Puesto que Jake no durmió allí la noche antes, había muy poco que arreglar. Nada, para ser más exacto. Pero entré en ella y le eché un vistazo, no sin antes ponerme los guantes.
Dentro de la cómoda había una botella medio vacía de tres cuartos de litro de oporto. Para seis tragos en total. Sobre la cómoda vi una cajita blanca de medicamentos. La moví un poco con la punta del dedo. Examiné la etiqueta:
Amital 5 gr.
NO MÁS DE UNO DURANTE SEIS HORAS
.
Amital de cinco gramos. Barbitúricos. Sustancias engañosas. Se toma uno una píldora y se olvida de que se la ha tomado. Y entonces tiene que tomar más… Unas cuantas píldoras de ésas con aquel vino barato, ¿y qué pasa…?
Nada. Nada lo bastante bueno. Con poco que bebiera, se le desataría mucho la lengua. Podría decir muchas cosas, revelarlo todo.
No, no era nada bueno, pero la idea básica era saludable. Debía de ser algo así, algo que, lógicamente, podía sucederle a causa de lo que él era.
En el cajón del fondo había una «Cuarenta y cinco» con el cañón recortado.
La miré detenidamente, moviéndola con la punta de los dedos, y vi que estaba limpia y cargada. Cerré la cómoda y salí de la habitación.
Con esta arma no era preciso afinar la puntería para disparar a corta distancia. Bastaba con apretar el gatillo y dejar que vomitara su carga. ¿Y si por casualidad la estabas limpiando y…?
Ajá. Era demasiado evidente. Cuando un hombre muere con algo que está hecho para matar… Bueno, creo que ya me entienden. La gente concibe ideas incluso cuando no hay de dónde sacarlas.
El cuarto de Mrs. Winroy estaba como si hubiera sido azotado por un ciclón. Parecía como si se hubiera propuesto conocer hasta dónde llegaba su capacidad de desorden. Realicé en él un trabajo particularmente bueno y me fui a la habitación de Mr. Kendall.
Allí estaba todo como era de esperar. Todas las ropas aparecían colgadas en sus perchas. Las estanterías de libros estaban colocadas en un lado del cuarto, a la misma distancia unas debajo de otras. Lo único fuera de su sitio era un libro que reposaba sobre el brazo de un sillón.
Cuando acabé el escaso trabajo que precisaba hacerse allí, cogí el libro y vi que se titulaba
Mr. Blettsworthy en la isla Rampole
, de H. G. Wells. Leí unos cuantos párrafos por donde había quedado abierto. Se trataba de un hombre que había sido capturado por un grupo de salvajes y lo tenían prisionero en una especie de cañón. Y estaba preocupado por si llegaría a ser tan miserable como ellos, aunque le preocupaba más otra cosa: seguir vivo. Como acabo de decir, solamente leí esos pocos párrafos, pero me bastó para saber en qué terminaría todo. Cuando llegó la hora de escoger entre ser bueno y morir o miserable y continuar con vida, el hombre se ocuparía denodadamente en ser un canalla.
Crucé el pasillo hacia mi propia habitación. Cuando estaba terminando de arreglarla oí a Ruth que subía la escalera.
Primero fue mirando dentro de las otras habitaciones, supongo que para asegurarse de que las había arreglado correctamente.
Le pregunté cómo se encontraba y dijo:
—Ya estoy bien. Carl, no sabría decirte cuánto…
—¿Entonces, para qué intentarlo? —le sonreí—. Vamos, te ayudaré a bajar la escalera. Quiero que descanses un poco antes de que aparezca Mrs. Winroy.
—Pero si ya estoy bien; no necesito…
—Yo no opino lo mismo —le dije—. Todavía te veo algo temblorosa.
Le ayudé a bajar la escalera, haciendo que apoyara en mí casi todo su cuerpo. La obligué a tenderse en su cama y me senté al borde de la misma. Ya no había nada más que yo pudiera hacer por ella, ni se me ocurría qué decirle. Pero ella continuaba echada mirándome, como si esperase algo más. Y cuando empecé a levantarme, puso su mano sobre la mía.
