—Maldito el bien que le está haciendo el que tú te quedes.
—¿Sí? —rió ella con voz ronca, mirándome de reojo—. ¿Cómo puedes creer una cosa semejante?
Dejé que la charla fuera derivando por otros derroteros —como, por ejemplo, qué tipejo tan curioso era Kendall y quién diablos pudo seducir a Ruthie—, y, al cabo de un rato, hice que derivase de nuevo hacia Jake.
—Los ingresos de esta pensión no ascienden a mucho —dije—, y no creo que haga mucha pasta con su barbería. ¿Cómo podéis salir adelante?
—¿A esto le llamas salir adelante?
—Se necesita pasta. Sobre todo, con Jake empinando tanto la botella.
—Bueno, él tiene su negocio, Carl. A mí —soltó una carcajada y se puso la mano delante de la boca— me daría miedo que me cortara la cabellera. Pero todos le conocen y conocieron a su gente, y él va haciendo negocio. Los viernes y los sábados, ¿sabes?, cuando las demás barberías están ocupadas. Generalmente también trabaja por la noche, cuando las otras barberías están cerradas.
Un día —un viernes creo que fue, cuando me subió el almuerzo— le pregunté si Jake había mencionado alguna vez volver a la cárcel.
Ella negó firmemente con la cabeza.
—¿Para diez años? No pudo sufrirlo cuando sabía que merecía la pena estar allí, cuando sabía que le iban a tratar bien el día que saliera. Ellos ya no andarían jugando con él, ¿verdad, Carl? ¿Aunque él quisiera? Se limitaría a cumplir su tiempo y ellos se harían con él cuando todo hubiera terminado, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Si ellos no lograban hacerse con él dentro de la cárcel… De cualquier manera, ¿por qué diablos lo hizo, Fay? Sé que los polis le convencieron de que iban a protegerle y de que nadie se iba a atrever a tocarle porque ello no les reportaría ningún bien, pero…
—¡Y de qué manera! Aborrezco perder el dinero de la recompensa, pero no creo que… No parecía que nadie fuera a pensar que…
—Jake debió suponer lo que ocurriría. Qué demonios, fíjate cómo empezó a resbalar. Al dar con sus huesos en chirona se dejó llevar. Fíjate cómo se puso nada más verme.
—Sí. Bueno… —Volvió a menear la cabeza—. ¿Por qué no hacemos alguna cosa? En la cárcel se estaba volviendo tarumba. Se consideraba como el chivo expiatorio para el resto de la gente, y el dinero que estaba recibiendo no le hacía ningún bien. Así…
Éstas venían a ser las dimensiones del asunto. Yo lo sabía. Me habían puesto al corriente de las fases del trato, de todo lo que sucedió y por qué y cómo había sucedido.
Pero, de cualquier manera, yo quería que me lo contara ella.
—¿Por qué no se puso bajo custodia y permaneció en chirona hasta después de que el juicio hubiera terminado?
—¿Que por qué? —Me miró ceñuda, perpleja.
—Eso es lo que dije. Si está tan convencido de que yo…, de que alguien quiere cargársele para evitar que hable, ¿por qué…?
—Pero, querido, ¿de qué serviría eso? Le tendrían después.
—Sí, claro —dije—. Así sería, sin duda.
Su cara de enfado se acentuó un poco más.
—Querido…, no te estarás poniendo nervioso, ¿verdad?
—¿A causa de él? —Forcé una risa—. Ni lo pienses. Él está dentro del saco y yo me hallo resuelto a coser la boca.
—Entonces, ¿por qué continúas…?
—Sólo por hablar de algo —dije—. No pienses en ello, nena. Lo tengo todo resuelto.
—¿Cómo? Cuéntamelo, Carl.
Yo no tenía intenciones de decírselo tan pronto. La manera más segura sería mantenerlo en silencio hasta el último minuto. Pero, bueno, yo la había inquietado un poco con mis preguntas, y me parecía mejor demostrarle que me encontraba en el buen camino, antes de que se preocupara aún más.
