—A Mrs. Winroy.
—Comprendo. Charlie, ¿y goza ella todavía de tu plena confianza? Supongo que recordarás que yo abrigaba algunas pequeñas dudas sobre ella.
—Creo que está diciendo la verdad —añadí.
—¿Por qué dice que Jake va a volver a la cárcel?
—Ella no lo dice. Jake se lo ha dicho a ella.
—Qué extraño. —Hizo una pausa—. Lo encuentro un tanto misterioso.
—Oiga —dije—. ¡Sé que parece raro, pero Jake está medio majareta! Tiene ciclos.
—Un momento, por favor. ¿Me equivoco, o el trabajo de Mrs. Winroy consistía en mantener a Jake disponible? Tú mismo estabas seguro de que podría lograrlo, ¿no, Charlie? Y ahora ocurre lo contrario.
—Sí, señor —dije.
—¿Por qué, Charlie?
—No lo sé —respondí—. Ni siquiera sé si Jake va a hacerlo o no.
Guardó silencio durante un buen rato. Llegué a pensar que había colgado. Luego se echó a reír suavemente y dijo:
—Charlie, haz todo lo que estimes necesario. Siempre y cuando lo consideres imprescindible.
—Sé lo que usted siente —dije—. No llevo aquí mucho tiempo y… Comprendo que habría parecido mejor si yo hubiera esperado.
—Claro. Y está el factor publicidad, el mantener viva la historia durante semanas. ¿O tal vez la presión de tus otros asuntos ha hecho que te olvides de esto?
—Escuche —dije—. ¿Está todo bien o no? Necesito saberlo.
No me respondió.
Esta vez
había
colgado.
Recogí mis libros de la barra y marché al colegio. Maldije a Fay, pero no puse en ello demasiado énfasis. Era culpa mía por haberla metido en este asunto.
El Jefe no quiso que me valiera de ella. Si Fay no estuviera dentro de este asunto y Jake hubiera concebido por sí mismo la idea de volver a la cárcel, a mí no se me consideraría responsable. De algún modo…
Bueno, dependería mucho de cómo resultaran las cosas. Si todo salía bien, me tratarían bien. Nada de dinero, por supuesto. O en el caso de que yo tuviera suficientes agallas y estupidez para pedir dinero, me darían unos cuantos billetes y una paliza. Me dejarían aquí; ésa sería mi recompensa. Me dejarían pudrirme aquí, sin más pasta que la poca que tenía y sin medios para conseguir más. Sólo lo justo para ir tirando con un trabajo mal remunerado, mientras pudiera aguantarlo, y luego…
El Jefe se desentendería de ello. Qué demonio, él sabía además que no me quedaba otra opción.
Y si el trabajo no salía bien…
Lo mismo me daba. Yo no podía ganar.
Era domingo cuando Fay me dio la mala noticia.
Preparamos lo de Jake para la noche del jueves.
Por lo tanto, quedaban cuatro días. Pero no parecía mucho tiempo. Para mí era como si hubiera salido del bar, después de hablar con el Jefe, y me encontrara de pronto en la noche del jueves.
Me sentía acabado, hecho polvo; eso no era vivir. Mi vida se movía a través de conceptos.
Creo que vivir es recordar. Si uno pierde interés, si todo le parece igual de sombrío y gris, como ocurre cuando miras a la luz con los ojos cerrados, si para ti carece de valor almacenar, lo bueno o lo malo, las recompensas o los castigos, entonces podrás seguir adelante cierto tiempo. Pero no vives. Ni recuerdas.
Yo asistía a clase, trabajaba, comía y dormía. Y bebía. Y… Sí, y Ruthie. Hablé con ella algunas veces al ir y volver del colegio. Yo recordaba; sí, la recordaba. Recuerdo que me preguntaba yo mismo qué iba a ser de Ruthie. Deseaba ayudarla de alguna forma.
Pero aparte de Ruthie, nada.
Exceptuando los pocos minutos que estuve con ella, fui directo del lunes al jueves. El jueves a las ocho de la noche.
