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Authors: Dan Simmons

Olympos (4 page)

BOOK: Olympos
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En la muralla, Heleno, el viejo oráculo que está junto a Príamo, el principal profeta y consejero de Ilión, recita un breve responso que se pierde en el viento que sopla desde el mar y llega como un frío y recriminatorio aliento de los dioses. Heleno tiende un cuchillo ceremonial a Príamo, quien, aunque calvo, ha conservado unos cuantos mechones de pelo gris sobre las orejas para tan solemnes ocasiones. Príamo usa la afilada daga para cortarse un mechón. Un esclavo (el esclavo personal de Paris durante muchos años) lo recoge en un cuenco de oro y se lo pasa a Helena, que recibe el cuchillo de manos de Príamo y mira la hoja largamente, como si estuviera decidiendo si usarla contra sí misma y hundírsela en el pecho. Menelao siente una súbita alarma: eso lo privaría de su venganza, ahora tan próxima. Pero Helena alza el cuchillo, sujeta una de sus largas trenzas, y corta el extremo. El rizo castaño cae en el cuenco dorado y el esclavo se acerca a la loca Casandra, una de las muchas hijas de Príamo.

A pesar del esfuerzo y el peligro de traer la madera del monte Ida, la pira merece la pena. Como no han podido llenar la plaza de la ciudad con una pira real tradicional de cien pies de lado y que quedara todavía espacio para la gente, la pira sólo tiene treinta pies de lado, pero es más alta que de costumbre y llega hasta el balcón de la muralla. Anchos escalones de madera, pequeñas plataformas en sí mismos, han sido construidos en ascenso hasta la cima de la pira. Fuertes vigas, traídas de las murallas del palacio del propio Paris, sostienen la enorme montaña de leña.

Los fuertes porteadores llevan el catafalco de Paris hasta la pequeña plataforma situada encima de la pira. Héctor espera al pie de las anchas escaleras.

Los animales son rápida y eficazmente sacrificados por expertos carniceros especialistas en rituales religiosos (y, después de todo, piensa Menelao, ¿cuál es la diferencia entre las dos cosas?). Cortan las gargantas de ovejas y toros, su sangre se vierte en cuencos ceremoniales, se desollan y se les saca la grasa en cuestión de minutos. El cadáver de Paris es envuelto en pliegues de grasa animal, como un pan blando relleno de carne quemada.

Luego los cadáveres despellejados son transportados escaleras arriba y colocados alrededor del cuerpo calcinado de Paris. Del templo de Zeus salen mujeres (vírgenes con túnicas ceremoniales y el rostro cubierto por un velo) que llevan ánforas de aceite y miel. Como no pueden acercarse a la pira, entregan las ánforas a los guardaespaldas de Paris, convertidos ahora en porteadores del féretro, quienes las llevan escalones arriba y las colocan alrededor del catafalco con mucho cuidado.

Los diez caballos favoritos de Paris avanzan; eligen los cuatro mejores y Héctor rebana la garganta de los animales con el largo cuchillo de su hermano, moviéndose de un animal al siguiente con tanta rapidez que ni siquiera esos inteligentes, animosos y soberbios animales entrenados para la guerra tienen tiempo de reaccionar.

Es Aquiles quien, con salvaje celo y fuerza inhumana, arroja los cuerpos de los cuatro enormes garañones a la pira, uno tras otro, cada uno más arriba en la pirámide de vigas y troncos.

El esclavo personal de Paris conduce a seis de los perros favoritos de su amo a un claro, junto a la pira. Héctor pasa de un perro al siguiente, acariciándolos y rascándolos tras las orejas. Después se detiene a pensar un instante, como recordando todos los momentos en que ha visto a su hermano dar de comer a esos perros en la mesa y llevarlos a expediciones de caza a las montañas o los páramos, tierra adentro.

Héctor elige a dos de los animales, asiente para que se lleven a los demás, los abraza afectuosamente un minuto, sujetándolos por la piel suelta del cuello, como si fuera a ofrecerles un hueso o un regalo y, entonces, corta la garganta de ambos tan violentamente que la hoja casi separa la cabeza de los animales de sus cuerpos. El propio Héctor arroja los cadáveres de los dos perros a la pira, lanzándolos tan por encima de los cadáveres de los caballos que aterrizan al pie del mismo catafalco.

