—Mr. Bigelow, no… no puede imaginarse cuánto me alegro de que haya venido usted a Peardale. Mi único pesar es que no nos hayamos conocido… que las circunstancias de nuestra amistad no hayan podido ser…
Se interrumpió, sonándose la nariz, y seguimos andando el trecho de una manzana sin que volviera a hablar.
—Bien, debemos dejar las cosas como están, ¿eh? Miremos el lado brillante. Usted es laborioso, fuerte y tiene voluntad, y ahora está haciendo cuanto puede hacerse para redondear su educación. Un poderoso triunvirato mi… Mr. Bigelow, aunque imperfecto y oscuro. Comparado con alguien como la pobre Ruth, cuyos únicos valores son virtualmente la ambición y la rapidez mental…, y con el hándicap de que tales valores sean en verdad dudosos, la situación de usted resulta más que ventajosa.
—No me quejo —objeté—. Usted dijo que Ruth era muy inteligente.
—Brillante. Dista mucho de ser astuta, por supuesto, pero con una inteligencia excepcionalmente aguda. Una alumna de honor en el colegio. Por cierto, allí está muy bien considerada. Si encontrara usted alguna dificultad con el currículum, estoy seguro de que ella se alegraría de…
—No quisiera molestarla —dije—. Se turba con mucha facilidad. Por descontado que tampoco quiero importunarle a usted, pero si encontrase dificultades más bien le consultaría a usted. A su lado me siento…, bueno, más a gusto.
—¡Ejem! —Tragó saliva, como un cachorro que se estuviera ahogando—. ¡Espléndido…, es decir, excelente! Es un placer, Mr. Bigelow.
Nos separamos cerca del centro de la población. Él se dirigió hacia la fábrica de pan y yo compré mis artículos escolares, echando un vistazo rápido al pasar por delante de la barbería de Jake. Era un antro de dos sillas, pero la primera tenía puesto un trapo por encima. Jake estaba dormitando en la del fondo, con la cabeza reclinada sobre el pecho.
Cuando terminé de hacer mis compras me metí en un drugstore a tomar café. Al salir me tropecé con el sheriff Summers.
—¿Qué tal va eso, hijo? —Se apartó un poco de mí—. Creí que estaría en la escuela.
—He pasado allí la mayor parte del día —dije—. Me acompañó Mr. Kendall, para que entrara con buen pie, y, entre matricularme y saludar a sus muchos amigos, he estado allí todo el tiempo.
—Bien, bien. Conque le acompañó Kendall, ¿eh? Creía que necesitaría que viniera un circo de tres pistas para hacerle salir de esa panadería.
—Allí me dirijo ahora —le anuncié—. Acabo de recoger algunas cosas que necesito para el colegio.
—Estupendo. Buen muchacho. —Me dio una palmadita en la espalda—. Ah, pensaba verme con usted. Bessie decía…, bueno, que si podría usted venir a comer con nosotros el domingo.
—Verá —dudé—. Yo… sheriff, si me asegura que no es una molestia para ustedes…
—Nada de eso —dijo, jovialmente—. No me haga reír. ¿Qué le parece si nos encontramos en la iglesia y desde allí nos fuéramos a comer?
Le dije que sería estupendo.
—Pues celebrémoslo. Hijo, me alegro infinito de que todo marche bien…, después de aquel maldito comienzo. Conserve ese buen empleo que tiene, ¿eh?
—Gracias —dije—. Eso es lo que intento, sheriff.
En mi camino hacia la fábrica de pan, volví a pasar por delante de la barbería de Jake. Y allí estaba él, plantado delante del espejo, mirándome.
Tuve la sensación de que me estuvo observando hasta perderme de vista.