Arrojé fuera de mí aquella especie de letargo y volví a la vida. En un momento así, te ves obligado a ello si quieres decidirte por una cosa.
Era una noche de poco trabajo, la más tranquila de la semana. Había acabado la faena y no había motivos para que viniera nadie al almacén.
Me encontraba en el almacén exterior, con la luz apagada, mirando hacia el otro lado de la calle.
Fay pasó por allí puntualmente a las ocho.
Yo esperaba, consultando mi reloj. A las ocho y cuarto pasó Jake.
Salí y dejé la puerta sin echar la llave.
Hacía una noche bastante oscura. Él se dirigía derecho a casa, sin mirar a ningún lado.
Yo anduve despacio por la acera de la calle donde estaba la fábrica, hasta que él cruzó una travesía. Hice lo mismo y le fui siguiendo con paso más rápido, ya que me llevaba bastante ventaja.
Iba a unos cincuenta pasos detrás de él cuando empezó a cruzar la calle paralela a la casa. Era la distancia óptima, admitiendo el tiempo que necesitaría para abrir la cancela. Buscó a tientas hasta dar con el pestillo y yo detuve mis pasos hasta quedar prácticamente inmóvil. Finalmente pudo abrir, y yo…
Me quedé atónito.
Después supe que aquel individuo era un borracho. Había salido del pequeño bar existente al otro lado de la casa, cruzó la calzada, y no sé cómo diablos se las arregló para ir a caer por la parte interior de la verja. Estaba allí tendido cuando se acercó Jake y miró dentro de la verja. En el momento que Jake abría la cancela, el borracho se puso de pie y fue tambaleándose hacia él. Jake dejó escapar un quejido.
El patio delantero se iluminó repentinamente como si fuera de día.
Dos potentes reflectores enviaron sus haces luminosos desde los terrenos colindantes de ambos lados de la casa. De todas partes salieron como hormigas policías, o, más bien, ayudantes del sheriff.
Yo me quedé petrificado durante unos segundos, incapaz de moverme. Luego di media vuelta y regresé a mi trabajo.
Apenas había alcanzado la esquina, escuché los gritos del sheriff que sobresalían por encima de los otros.
—¡Espere un momento, maldita sea! ¡Deténgase…!
Seguí mi camino, y crucé la calle hacia la fábrica antes de que gritara otra vez:
—¡Eh, usted! ¡Alto!
No me detuve. ¿Por qué diablos iba a hacerlo? Él estaba casi a dos manzanas de distancia de mí. ¿Cómo iba yo a saber que era a mí a quien echaba el alto?
Me colé directamente en la fábrica y cerré la puerta con llave. Entré en el almacén principal, cerré la puerta de éste y me senté a mi mesa de trabajo.
Eché mano a las tablillas de cochura para aquella noche y empecé a cotejarlas con mi sempiterno inventario.
Alguien empezó a aporrear la puerta exterior. Continué donde estaba. ¿Por qué diablos llamaban así? Yo no podía dejar que entrara nadie por esa puerta a esas horas de la noche. ¡Cómo, podía ser un ladrón, alguien que intentaba robar un saco de harina!
Dejaron de llamar. Me hice un guiño a mí mismo y seguí revisando las cartulinas. Estaba vivo otra vez. Me había rendido ante ellos pero, como yo no podía hacer esto, haría que ellos se rindieran ante mí.
Se abrió de golpe la puerta de la nave de cochuras y apareció Kendall, el sheriff y un ayudante. El sheriff venía delante.
Me levanté y eché a andar hacia él con la mano extendida.
—Hola, ¿cómo está usted, sheriff? ¿Qué tal está Mrs. Sum…?
Blandió la suya y me propinó un tirón tan violento que casi me hizo girar sobre mis talones. Me agarró por la camisa y me derribó sobre el suelo, sacudiéndome de un lado a otro, como agita un perro a una rata. Si alguna vez he visto una cara con expresión de asesino, ésa era la de él.