—He aquí el asunto —le dije—. Elegiremos la noche de un fin de semana en que Ruth se haya marchado con los suyos y…
Fay convencería a Jake para que se reunieran temprano en el centro de la población, procurando que él no bebiera mucho. Después volvería ella a casa, dejándole sobrio e intrigado para que estuviese en condiciones de recibir lo que ella había prometido darle.
—Házselo creer —dije—. Házselo saborear por anticipado. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Lo sé. Continúa, Carl.
—De acuerdo. Te vas a casa. Él te da unos minutos y luego te sigue. Yo estaré vigilando en la puerta de la fábrica de pan y le seguiré. Le alcanzo en las escaleras de la entrada, le doy un golpe en el cuello y le derribo de cabeza. Me largo otra vez a la fábrica y tú le descubres. Tú le has oído tropezar, ¿entiendes?, como tropieza siempre en esos escalones. Eso es todo.
—¿Cómo podrás…, en su cuello…?
—Es fácil. No tienes que preocuparte por ello.
—Bueno, pero… ¡lo pones tan fácil!
—¿Lo prefieres difícil?
—No, claro. —Su ceño desapareció y se puso a reír—. Carl, ¿cuándo lo haremos?
—Ya te lo haré saber. Todavía faltan semanas.
—¡Qué bárbaro! —exclamó ella, sorprendida—. ¡Imagíname pensando que podías empezar a sentir mied…, alguna preocupación!
—¿Estás bromeando? —dije.
—¡Qué bárbaro! —volvió a exclamar—. ¡Eres un duro y pequeño bastardo!
…Kendall entraba a verme por lo menos dos veces al día. Se movía a mi alrededor como si yo fuera un niño de dos años, tocándome la frente y preguntándome si no quería esto, aquello o lo de más allá, e incluso reprendiéndome porque fumaba mucho y porque no cuidaba bastante de mí mismo.
—Tiene que cuidarse, Mr. Bigelow. Depende mucho de ello —me diría.
Y yo le contestaba:
—Sí, Mr. Kendall. Lo comprendo.
Parecía ser que, en un momento u otro, algunos individuos se habían quedado encerrados en la cámara frigorífica, y él daba por sentado que a mí me había ocurrido lo mismo. También dio por sentado que yo había abierto la puerta falsa de la fábrica por algún motivo, y dejé la llave sin echar.
Y yo, naturalmente, no le corregí. No le quise recordar que él también lo hizo cuando estuvo probando la llave nueva.
Kendall se las arreglaba generalmente para estar por allí cuando venía el doctor a visitarme, pero ninguno de ellos dos hablaría gran cosa después de las dos primeras visitas. Kendall no sentía ganas de que le dijera que me encontraba en mal estado, y Dodson no parecía ser un hombre que se mordiera la lengua. Así pues, a partir de las dos primeras visitas, cuando Kendall discutía con él y le llamaba pesimista, el doctor adoptaría un tono capotudo callándose como un muerto. Lo único que salía de su boca era que, con el tiempo, me pondría bien…
pero
.
—Pero… —decía, y con eso terminaba.
Y a Kendall se le sofocó el rostro y se tornó enojadizo, casi fulminándole con la mirada, hasta que salió de mi habitación.
—Es un pesimista —dijo, malhumorado—. Siempre ve el lado negro de las cosas… Usted se siente mejor, ¿verdad, Mr. Bigelow?
—Sí, sí. Me siento bien, Mr. Kendall —dije.
La noche del jueves me preguntó por decimosegunda vez si me encontraba mejor y si estaba seguro de poder levantarme al día siguiente. Después de esto estuvo callado un buen rato. Y cuando volvió a tomar la palabra fue para hablarme acerca de la pequeña cabaña que tenía en el Canadá.