—Creo que será mejor que me largue —le dije—. Quiero prevenir a Mr. Kendall para que no diga nada de lo de su almuerzo.
—C-Carl. ¿Piensas…?
—¿Qué sabes sobre él, de todos modos? —pregunté—. ¿Cuánto tiempo lleva alojado aquí?
—Bueno… —dudó un instante—, no mucho. No empezaron a coger huéspedes hasta el pasado otoño.
—¿Y se vino en seguida?
—Bueno, sí. Verás, me parece que fue él quien les sugirió poner casa de huéspedes. ¿Sabes?, aquí, en un pueblo de colegio, no se pueden tener chicas y chicos… y hombres viviendo en el mismo sitio. Me parece que como en el sitio donde él vivía no había más que muchachos y eran bastante alborotadores…
—Comprendo. Los Winroy tenían sitio de sobra y él les pidió que le tomaran de huésped. Y desde el momento que tuvieron uno, decidieron acoger a otros.
—Ajá. Sólo que no se quedaría aquí ninguno más. Me parece que Mr. Kendall sabía que esto no iba a estar nunca muy lleno de gente.
—Sí, eso mismo pienso yo —le dije—. Bueno, creo que bajaré a verle y…
—Carl. —Su mano se apretó más a la mía—. En cuanto a lo de anoche… No me pesa, Carl.
—Está bien —dije, tratando de mostrarme frío y blando al mismo tiempo—. Me alegro de que no te pese, Ruth, y no tienes que preocuparte por nada. Y ahora dejemos esto, ¿eh? Portémonos como si no hubiera sucedido.
—P-pero, yo pensé que…
—Es mejor así, Ruth. Mrs. Winroy podría pescarnos. Se me ocurre que a ella no le gustaría.
—P-pero anoche no nos pescó. Si t-tuviéramos cuidado y…
Se puso roja como la grana; era incapaz de mirarme de frente.
—Escucha —le dije—. Todo esto no te aportará nada, chiquilla; nada más que complicaciones. Antes de todo esto no tenías problemas, ¿verdad? Bien, entonces…
—Dime algo, Carl. ¿Es a causa de mi… de que esté yo como estoy?
—Ya te lo he explicado —dije—. Es un asunto condenadamente malo. Yo no he conseguido ninguna cosa. No sé cuánto tiempo voy a estar aquí. Tú no vas a ganar nada, ¿entiendes lo que te digo? Lo que necesitas es empezar a salir con algún muchacho de este pueblo; algún chico decente con el que te cases algún día y te dé la clase de vida que te mereces.
Se mordió los labios e hizo girar su cabeza sobre la almohada hasta quedarse mirando fijamente a la pared.
—Sí —dijo con lentitud—. Supongo que es eso lo que debería hacer. Echarme novio. Casarme. Gracias.
—Mira —le dije—. Lo único que trato de hacer es…
—La culpa es mía, Carl. Al lado de ti me sentía distinta. Yo parecía gustarte, y tú parecías no darte cuenta de lo mucho…, de nada. Y yo creo que era porque tú… No quiero echarte a ti las culpas, pero…
—Lo sé —dije—. Yo sentía lo mismo.
—Y —parecía no haberme oído— tratabas de agradarme, ¿verdad?
—Ruth —dije.
—Está bien, Carl. Gracias por todo. Ahora harías mejor en irte.
Naturalmente, no me fui. Después de aquello no podía dejarla así. Me tendí sobre la cama, tirando de ella para que me mirase y sujetándola cuando intentaba retirarse de mí. Y al cabo de un rato cedió; me cogía con el doble de fuerza que yo a ella.
—¡No te vayas, Carl! ¡Prométeme que no te irás! No tengo a nadie más, y si tú te fueras, yo…
—No me iré —le dije—. Al menos por mucho tiempo. Voy a quedarme aquí, Ruthie.
—D-dime una cosa. —Estaba susurrando, susurrando y temblando, con su cara apretada contra la mía—. ¿Te g-ustaba… yo?
