que yo ignoro. Yo las tengo allí, y no puedo realizar esto.

—¿Qué hago ahora? —pregunté.

Amahl volvió a estudiar el pasaporte.

—Aquí dice que nació usted en Alemania —observó—. ¿Qué significa? ¿Dónde nació usted?

—En Alma, Michigan.

Amahl reflexionó sobre este punto.


Alman
significa Alemania en parsi. Conforme, bien. Dígale a Moody que tiene usted que devolver el pasaporte mañana y hacer que lo cambien. Si usa este pasaporte, no funcionará. Así que vuelva a la oficina de pasaportes mañana por la mañana. Déjelo allí. No les dé ni siquiera la oportunidad de arreglarlo. Dígale luego a su marido que se lo quedaron. Eso nos dará tiempo para arreglar las cosas.

—Conforme.

Salí apresuradamente del despacho de Amahl y crucé la ciudad nuevamente, tratando de poner orden en mi cabeza. Estaba tan ocupada tratando de confeccionar mi explicación del error del pasaporte que Moody me pilló con la guardia bajada.

—¿Dónde has estado? —gruñó.

—En la oficina de pasaportes.

—Bien, me llamaron a la una, y me dijeron que te habían dado el pasaporte.

El volumen de su voz era bajo, pero el tono rebosaba veneno.

—¿Te llamaron ellos?

—Sí.

—Bueno, pues lo siento si me he retrasado. El tráfico era realmente espantoso. Y he tenido problemas con el cambio de autobuses.

Moody me miró con cautela. Parecía dispuesto a acusarme de mentir, pero yo distraje su atención.

—¡Esos estúpidos! —exclamé, arrojándole el pasaporte—. Mira. Después de esperar todo el día, han cometido un error con mi pasaporte. Dice que he nacido en Alemania. Tengo que ir mañana otra vez y hacer que lo arreglen.

Moody examinó el pasaporte cuidadosamente y vio que le estaba diciendo la verdad. El pasaporte no encajaría con mi certificado de nacimiento.

—Mañana —gruñó. Y luego no dijo nada más.

Por la mañana, traté de conseguir que Moody me dejara volver sola a la oficina de pasaportes. El día anterior había tenido éxito. Había demostrado que podía manejarme sola con el encargo. Pero ni siquiera prestó atención a mis argumentos. Aunque tenía pacientes programados, los ignoró y me obligó a meterme, junto con él, en un taxi telefónico… la forma más rápida. Ladró sus órdenes al conductor, y, con excesiva rapidez, llegamos a la oficina de pasaportes. Encontró a su amigo, le tendió el pasaporte, y sólo tuve que esperar cinco minutos antes de que el documento corregido apareciera milagrosamente en sus manos.

Ahora tenía un permiso oficial para abandonar Irán.

Sola.

Moody me reservó pasaje para un vuelo de Swissair que salía de Teherán el viernes, 31 de enero.

«Todo está preparado —dijo Amahl—. Por fin».

Era el martes por la mañana, tres días antes de mi vuelo. Mahtob y yo iríamos al día siguiente, mientras Moody trabajaba en el hospital. Haríamos fracasar sus planes por dos días.

Amahl discutió conmigo los detalles cuidadosamente. Después de todos sus preparativos, el plan de volar a Bandar Abbas y allí tomar una lancha que saliera del país aún no estaba listo. Al forzar Moody la acción, Amahl había arreglado uno de los proyectos anteriormente desechados. Mahtob y yo volaríamos de Teherán a Zahedán en un avión a las nueve de la mañana, conectaríamos con un equipo de contrabandistas profesionales, y cruzaríamos las escarpadas montañas hacia Pakistán. Los contrabandistas nos llevarían a Quetta, en Pakistán. Desde allí volaríamos a Karachi.

Inmediatamente sentí pánico, porque acababa de enterarme de ciertas perturbadoras noticias en
The Khayan
. Se trataba de la historia de una pareja australiana secuestrada por bandas tribales en Quetta y llevada a Afganistán, donde había sido retenida durante ocho meses antes de ser liberada. Podía imaginar los horrores que habían experimentado.

Le hablé a Amahl de la historia.

—Es verdad —dijo—. Estas cosas suceden continuamente, pero no hay forma de salir de Irán sin gran peligro.

Trató de tranquilizarme, diciéndome que el jefe tribal de la zona, el hombre que controlaba ambos lados de la frontera, era su amigo personal.

