Dudé un momento, manoseando el trocito de papel entre los dedos. Pero ahora no era oportuno. Ellos habían desperdiciado la ocasión de pescarme en el acto de intentar matar a Jake Winroy, y me imaginaba que ya no se les iba a presentar otra oportunidad.
Así lo imaginaba, pero debía asegurarme de ello. Quemé la nota en un cenicero y crucé el pasillo en dirección al cuarto de Jake.
Permanecí de pie al lado de la cama, mirando hacia abajo. Le miraba a él y a la nota que había escrito Ruthie.
Era una nota absurda; nadie se iba a creer que Jake había intentado atacarla y que ella lo había hecho en defensa propia. Pero, bueno, yo podía entenderlo. Todo el plan se había venido abajo. Si acaso, Ruthie seguramente actuó con rapidez. Y yo opino que si una persona quiere hacer una cosa así, entonces, para empezar, hay que calificarla de estúpida y, antes o después, acabaría sabiéndose.
Todo ello fue un error. Al Jefe no le iba a gustar. Y el culparme a mí en lugar de a ella no le iba a ayudar nada. Naturalmente, ella tenía ahora que pegarse a mí. Y yo, de ahora en adelante, aparecería cada vez más estúpido. Pero el Jefe era insensible a las excusas. Te escogía porque eras estúpido; podríamos decir que él te
hacía
estúpido. Pero si resbalabas, tuyo era el resbalón. Y recibías lo que el Jefe daba a quienes resbalaban.
Todo había terminado, y yo también lo estaba. Así que nada importaba ya, salvo que ella siguiera teniendo esperanza. Mientras tuviera esperanza…
Antes de irme de la habitación eché un último vistazo a Jake. Ruthie casi le había seccionado la garganta con una de las navajas barberas que él empleaba en su trabajo. Yo estaba alarmado, ¿saben?, alarmado de no estar alarmado. Estaba enojado porque ella estaba asustada. Había hecho un trabajo muy parecido al que hice yo con Fruit Jar.
No había visto nunca aquel lugar, sólo la carretera que iba hasta allí; y solamente la había visto una vez, años atrás, cuando aquel escritor me llevó en su coche para coger el tren. Pero no tuve complicaciones para encontrarla de nuevo. El camino estaba invadido de altos hierbajos, y en algunos rodales se habían extendido los largos sarmientos procedentes de las peladas ramas de los árboles de ambos lados.
Era una carretera que partía de la autopista de Vermont, elevándose y volviendo a descender, de manera que si no te subías a lo alto de los árboles no podías divisar la casa ni los edificios de las granjas. Ruth me miró muy extrañada un par de veces, pero no hizo ninguna pregunta. Metí el coche en el garaje, cerré las puertas y nos encaminamos hacia la casa.
A la entrada había clavado un cartel que decía:
CUIDADO CON LAS CABRAS SALVAJES
«El Camino para el Intruso es Penoso»
Y en la puerta falsa había pegado un aviso hecho a máquina:
He partido hacia caminos ignorados. Se enviará futura dirección cuando, tan pronto y como sea posible.
La puerta no estaba cerrada con llave. Entramos.
Miré por toda la casa. Lo hice yo solo principalmente porque la escalera era empinada y angosta y a Ruthie no le habría ido bien hacerlo. Inspeccioné habitación por habitación, y él, por supuesto, no estaba allí, ni había nadie más, y todo estaba puesto de forma correcta, aunque lleno de polvo. En la planta de arriba todas las habitaciones estaban en orden excepto una pequeñita, distinta a las demás. Y si no hubiera sido por la forma en que estaba colocada la máquina de escribir, incluso esta habitación conservaba también cierta armonía.
Todo el mobiliario estaba arrimado a la pared, y las estanterías sólo contenían las tapas de los libros. Las páginas de éstos, y sabe Dios cuantas otras más —escritas a máquina y encuadernadas—, habían quedado reducidas a confeti. Por todo el suelo se veían montoncitos de confeti, formando letras y palabras que decían:
Y el Señor del Mundo amaba tanto al dios, que le entregó a su hijo unigénito y, desde entonces, Él fue expulsado del Paraíso, y Judas lloró, diciendo: En verdad, abomino las cebollas pero no podré nunca renunciar a ellas.
Desbaraté con el pie los montoncitos de confeti y bajé la escalera.
Entramos al interior y nos adueñamos de la casa.
En el sótano había apiladas muchas cajas de alimentos enlatados. También vimos un bidón de parafina para las lámparas, la cocina y la estufa. Había un pozo de agua, y una bomba aspirante-impelente en el fregadero. No había luz eléctrica, ni teléfono, ni radio, ni nada por el estilo; estábamos aislados del resto del mundo, como si nos halláramos en otro planeta. Pero teníamos todo lo demás, y nos teníamos a nosotros mismos. Así pues, nos quedamos.