Luego, una sorpresa.

Diez troyanos acorazados de bronce y diez lanceros aqueos hacen avanzar un carro. En el carro hay una jaula. Dentro de la jaula, un dios.

3

En el balcón situado en la muralla del templo de Zeus, Casandra observaba la ceremonia funeraria de Paris con una creciente sensación de desastre inminente. Cuando el carro apareció en el patio central de Troya (tirado por ocho escogidos lanceros troyanos, no por caballos ni bueyes), con su única carga de un dios condenado, Casandra estuvo a punto de desmayarse.

Helena la sostuvo por el codo.

—¿Qué es eso? —preguntó la griega, su amiga, quien, con Paris, había traído todo aquel dolor y aquella tragedia a Troya.

—Una locura —susurró Casandra, apoyándose contra la pared de mármol, aunque no dejó claro si se refería a su locura, a la locura de sacrificar a un dios, a la locura de toda esa larga guerra o a la locura de que Menelao estuviera abajo en el patio, una locura que había sentido crecer a lo largo de la última hora como una terrible tormenta enviada por Zeus. Ni ella misma sabía lo que pretendía decir.

El dios capturado, retenido no sólo por los barrotes de hierro clavados en el carro sino también por la clara forma oval del campo de fuerza moravec que había logrado atraparlo, se llamaba Dionisos, o Dionisio, hijo de Zeus y Sémele, dios del vino y el sexo y los placeres. Casandra, cuyo señor personal desde la infancia había sido Apolo, el asesino de Paris, había sin embargo comulgado con Dionisos en más de una ocasión íntima. Aquel dios era la única divinidad capturada hasta entonces en combate desde el inicio de la nueva guerra. Había sido sometido por el divino Aquiles, la magia moravec había anulado su capacidad de teletransporte cuántico, el astuto Odiseo lo había convencido para que se rindiera y el campo de fuerza producido por el moravec que ahora titilaba a su alrededor como ondas de calor un día de verano lo controlaba.

Dionisos era poco imponente para tratarse de un dios: bajo de estatura, de apenas metro ochenta, pálido, regordete incluso para los cánones mortales, con una masa de rizos dorados y un esbozo de barba adolescente.

El carro se detuvo. Héctor abrió la jaula y atravesó con la mano el campo de fuerza semipermeable para arrastrar a Dionisos hasta el primer escalón de la pira. Aquiles también agarró por el cuello al pequeño dios.

—Deicidio —susurró Casandra—. Locura y deicidio.

Helena y Príamo y Andrómaca y el resto de los presentes en el balcón la ignoraron. Todos los ojos estaban fijos en el pálido dios y en los dos mortales, más altos y broncíneos, que tenía a cada lado.

A diferencia de la voz meliflua del oráculo Heleno, que se había perdido en el frío viento y los murmullos de la multitud, el vibrante grito de Héctor llegó hasta el abarrotado centro de la ciudad y reverberó en las altas torres y murallas de Ilión; probablemente era también claramente audible en la cima del monte Ida, situado varios kilómetros al este.

—Paris, amado hermano, estamos aquí para decirte adiós y decirlo de un modo que nos oigas incluso allí donde resides ahora, en las profundidades de la Casa de los Muertos.

»Te enviamos dulce miel, raro aceite, tus caballos favoritos y tus perros más leales... y ahora te ofrezco a este dios del Olimpo, hijo de Zeus, cuya grasa alimentará las ansiosas llamas y acelerará el viaje de tu alma camino del Hades.

Héctor desenvainó la espada. El campo de fuerza fluctuó y desapareció, pero Dionisos permaneció encadenado de pies y manos.

—¿Puedo hablar? —dijo el pálido diosecillo. Su voz no llegó tan lejos como la de Héctor. Héctor vaciló.

—¡Dejad hablar al dios! —gritó el oráculo Heleno desde el lugar que ocupaba junto a Príamo en el balcón del templo de Zeus.

—¡Dejad hablar al dios! —gritó el oráculo aqueo Calcas desde su lugar junto a Menelao. Héctor frunció el ceño pero asintió.

—Di tus últimas palabras, hijo bastardo de Zeus. Pero aunque sean una súplica a tu padre, no te salvarán hoy. Nada te salvará. Eres combustible para la pira de mi hermano.