—Es… escucha —dije—. No creo que…
—Por favor, Carl. ¡P-or favor! —dijo, y lentamente fue moviendo su cuerpo debajo del mío. Y sólo había una manera de decirle que todo iba bien.
Todo iba bien. Mejor que bien. No quise bajar la vista hacia aquel piececito de bebé. Y nada pudo ir mejor.
Subimos juntos al cuarto de baño. Luego dejé la casa y me dirigí a la fábrica panificadora.
Era un edificio alargado de ladrillo color piel de ante, enclavado a una manzana y media en la calle que conducía a la zona comercial. Pasé de largo ante las oficinas y me dirigí a un par de individuos que estaban cargando furgonetas de pan.
—¿Mr. Kendall? —Uno de ellos me indicó con la cabeza hacia la puerta lateral—. Probablemente se encuentra en la planta baja. Siga recto y ya le verá.
Entré y seguí andando por un largo pasillo, lleno de anaqueles metálicos de pan y fui a parar a una amplia nave donde estaban trabajando unos cincuenta hombres. Algunos de ellos estaban lanzando sucesivas veces largas trenzas de masa sobre unos ganchos que había en la pared y otros se las llevaban y las extendían en grandes mesas de madera.
Un lado de la nave estaba ocupado por una hilera de hornos de ladrillo, y los individuos que trabajaban delante de ellos iban desnudos hasta la cintura. Abrían las puertas de los hornos de una sacudida y metían dentro unas palas de paleta plana; daba la impresión de que lo hacían sesenta veces por segundo. Estaba mirándolo y pensando que aquella clase de trabajo podría hacerlo yo sin ayuda de nadie, cuando apareció Mr. Kendall detrás de mí.
—Bien —dijo, tocándome el brazo—. ¿Qué opina usted de nosotros, Mr. Bigelow?
—Esto es magnífico —respondí.
—No está completamente modernizado —dijo—. Quiero decir que no está mecanizado hasta igualar a las fábricas panificadoras de una gran ciudad. Pero con la escasa ayuda que recibe no se podría aspirar a tanto.
Yo asentí y dije:
—Mr. Kendall, he venido para explicarle lo de Ruth. Al regresar a casa este mediodía ha sufrido un accidente y…
—¡Un accidente! ¿Está malherida?
—Sólo asustada. Le cedió la muleta bajo su peso y sufrió una caída.
—¡Pobre criatura! No tendrá usted prisa, ¿verdad? Bien, salgamos un momento fuera de este ruido.
Eché a andar tras él por la nave. Era un hombrecillo cortés y vivaracho, cubierto con un mono blanco y tocado con un gorro de marinero del mismo color.
Entramos en una habitación, la tercera parte de grande que la otra, y cerró la puerta de acceso a ella. Se sentó encima de una mesa y me hizo una seña para que le imitara.
—Esto se encuentra limpio, Mr. Bigelow. Aquí no tenemos harina; sólo los artículos más o menos caros. Con todos estos estantes, esto se semeja un poco a un almacén de ultramarinos, ¿no cree?
—Sí —repuse—. Y ahora, hablemos de Ruth. Yo quisiera rogarle a usted…
—No necesita hacerlo, Mr. Bigelow. —Sacó su pipa y se puso a llenarla—. Naturalmente, yo no diré ni una palabra a Mrs. Winroy. Pero le doy las gracias por ponerme al corriente de la situación.
—Perfectamente —dije—. La ayudé a arreglar las habitaciones. Quiero decir…
Dejé la frase sin terminar, maldiciéndome a mí mismo. Yo no quería que supiera nadie que había estado fisgoneando en las habitaciones.
—Humm —asintió con aire distraído—. Me alegro mucho de que haya venido usted, Mr. Bigelow. Como dije al mediodía, no quisiera parecer presuntuoso, pero he estado pensando… ¿No le parece a usted que, en vez de limitarse a esperar noticias del sheriff, sería mejor que empezara a echar raíces aquí? En una palabra, ¿no cree que sería psicológicamente más saludable demostrar que no abriga usted la menor duda en su mente sobre las consecuencias del desafortunado asunto de anoche?