—¡Oye, pequeño y miserable perillán! —Me agitaba con una mano y me golpeaba con la otra—. ¿Te crees muy agudo, en? Piensas que es de listos andar por ahí ablandando el corazón de la gente para que se fíen de ti y luego…
Yo no le culpaba por estar enojado conmigo. Creo que nadie puede enfadarse más contigo que el tipo a quien gustabas y confiaba en ti. Pero la mano del sheriff era tan dura como una roca, y Kendall no podía pasar por delante del ayudante para acudir en mi auxilio e impedirle hacer lo que se proponía.
Perdí el conocimiento.
Creo que no estuve desmayado mucho tiempo, pero sí el suficiente para que acudiera allí el doctor Dodson. Cuando recobré el conocimiento estaba tendido todo lo largo que era en el suelo, con la cabeza apoyada sobre la arpillera de un saco de harina y el doctor se inclinaba sobre mí.
—¿Cómo se encuentra, hijo? —me preguntó—. ¿Siente algún dolor?
—¡Claro que le dolerá! —estalló Kendall—. ¡Este… este hombre casi le mata a golpes!
—¡Oiga, un momento, maldita sea…!
—Cierre el pico, Summers. ¿Qué tal va eso, hijo?
—Me encuentro… bien —respondí—. Sólo un poco mareado y… —Tosí y empecé a ahogarme. Me alzó rápidamente por los hombros, y yo doblé hacia abajo la cabeza, tosiendo y ahogándome. Vomité sangre hasta formar en el suelo un pequeño charco.
Se sacó el pañuelo del bolsillo de la solapa y me limpió la boca con él. Luego me dejó otra vez en el suelo, se puso en pie y miró fijamente al sheriff.
Éste le devolvió la mirada, taciturno y tímido.
—He perdido los nervios —masculló entre dientes—. Apuesto que usted en mi lugar habría hecho lo mismo, doctor. Tal y como dice la nota, venía dispuesto a cargarse a Winroy. Pero, al meterse por en medio ese maldito borracho, regresó tranquilamente aquí, tan campante como usted quiera, y…
—¿Sabe? —le cortó tranquilamente el doctor—. ¿Sabe lo que le digo, Summers? Que si yo tuviera una pistola le habría volado de encima de los hombros esa cabezota suya.
El sheriff se quedó boquiabierto. Parecía pasmado y como enfermo.
—Oiga, escuche una cosa —tartamudeó—. Este… ¡usted no sabe quién es este individuo! Es Charlie Bigger,
Little
Bigger, como le llaman por ahí. Es un asesino, y…
—¿Conque sí, eh? Pero usted se encargó de él, ¿no es cierto?
—¿Quiere escuchar lo que sucedió o no? —El rostro del sheriff Summers volvió a acalorarse y ensombrecerse un poco—. Él…
—Le diré lo que ha sucedido —habló sosegadamente Kendall—. Carl salió a dar un paseíto, tal y como él estaba autorizado por mí cuando tiene el trabajo vencido. De hecho, se lo he recomendado yo, teniendo en cuenta su dolencia. Se encontraba en los alrededores de casa de los Winroy cuando se armó el jaleo, y teniendo algo mejor que hacer con su tiempo que embobarse con un asunto que no le concernía…
—¡Y un cuerno, que no le concernía! Según decía la nota…
—…volvió aquí —concluyó Kendall—. A los pocos minutos entró violentamente Summers en la fábrica, acompañado de este… mercenario, y empezó a barbotear no sé qué disparates relativos a que Carl había tratado de asesinar a alguien y no se detuvo cuando le echaron el alto. Luego irrumpió aquí dentro y se puso a golpearlo hasta dejarlo inconsciente. ¡En mi vida he presenciado tan salvaje e inexcusable brutalidad, Dod!
—Comprendo —asintió el doctor, y se volvió hacia el sheriff—. ¿Y bien?
Los labios del sheriff adoptaron una línea tensa y rígida.