Al llegar a la fábrica puse los libros en mi taquilla y me cambié de ropa. Subí las escaleras silbando, sintiéndome todo lo feliz que podía sentirse un tipo como yo. Era consciente de que tenía mucho de que preocuparme y que no eran momentos para hacerme el engreído y el despreocupado. Pero de la forma en que hoy me habían ido las cosas, las facilidades encontradas en el colegio, el afecto que me había demostrado el sheriff…, todo ello, no eran motivos para que me inquietase demasiado.
Kendall me vio tan pronto como entré en la gran nave, aunque ahora estaba muy atareado.
—Venga, Mr. Bigelow —me instó, guiándome hasta el almacén—. Le pondré en marcha y luego tendré que dejarle solo.
Entramos en el almacén principal y me entregó las tablas para las cochuras. Había catorce en total; eran unas cartulinas de forma oblonga, un poco más anchas que un paquete de cigarrillos y tres veces su longitud. Cada una llevaba una lista con la cantidad y clase de ingredientes para las distintas cochuras de masa: pan, bizcochos, pasteles, donuts, etcétera.
—Léalas todas. ¿De acuerdo, Mr. Bigelow? Todo está muy claro. Déjeme verle preparar los bizcochos sobre esa mezcla de trigo de pan candeal.
Seleccioné la cartulina correspondiente y me guardé las demás en el bolsillo. Consulté la lista de ingredientes y empecé a andar hacia el subalmacén. Entonces, al acordarme, me detuve y cogí un cubo.
—Está bien —sonrió enérgicamente—. La harina está allí, sólo para que usted lo sepa. Ellos se encargarán de sacarla. Es un trabajo muy duro mover los sacos. Lo único que le interesa a usted es el bizcocho. El azúcar, primero, no lo olvide. Luego…
No se me olvidó.
Saqué azúcar de un barril y lo pesé en la balanza. Lo deposité dentro de un balde, y pesé la sal y la leche en polvo. Limpié bien la balanza, espolvoreé por encima un poco del compuesto de yeso de París y lo guardé dentro de una bolsa de plástico. Metí la bolsa dentro del cubo, recostándola contra uno de sus lados. A continuación metí el cubo en la cámara frigorífica.
Había sudado un poco haciendo aquello, pero se me fue el sudor nada más entrar. Él seguía observándome, manteniendo la puerta abierta.
Dentro de la cámara frigorífica había otro juego de balanzas. Pesé la manteca y la eché en el cubo con lo demás. Hice con el puño un hoyo en la manteca, medí una pinta de jarabe de malta, lo deposité en el hoyo y me llevé fuera el cubo. Kendall cerró la cámara de un portazo, asintiendo con aprobación.
—Muy bien, Mr. Bigelow. Deje la cartulina de la masa, ahí, y habrá terminado… Y en cuanto a la puerta, no debe descuidarse con ella. Cuando entre, sea precavido con el pestillo. O mejor será bloquearlo ligeramente para que no se cierre. Para ello podría usted valerse de una de esas raederas de barril.
—De acuerdo, tendré cuidado —dije.
—Hágalo, se lo ruego. Estará aquí solo la mayor parte del tiempo. Se pasaría varias horas encerrado antes de que fuera descubierto, y de nada serviría que le descubrieran aun llevando encerrado un breve espacio de tiempo. Así… Oh, claro. Hablando de puertas…
Me hizo una seña y yo le seguí hasta el subalmacén. Después de mostrarme la puerta de la calle —la puerta que me había insinuado que podía usar como entrada particular—, sacó un manojo de llaves.
—Mandé sacar una copia para usted. —Sacó una llave del manojo—. A través de esta puerta recibimos harina y otros artículos, de modo que, independientemente de que… Sin duda alguna, la encontrará usted de utilidad. Ahora veamos cómo funciona y…
Al parecer, la llave no se ajustaba demasiado bien. Kendall se vio obligado a probar varias veces con ella y accionar el pomo de la puerta hasta que ésta acabó abriéndose.