Iban transcurriendo los días, y yo me preguntaba qué estaría ella esperando. Y allí no había nada que hacer…, excepto qué hacer con nosotros mismos. Y yo parecía irme encogiendo más y más, haciéndome cada vez más débil y pequeño, mientras que ella se tornaba más fuerte y corpulenta. Y empecé a pensar que tal vez ella quería hacerlo de aquella manera.
Algunas noches después, cuando no me encontraba demasiado débil ni enfermo para ello, me puse de pie detrás de la ventana y empecé a mirar los campos con su jungla de hierbajos y sarmientos. La brisa soplaba a través de éstos, obligándoles a balancearse, cimbrearse y retorcerse. Y en mis oídos resonó un aullido y un grito; pero desapareció al cabo de un rato. Por todas partes donde extendía mi vista, la jungla se balanceaba, se cimbreaba y se retorcía. Sacudía aquella cosa contra mí. En todo ello había una especie de hipnotismo, y yo continuaba débil y enfermo, pero sin darme cuenta. En mi mente no había más que aquella cosa; y desperté a Ruth otra vez. Y entonces era como si yo estuviese participando en una carrera, como si intentara alcanzar algo, antes de que sonara otra vez el aullido. Porque cuando lo oí tuve que detenerme.
Pero lo único que obtuve fue aquella cosa. No la otra, lo que quiera que fuese la otra.
Las cabras ganaban siempre.
Iban pasando los días, y ella sabía que yo lo sabía, pero no hablábamos nunca de ello. No hablábamos nunca de nada porque estábamos aislados de todo, y en seguida estuvo dicho todo lo que teníamos que decir, y habría sido como hablar consigo mismo. Así, hablábamos cada vez menos, y muy pronto casi dejaríamos de hablar del todo. Y entonces enmudecimos por completo. Sólo dábamos un gruñido y hacíamos un gesto para señalar las cosas.
Era como si nunca hubiéramos sabido hablar.
Empezó a hacer mucho frío, así que cerramos a cal y canto todas las habitaciones de arriba y nos quedamos abajo. Y se incrementó el frío y cerramos todas las habitaciones excepto el salón y la cocina. Y volvió a aumentar el frío y cerramos todo menos la cocina. Hacíamos la vida allí, separado el uno del otro a no más de unos pies de distancia. Aquella cosa estaba siempre muy cerca y afuera…, también estaba allí. Parecía irse colando, cada vez más cerca, desde todas partes, y no había manera de huir de ella. Pero yo no quería huir. Me encontraba cada vez más débil y pequeño, pero no podía parar. No se podía hacer nada, nada excepto pensar en aquella cosa, así que continué aceptándola. Lo acometí con celeridad, intentando ganar la carrera contra las cabras. Y no lo conseguí nunca, pero seguía intentándolo. Tenía que hacerlo.
Después, cuando el aullido empezó a ser tan horrendo que se me hizo imposible soportarlo, salí al exterior en busca de las cabras. Empecé a correr, gritando y abriéndome camino con las garras por los campos, deseoso de echar mano a alguna de ellas. Y, por supuesto, no lo conseguí nunca, ya que los campos no eran realmente el lugar donde encontrar a las cabras.
No podía comer casi nada. El sótano estaba lleno de alimentos y whisky, pero me resultaba penoso tragarlos. Todavía comí menos a partir del primer día que levanté la puerta de trampilla que había al mismo nivel que el suelo de la cocina y descendí por la empinada y estrecha escalera.
Bajé al sótano, provisto de una linterna, y pasé revista a todos los estantes llenos hasta arriba de botella, paquetes y alimentos enlatados. Recorrí la habitación, mirando, y llegué ante una especie de oquedad en la pared; algo así como una alacena sin puerta. Tenía la entrada obstruida por una hacina de botellas vacías que llegaban casi al techo.
Me pregunté por qué demonios habían sido puestas allí y no en el exterior, pues habría resultado absurdo que aquel tipo se hubiera bebido arriba su contenido, que era el sitio más natural para hacerlo, y luego depositar aquí abajo las botellas vacías. Mientras él estuvo arriba, ¿por qué no…?
He dicho que no hablábamos nunca, pero no es cierto. Estuvimos hablando todo el tiempo con las cabras. Yo hablaba con ellas mientras Ruth dormía y Ruth lo hacía mientras dormía yo. O tal vez fuera a la inversa. Sea como fuere, me di un hartazgo de hablar.
He dicho que hacíamos la vida en una habitación, pero tampoco es cierto. Usábamos todas las habitaciones, pero eran todas iguales. Y, dondequiera que nos encontrásemos, las cabras estaban siempre allí. Yo no podía cogerlas, pero sabía que estaban allí. Habían salido de los campos y se metieron con nosotros en la casa, y, a veces, me faltaba poco para tocarlas, pero siempre se escabullían. Ella se interponía en mi camino antes de que pudiera agarrarlas.