—Me importa un rábano —gruñó— lo que piensen y lo que quieran ustedes. Me lo llevo detenido.
—¿De qué le acusa? ¿De dar un paseo?
—¡De intento de asesinato, de eso le acuso!
—¿Y en qué fundamenta su acusación?
—¡Ya se lo he dicho…! —El sheriff se interrumpió, bajando la cabeza como un toro furioso—. No importa. Me lo llevo detenido.
Echó a andar hacia mí. Su ayudante le secundaba de mala gana, como si no estuviera muy de acuerdo con él. Kendall y el doctor se interpusieron en su camino. Pensé que en cosa de pocos segundos volvería a golpearme y arrastrarme. Como de nada serviría resistirme, opté por ponerme en pie.
Considerando todas las circunstancias, yo me sentía bien. Sólo un poco más pequeño y débil que antes.
—Le acompañaré —dije.
—No es preciso que vaya; nosotros lo solucionaremos —dijo el doctor, y Kendall añadió:
—¡No, no tiene por qué ir!
—Iré, no obstante —dije—. El sheriff Summers y su esposa han sido muy amables conmigo. Estoy seguro que él no haría esto si no creyese que era necesario.
Hubo más objeciones por parte de Dodson y Kendall, pero yo me fui con el sheriff. Nos fuimos todos.
Llegamos al juzgado en el preciso instante en que el fiscal del condado subía las escaleras de la entrada. El ayudante nos hizo entrar en el despacho del fiscal, mientras que éste y el sheriff se quedaron hablando en el pasillo.
El sheriff estaba de espaldas a la puerta, pero el fiscal del condado se hallaba de frente a nosotros y ofrecía aspecto de abatido y disgustado. Todo el tiempo que estuvo hablando el sheriff, el otro permaneció con las manos hundidas en los bolsillos, frunciendo el entrecejo y meneando la cabeza.
Finalmente entraron en el despacho, y ambos empezaron a hacer preguntas al mismo tiempo. Se callaron, esperando cada uno que hablara el otro, hasta que empezaron a hablar otra vez los dos de golpe. Esto lo repitieron unas tres veces. El doctor soltó un resoplido y Kendall, una especie de media sonrisa. El fiscal del condado hizo una mueca y se dejó caer en su butaca.
—Está bien, Bill —suspiró—. En todo caso, este problema es cosa suya.
El sheriff se volvió hacia mí.
—¿Cuál es tu nombre? Tu verdadero nombre.
—Usted ya lo conoce, sheriff —dije.
—¿Es Charlie Bigger, no? Tú eres
Little
Charlie Bigger.
—Suponga que respondo sí —dije—. ¿Qué pasará entonces? Me gustaría complacerle, sheriff, pero no veo que eso me ayude.
—¡Te he preguntado cuál es tu…! —Se calló y el fiscal del condado cruzó la mirada con él—. Está bien —rezongó—. ¿Qué hacías esta noche merodeando detrás de Jake Winroy?
—Yo no merodeaba por ninguna parte. Estaba dando un paseo.
—¿Sales siempre a dar un paseo a esas horas de la noche?
—No siempre. A menudo. Es una hora de poco trabajo para mí.
—¿Por qué estabas paseando en dirección a la casa de los Winroy y no hacia otra parte?
—Voy en traje de faena. Naturalmente, no me iba a ir de paseo por el centro.
—He recibido una confidencia sobre ti. Y lo dice todo. Todo lo que te proponías… hacer.
—¿Y qué me proponía hacer? —le pregunté.
—Lo sabes muy bien. ¡Matar a Jake Winroy!
—¿Matarle? —dije—. Cómo, yo no traté de matarle, sheriff.
—¡Lo habrías hecho! Si ese condenado borracho no…
El doctor Dodson lanzó otro bufido.
—¡Confidencias anónimas! ¿Y qué más?
—Estaba allí, ¿no? —El sheriff se volvió de pronto hacía él—. ¿Cómo me llegó esa confidencia si…?