—Podría ser la cosa ideal para usted, Mr. Bigelow. Es decir, en el supuesto de que empeorase su salud y usted no fuera capaz de… eee… de seguir aquí con sus planes.
—Me encuentro bien —dije—. Podré llevar mis planes adelante, Mr. Kendall.
—Estoy seguro de ello. Sería realmente trágico si no pudiera. Pero en caso de que… Aquello resultaría ideal para usted, Mr. Bigelow. Podría llevarse mi coche. El vivir allí le sería muy barato. Supongo que tendrá algunos ahorros, pero yo me sentiría muy dichoso de poder ayudar…
—Me queda bastante de lo que gané en la gasolinera —dije—. Es usted extremadamente bueno ofreciéndome…
—Nada de eso. Me resulta muy grata cualquier ayuda que pueda ofrecerle… ¿Qué opina usted sobre ello, Mr. Bigelow, como solución más o menos agradable ante una desagradable eventualidad? Allí dispondría usted de tranquilidad absoluta, de condiciones óptimas para descansar y estudiar. La población más cercana está a sesenta y cinco kilómetros, accesible por coche pero lo bastante apartada para asegurarle la intimidad. ¿Qué le parece, de todos modos?
Me parecía fantástico. Jamás había oído yo hablar de un sitio más apropiado para liquidar a un individuo…, como yo iba a ser liquidado si fallaba en el trabajo.
—Me parece estupendo —dije—. Pero no creo que vaya a ir. Me encuentro bien aquí, asistiendo al colegio y haciendo todo lo que tenía planeado.
—Sí, por supuesto —asintió, y se puso de pie para marcharse—. Es cuestión de pensárselo.
Lo pensé.
Cuando logré dormirme era casi la una de la madrugada.
El día siguiente, es decir, el día siguiente a esa noche, era viernes. Yo me encontraba todavía débil y decaído, pero era consciente de que no debía continuar en la cama. Fay comenzaría otra vez con sus inquietudes. Kendall empezaría a preguntar si iba a ser capaz de seguir adelante o no. Y si él abrigara dudas, no pasaría mucho tiempo sin que las tuviera el Jefe.
Me levanté temprano; de ahí que pudiera tomarme mi tiempo para vestirme y desayunar con Kendall. Salí de la casa al mismo tiempo que él y me dirigí al colegio.
Aquella primera mañana —la mañana del lunes— no presté ninguna atención a los otros alumnos. Por descontado que ya los había visto; algunos de ellos nos adelantaban a nosotros, o nosotros los adelantábamos a ellos constantemente camino del colegio. Pero no me impresionaron. Lo que quiero decir es que no fui importunado por ninguno de ellos. Kendall había sido tan liberal y sencillo, que yo me contagié de su naturalidad.
Esta mañana era diferente. Me sentía igual que un memo.
Había una afluencia regular de estudiantes en dirección al colegio y yo iba en el centro de ella. Pero, en cierto modo, no formaba parte de la misma. Iba siempre aislado, con los otros detrás o delante de mí, dándose entre ellos con el codo cuando creían que yo no me daba cuenta, entre risas, susurros y comentarios acerca de mis ropas, acerca de mi aspecto…, acerca de todo. Porque nada de lo que tenía mi persona era correcto…
Asistí a mi primera clase y el profesor se comportaba como si no me hubiera visto nunca. Quería saber si yo estaba seguro de no haberme equivocado de clase y por qué me había incorporado al colegio con el curso tan avanzado. Y era uno de esos bobos que te están haciendo preguntas y no escuchan tus contestaciones. Y yo tuve que explicarlo repetidas veces, mientras los otros se reían y me contemplaban desde sus pupitres.
Finalmente el profesor caería en la cuenta, recordando que me había presentado Kendall, y le faltó poco para que se disculpara por ser tan olvidadizo. Pero las cosas no estaban todavía en orden. Yo había estado ausente durante tres días y fue preciso que fuera a que el decano me diera el visto bueno para que pudiera ser admitido en las clases.