Pensé reiteradas veces en ello y finalmente supe en qué consistía. Las cabras habían estado allí todo el tiempo. Precisamente allí, escondidas dentro de ella. De ahí que no fuera nada extraño el que yo no lograra ganar nunca la carrera.
Yo sabía que estaban siempre dentro de ella —¿en qué otro sitio podían estar?—, pero necesitaba asegurarme. Y no me era posible.
Yo no podía tocarla. Ella ya no dormía conmigo. Ella comía mucho —lo suficiente para dos personas—, y, a veces, por la mañana, vomitaba…
Fue después de que comenzaran sus vómitos cuando empezó a caminar. Quiero decir a caminar de verdad, sin usar la muleta.
Se remangaba la falda hasta la cintura para que no la estorbara y andaba hacia atrás y adelante con su piececito y la rodilla de la otra pierna. Lo hacía bastante bien, llegando hasta donde podía. Su pie bueno se lo sujetaba hacia atrás con la mano, pegado al muslo, flexionando la pierna para formar un muñón con la rodilla. Entonces, la rodilla le quedaba al mismo nivel que su pie de niño y andaba con bastante rapidez.
Caminaba durante una hora seguida, con las ropas sujetas a la cintura y enseñaba todo lo que tenía que enseñar, pero, por la manera en que se comportaba, nadie habría dicho que yo estaba presente. Ella…
Diablos, ella hablaba conmigo. Me explicaba cosas. Estábamos hablando todo el tiempo entre nosotros, y no con las cabras, porque, por supuesto, allí no había ninguna cabra, y…
Ella caminaba sobre su pequeño pie, ejercitándose con las cabras. Y, por la noche, ellas se sentaban encima de mi pecho aullando.
Yo estaba en el sótano todo el tiempo que podía. Ella no podía bajar allí. Le faltaba agilidad para bajar las escaleras andando con el piececito y la rodilla. Y, en cierto modo, yo tenía que resistir.
Había concluido la última carrera y yo las perdí todas, pero seguía resistiendo. Me parecía que estaba a punto de descubrir algo…, de descubrir algo. Y hasta que lo descubriera no podía abandonar.
Lo descubrí una noche al salir del sótano. Cuando llegué al nivel del suelo, me volví de lado en la escalera y deposité lo que traía. Y subía una buena carga, porque no me gustaba subir más a menudo de lo necesario. Y quedé como aturdido. Apoyé mis brazos en el suelo, para cobrar estabilidad. Y entonces se me aclararon los ojos y vi justo delante de mí el piececito y la pierna… Estaban bien firmes.
El hacha despidió destellos. Mi mano, mi mano derecha, se agitó y casi se desprendió de mí cercenada limpiamente. Y ella volvió a esgrimir el hacha y rebanó mi mano izquierda, excepto el dedo pulgar. Siguió acercándose, levantó el hacha para descargar otro mandoble sobre mí…
Y, de esta forma, acabé sabiéndolo.
Volvamos allí. Volvamos a mi lugar de procedencia. Y, ¡qué demonios!, para empezar, allí no he sido buscado nunca.
«… pero, ¿en qué otro sitio, amigos míos? ¿Dónde encontrar un retiro más lógico que en este círculo de frustración cada vez más estrecho?»
Ella golpeaba con creciente salvajismo. Mi hombro derecho pendía de un hilo, y mi sangrante antebrazo pendía de él como un péndulo. Y mi cuero cabelludo, el cuero cabelludo y el lado izquierdo de mi cara, también colgaban, y… y me faltaba la nariz…, o el mentón…, o…
Retrocedí y empecé a caer por la escalera, volteando lentamente por el aire, tan lentamente que parecía como si no me estuviera moviendo. No lo supe cuando me estrellé contra el fondo. Simplemente allí, mirando hacia arriba igual que había mirado durante el descenso.
A continuación sonó un portazo y un golpe de cerrojo, y ella se fue.
Me quedé solo con la oscuridad. Todo se marchó. Y lo poco que quedaba de mí me iba dejando, cada vez más de prisa.
Empecé a arrastrarme. Me arrastraba, daba vueltas, avanzaba palmo a palmo buscando el camino; y no lo encontré la primera vez, no di con el camino que buscaba.
Di dos vueltas a la habitación antes de encontrarlo. Y apenas quedaba nada de mí, pero era suficiente. Me arrastré sobre la pila de botellas, formando un estropicio hasta llegar al otro lado.
Y, por supuesto, allí estaba él.
Allí estaba la muerte.
Y despedía un buen olor.