—Bueno —frunció el rostro—, supongo que por el momento tendremos que arreglarnos así. Tal vez con el uso…
Se detuvo en seco, con aspecto de repugnancia en la boca. Extendí la vista a través de la calle, hacia donde miraba él fijamente, y descubrí a Jake Winroy que se apresuraba a bajar la cabeza rápidamente y aceleraba aquel paso suyo, largo y desgarbado.
Desapareció de nuestro campo visual.
Kendall dio un portazo, manipuló en el pomo, probándolo, y me entregó la llave.
—No sé de nadie —dijo meneando la cabeza—, no sé de nadie a quien yo haya detestado tanto en toda mi vida. Pero no desperdiciemos con él nuestro valioso tiempo, ¿verdad? ¿Alguna pregunta? ¿Hay algo que no haya quedado claro? Si no, volveré a la planta.
Le dije que creía haberlo comprendido todo, y se fue.
Yo volví al almacén principal.
Puse en fila los cubos del bizcocho, medí y eché dentro de cada uno los ingredientes secos y los metí en la cámara frigorífica. Medí y deposité en ellos la malta y la manteca, introduje en cada uno las cartulinas de la cochura y los dejé a la entrada de la sala de cocción.
Regresé al almacén, estudiando las tablillas para los donuts dulces.
Me encontraba casi sin aliento. Aunque no tenía necesidad de ello, había hecho trabajar mi cabeza a marchas forzadas. No aquí, sino dentro de la cámara frigorífica.
Encendí un cigarrillo y me dije que valía más que me lo tomara con calma. No duraría mucho, si seguía trabajando de aquella manera. Bueno, hacía mucho tiempo que me había impuesto una cuota de trabajo duro y firme en mi vida.
Por otra parte, sería fácil echar a perder las cosas si trabajaba con excesiva rapidez. Todavía no conocía bien mi trabajo. Manejando todos aquellos ingredientes y medidas, hasta un individuo que no fuese demasiado indolente podía poner más de la cuenta de una cosa y menos de otra. Y no habría forma de saber dónde estaba el error hasta que saliera la cochura de los hornos… tal vez tan dura como una piedra o tan correosa como la suela de un zapato.
Miré a la cámara frigorífica y sentí un pequeño escalofrío. ¿De manera que hacía frío dentro? ¿Sería malo para mí? No tenía por qué quedarme dentro, como había hecho con la pasta de los bizcochos, absorto en la faena todo el tiempo. Podía estar dentro, digamos, cinco minutos, salir y volver a entrar en ella para estar otros cinco. ¿Por qué permanecer dentro, helándome el trasero, queriendo hacerlo todo a la vez?
Yo sabía el porqué, y me obligué a admitirlo. Porque me horrorizaba aquel maldito lugar y quería pasar por él lo más rápidamente posible. Era un sitio condenadamente silencioso. Oías un ruido, con una especie de sobresalto, y luego te dabas cuenta de que lo que acababas de oír era que habías tragado saliva o que te acababa de crujir un músculo.
Tenía una puerta tan recia y pesada, que sufrías la sensación de estar encerrado dentro, aunque no lo estuvieras. Y no dejabas de mirar a la raedera a ver si estaba todavía en su sitio. Y dentro todo parecía estar ensebado y húmedo —todo parecía igual de sombrío—, y nunca estabas seguro aunque mirases dos o tres veces.
Si hubiera podido dejarme la puerta abierta de par en par…, pero no podía hacer eso. Kendall me había recomendado no dejar la puerta abierta más de lo necesario. Sería un desastre de cámara frigorífica si hiciera eso muchas veces.
Tosí. Me ahogaba la tos. Tenía la certeza de que el bacilo no estaba activo otra vez, pero me alegraba no haber tenido que presentar un certificado médico.
Dejé caer la colilla del cigarrillo, la pisé y me puse a examinar las cartulinas para la masa dulce. Eran más complicadas que las otras; las mezclas de bizcocho y la harina refinada especial debían ser pesadas con los otros ingredientes. A diferencia de la tablilla del pan, en estas otras no aparecía marcado lo que necesitaban.