Obtuve el visto bueno —un deslizamiento, creo que lo llamaban— y volví a la clase unos treinta segundos antes de que se acabara. Cuando me estaba sentando sonó la campana.
Todos hicieron un alboroto de mil diablos. Cualquiera diría que era la cosa más divertida que había sucedido.
Hubo una clase en la que tuve que cambiarme de sitio una docena de veces antes de ocupar un asiento que no perteneciera a nadie. Nada más sentarme aparecía algún bobo que había seguido mis pasos y decía que ese asiento era suyo. En efecto, creo que se estaban chanceando de mí, tratando de hacerme pasar por más despistado de lo que yo me sentía. Pero lo único que pude hacer fue estar moviéndome de un sitio a otro, hasta que el profesor se percató de ello y me asignó un pupitre.
La tercera clase, precisamente la anterior al almuerzo, fue la peor de todas. Era de literatura inglesa y los alumnos se turnaban, leyendo algunos párrafos en voz alta. Al llegar mi turno y tener que mirar al mismo tiempo hacia abajo para leer, la dentadura me resbalaba un poco y me salían las palabras como si las pronunciara un niño pequeño. Cada vez se dejaban oír más fuerte las risitas disimuladas, hasta que el profesor acabó diciéndome que me sentara.
—Muy gracioso, Bigelow —dijo, lanzándome una mirada tan glacial que hubiera helado un huerto—. ¿Conoce Mr. Kendall sus excelentes dotes de imitador?
Yo me encogí de hombros con una risita afectada. ¿Qué demonios podía hacer o decir? El profesor frunció el entrecejo y señaló a otro alumno para que continuara leyendo. A los pocos momentos —aunque a mí no me parecieron nada cortos— sonó la campana del mediodía.
Al salir me detuve delante de su mesa y le expliqué lo de mi dentadura. Se mostró muy comprensivo al respecto, dijo que lamentaba no haberse dado cuenta de ello y cosas por el estilo. Así quedaron arregladas las cosas; no se quejaría de mí ante Kendall. Pero…
Cuando caminaba a lo largo del corredor que conducía a la salida del edificio, todo el mundo parecía estar riéndose y hablando de mí. En parte, por supuesto, eran figuraciones mías, pero no del todo. Se trataba de un colegio pequeño donde los estudiantes estaban ávidos de diversión, y las noticias se transmitían de prisa.
Dirigí mis pasos hacia casa, preguntándome por qué diablos me molestaba en ir, sabiendo que no sería capaz de probar bocado. Procuré ir por calles solitarias, esquivando a la gente cuando me era posible y maldiciéndome por hacerlo.
Ella surgió de pronto en una calleja cuando yo me disponía a cruzarla. Ahora que lo pienso, yo diría que me estaba esperando.
—Oh, hola, Ruth —dije, y reanudé la marcha.
—C-Carl. Espera un minuto —dijo.
—¿Sí? —contesté, y me detuve, esperándola.
—Sé que estás furioso conmigo por algo, pero…
—¿Furioso? —dije—. Ni siquiera sé si existes.
—Sí —agregó—. Eso también lo sé. No quiero hablar contigo sobre ese tema. De lo que quiero hablarte es acerca de…, del colegio. No hagas caso de la manera que se comportan. Sigue adelante, y al cabo de poco te habrás acostumbrado a ello.
Ella sonreía, trataba de sonreír. Agachó la cabeza y giró sobre su muleta.
Yo sabía que no debería dejar que se fuera de aquella forma, rompiendo tan crudamente con ella. Pero no tenía valor para hacerlo. Me puse delante de ella.
—Ya sé que existes, Ruthie —dije—. Lo sé muy bien.
—N-no… Quiero decir que está bien así, Carl. Creo…, creo que debo…
—He estado tratando de romper contigo. Yo no soy bueno para ti. No soy bueno, y punto. Pero…