—De todas las maneras de salir de Irán, ésta es la más segura. Mis relaciones allí son las mejores. Bandar Abbas y los demás planes no funcionan lo bastante de prisa. Turquía es imposible, porque hay nieve en las montañas. Los contrabandistas no trabajan en aquella zona en esta época del año. La nieve es demasiado espesa, y demasiado fría. En cualquier caso, el camino de Zahedán es mucho más seguro que el de Turquía, a causa de mi amigo, y porque cerca de Turquía hay muchas más patrullas fronterizas. Por allí patrullan los
pasdar
.

Teníamos que ir. Ya no nos podíamos permitir el lujo de confiar en el estribillo de Amahl: «Tenga paciencia». Más bien, teníamos que atenernos al consejo de papá: «Donde hay una voluntad, hay un medio».

Le di a Amahl una bolsa de plástico para que me la guardara. Contenía una muda de ropa para Mahtob y para mí, y algunas cosas que no deseaba dejar. Una de ellas era un enorme y pesado tapiz que describía una tranquila escena al aire libre de hombres, mujeres y niños que disfrutaban de la belleza de un arroyo. La combinación de colores malva, azul pálido y gris era hermosísima. Había conseguido doblar el tapiz en un paquetito cuadrado de treinta centímetros. También había traído los frascos de azafrán que me regalara Ameh Bozorg por Navidad.

Innumerables pensamientos daban vueltas por mi cabeza durante la conversación con Amahl. Las noticias procedentes de América eran agridulces. Papá se aferraba a la vida tenazmente, esperando vernos. Yo tenía la voluntad; Amahl estaba proporcionando el medio. Al día siguiente, sin que ella se diera cuenta, yo obligaría a Mahtob a perder el tiempo, a demorarse en sus preparativos para la escuela. En cualquier caso, me aseguraría de que perdiera el autobús escolar. Luego, la acompañaría yo a la escuela. Una vez en la calle, lejos de Moody, le daría la feliz noticia de que nos íbamos a América. Mientras mi marido, sin sospechar nada, se dirigía a su trabajo en el hospital, Mahtob y yo nos encontraríamos con los hombres de Amahl, que nos acompañarían al aeropuerto para el vuelo a Zahedán.

Resultaba irónico que fuéramos a tomar la misma ruta que había planeado Miss Alavi. Me pregunté qué le habría sucedido. Quizás la hubiesen arrestado. Quizás hubiese conseguido huir del país, ella. Así lo esperaba.

—¿Cuánto costará esto? —le pregunté a Amahl.

—Quieren doce mil dólares —replicó—. Pero no se preocupe por ello. Ya me los enviará cuando llegue a América.

—Se los enviaré inmediatamente —prometí—. Y gracias.

—No hay de qué.

¿Por qué hacía Amahl todo aquello por Mahtob y por mí, llegando incluso a arriesgar doce mil dólares sobre la base de mi integridad? Creí conocer al menos algunas de las respuestas, aunque nunca le había preguntado nada directamente.

Primero, yo creía de veras que Amahl era la respuesta a todas mis plegarias, tanto cristianas como islámicas, a mi
nasr
, a mis peticiones al Imán Mehdi, a mi peregrinación a Meshed. Adorábamos al mismo Dios.

Amahl tenía que demostrarse algo a sí mismo, a mí, al mundo. Durante dieciocho meses, yo había estado atrapada en un país que a mí me parecía casi totalmente poblado por malvados. El tendero Hamid había sido el primero en demostrarme otra cosa. Miss Alavi, Chamsey, Zaree, Fereshteh y unos pocos más me habían demostrado también que no se podía catalogar a una persona por su nacionalidad. Incluso Ameh Bozorg, a su propia y extraña manera, había demostrado al menos buenas intenciones.

Ahora era el turno de Amahl. Sus motivaciones eran a la vez simples y complejas: quería ayudar a dos víctimas inocentes de la revolución iraní. No pedía nada a cambio. La alegría que sentiría por nuestro éxito era ya suficiente compensación.

¿Pero tendríamos éxito?

El artículo del periódico sobre la pareja de australianos secuestrada y las palabras de Mr. Vincop en la embajada me asustaban. Cuando mencioné por primera vez la posibilidad de contrabandistas, Mr. Vincop me advirtió: «Le roban el dinero, la llevan a la frontera, la violan, la matan o la entregan a las autoridades».

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