Si me empleaba a fondo con este material —y lo hiciera condenadamente bien— era probable que no acabara ni mucho menos a su debido tiempo.
Me saqué la raedera del bolsillo, abrí la puerta de la cámara frigorífica y entré en ella. Para evitar que se cerrara totalmente la puerta, puse la raedera de tranco contra la jamba. Luego di la espalda a aquella maldita cosa y me entregué a la faena.
Había ocho masas en total. Decidí hacer dos y salir de la cámara a preparar los ingredientes secos para ellas. Luego volví a hacer lo mismo con otras dos, y así sucesivamente hasta haberlas terminado. Además, si no me gustaba estar aquí dentro, ya sabía yo lo que tenía que hacer al respecto. Existía una buena forma de ahorrar tiempo: mandar a paseo el miedo y dejar de mirar a la puerta cada diez segundos.
Me puse manos a la obra. Deposité dos perolas sobre la mesa de trabajo, recosté las tablillas de la masa sobre ellas y empecé a pesar ingredientes y a echarlos dentro. Y aunque me seguía acompañando el miedo, yo no cedía ante él. No miré ni una sola vez a la puerta.
La jornada transcurrió rápidamente. No lo parecía, pero, a juzgar por mi reloj, así era. Terminé las dos primeras masas —la parte húmeda de ellas—, las saqué para ponerlas a secar y volví a entrar.
Hice dos y dos más, y empecé a preparar la cuarta pareja, que era la última que me quedaba por hacer.
Cuando las terminé, me pareció, de alguna manera, que había invertido más tiempo que con las otras. Tenía la sensación de que no se acababan nunca. Finalmente, sin embargo, estuvieron listas, e introduje las tablillas de las masas por las hendeduras que había al extremo de las perolas.
Entonces las levanté, me di media vuelta y empujé la puerta. Lo hice muy flojamente al principio. Flojo porque no podía obligarme a hacer fuerza. Lo más que hice fue apoyarme contra la puerta, pues si me empleaba más a fondo, si empujaba con fuerza y
no se abría
…
Puse un poco más de brío en ello, sólo un poco más. Luego un poco más… y un poco más.
Y de repente ya no empujé, ni fuerte ni de otro modo. Lo que hice fue lanzarme contra la puerta, poniendo en ello toda mi alma. Y no sé cómo diablos ocurrió, que yo seguía agarrado a aquellas masas y ellas se derramaron por el suelo y sobre mí. Y yo me lancé contra la puerta, como si me propusiera traspasarla con mi cuerpo. Y reboté, resbalé y me caí, dándome un soberbio golpe de barriga contra el suelo.
Me quedé sin aire, como un globo pinchado. Abrí la boca y di arcadas, pero no me salió nada. Seguí tendido en el suelo, retorciéndome, apretándome la cabeza con ambas manos, tratando de ahuyentar mi dolor. Y al cabo de un rato pude respirar de nuevo, y enfocar mi visión.
Miré hacia la puerta. Seguía herméticamente cerrada.
La raedera no estaba allí ni había resbalado hacia dentro. Alguien la había quitado.
Me puse a reír y, agarrándome a la mesa, me levanté. Reí repetidas veces, sacudiéndome la suciedad de mis ropas. Percibí su textura pegajosa y rígida contra mis dedos.
De cualquier manera, ¿qué sentido tenía aquello? ¿Cómo diablos iba yo a ganar? Me encontraba en el rumbo correcto, valiéndome de todos los ángulos, haciendo las cosas el doble de bien de lo que me había creído capaz de hacer y obteniendo algunos éxitos. Todo iba bien y yo era un muchacho brillante y duro.
Y un borracho estúpido, sin tripas suficientes para las cuerdas de un ukelele, podía presentarse y crearme dificultades.