—¿De veras? —dije—. No acabo de entenderle.
—Me estaba refiriendo a… —Hizo una pausa—. Ahora bien, eso…, y quisiera su respuesta inmediata, trae a colación otra cosa de la que yo quería hablarle. Es decir, si usted no piensa que… estoy siendo…
—Digamos que no lo pienso —añadí—. Que usted no está siendo un presuntuoso. Lo que siente es un amigable interés hacia mí y quiere darme un pequeño y paternal consejo.
—Celebro que lo comprenda, Mr. Bigelow. Atacando primero la segunda cuestión, pensaba sugerirle que fuera usted un poco más recatado con el lenguaje que usa. Sé que la mayoría de los jóvenes de hoy emplean una jerga dura y nadie pone objeciones a ello. Pero en su caso…, bueno, ¿lo comprende?
—Lo comprendo. Y agradezco su consejo —dije—. Después de todo, y aparte de lo sucedido, no me haría ningún daño hablar un inglés un poquito mejor.
—Me temo que pongo las cosas más bien difíciles —dijo—. Difíciles o claras, si es que hay alguna diferencia, supongo que estoy tan acostumbrado aquí a dar órdenes a los estudiantes-trabajadores que…
—Claro, claro —añadí—. No tiene que disculparse, Mr. Kendall. Como digo, agradezco su interés.
—Es un interés muy afectuoso, Mr. Bigelow. —Movió tristemente la cabeza—. Toda mi vida he estado cuidando de alguien, y ahora que mis padres ya no existen…, que Dios les tenga en su descanso, y ahora, sin tener que ocuparme sino de mi trabajo y de mis libros, yo… yo…
—Claro, claro —repetí.
Se puso a reír. Era una risita triste y tímida.
—El año pasado traté de tomarme unas vacaciones. Tengo una pequeña cabaña en Canadá, junto a un lago. Nada pretencioso, ¿sabe? Aquel sitio está demasiado solitario para que tenga valor. La hicimos entre, mi padre y yo. Entonces compré un coche y me fui allí. A los dos días de salir de esta ciudad ya estaba otra vez de vuelta. De vuelta y trabajando. Desde entonces apenas he sacado el coche del garaje.
Asentí y guardé silencio. Él se rió entre dientes, con poco entusiasmo.
—Esto es a la vez una explicación y una disculpa, si es que es usted capaz de desentrañarlo. Por cierto, si alguna vez quiere usted usar el coche, se lo dejo de buen grado.
—Gracias —dije—. Me gustaría comprárselo.
—Lo único que hace usted es complicar un poco más mi vida. —Volvió a reír—. Para lo único que me serviría iba a ser para aumentar mis ahorros, y éstos, obviamente, como yo no podría disfrutar de los placeres que comprara con ellos, no me harían ningún bien. Aparte de que pronto empezaré a cobrar una pensión más que suficiente para subvenir a mis necesidades.
Dije que «lo comprendía», o algo igualmente espléndido.
—Se me antoja que ya soy lo bastante viejo para adquirir el hábito de gastar —continuó—. La frugalidad y el trabajo se han convertido en mis dos vicios. No me entusiasman, pero me sentiría menos contento sin ellos. Esto le sonará un tanto estúpido, ¿verdad?
—Yo no diría eso —agregué—. Pero diría que si tiene usted
suficiente
dinero…, ya sabe, veinte o treinta mil dólares, debería aprovecharse un poco más de ello.
—Humm. Usted opina que este caso es similar al del que posee ciertos conocimientos, ¿eh? A lo mejor tiene razón. Pero dado que tengo relativamente poco y no veo la forma de incrementarlo sustancialmente… —Terminó la frase con un encogimiento de hombros—. Y ahora volvamos a lo de usted, Mr. Bigelow; es decir, si no piensa que estoy tratando de ordenar su vida.