Dionisos sonrió, pero su sonrisa fue trémula: trémula para un mortal, más para un dios.

—Troyanos y aqueos —exclamó el grueso diosecillo de barba insignificante—. No podéis matar a uno dios inmortal. Nací del vientre de la muerte, idiotas. Como niño-dios, hijo de Zeus, mis juguetes fueron aquellos profetizados como los juguetes del nuevo amo del mundo: dados, pelota, trompo, manzanas de oro, bocina y lana.

»Pero los titanes, a quienes mi padre había derrotado y arrojado al Tártaro, el infierno subterráneo, el reino de pesadilla situado bajo el reino de los muertos donde flota ahora vuestro hermano Paris como un pedo olvidado, vinieron con las caras blanqueadas con tiza como espíritus de los muertos y me atacaron con sus manos blancas y desnudas y me cortaron en siete trozos y me arrojaron a un caldero que se alzaba sobre un trípode colocado sobre un fuego mucho más caliente que esta débil pira que habéis construido aquí hoy.

—¿Has terminado? —preguntó Héctor, alzando la espada.

—Casi —dijo, la voz más alegre y más fuerte, su poder resonando en las lejanas paredes que habían devuelto antes el grito de Héctor—. Me hirvieron y luego me asaron sobre el fuego en siete hogueras, y el olor de mi comida fue tan delicioso que atrajo a mi padre, el propio Zeus, al festín de los titanes. Esperaba ser invitado a la cena, pero cuando vio mi cráneo de niño en el fuego y mis manos de niño en el guiso, atacó a los titanes con sus rayos y los devolvió al Tártaro, donde han residido aterrorizados los miserables hasta el día de hoy.

—¿Es eso todo? —dijo Héctor.

—Casi —respondió Dionisos. Alzó el rostro hacia el rey Príamo y los miembros de la familia real. La voz del diosecillo era ahora el bramido de un toro—. Otros dicen que mis miembros hervidos fueron arrojados a la tierra, donde Deméter los reunió... y así llegaron al hombre las primeras parras que os surten de vino. Sólo uno de mis infantiles miembros sobrevivió al fuego y la muerte, y Palas Atenea llevó ese miembro a Zeus, quien confió mi
kradiaios Dionisos
a Hipta, el nombre asiático de la Gran Madre Reaso, para que pudiera llevarlo en la cabeza. Mi padre usó ese término en broma,
kradiaios Dionisos
, ya que
kradia,
en la antigua lengua, significa «corazón» y
krada
significa «higuera», así que...

—Ya basta —exclamó Héctor—. Parlotear no prolongará tu vida de perro. Termina en diez palabras o menos, o yo terminaré por ti.

—Cómeme —dijo Dionisos.

Héctor blandió su gran espada con ambas manos y decapitó al dios de un solo golpe.

La multitud de troyanos y griegos jadeó. Todas las filas congregadas dieron un paso atrás. El cuerpo sin cabeza de Dionisos permaneció allí de pie, en la plataforma inferior, varios segundos, tambaleándose pero todavía erguido, hasta que de pronto se desplomó como una marioneta con los hilos rotos. Héctor agarró la cabeza caída, la boca aún abierta, la alzó por la escasa barba y la arrojó a la pira funeraria, tan alto que aterrizó entre los cadáveres de los caballos y los perros.

Usando luego la espada a modo de hacha, Héctor dio un paso atrás y cercenó los brazos de Dionisos y luego las piernas y después los genitales. Arrojó cada pedazo a un lugar distinto de la pira. Tuvo, no obstante, cuidado de no arrojarlos demasiado cerca del catafalco de Paris, pues él y los demás tendrían luego que rebuscar entre las cenizas para separar los reverenciados huesos de Paris de la indigna basura ósea de los perros, los caballos y el dios. Finalmente, Héctor cortó el torso en docenas de pequeños trozos carnosos y echó la mayoría a la pira y algunos a la jauría de perros supervivientes, a quienes los hombres que los sujetaban en la procesión funeraria habían soltado por la plaza.

Mientras los últimos trozos de hueso y cartílago eran reducidos a pedazos, una nube negra brotó de los penosos restos del cadáver de Dionisos, alzándose como un remolino de invisibles insectos negros, como un pequeño ciclón de negro humo, tan espeso que durante unos segundos el propio Héctor tuvo que detener su sombría labor y apartarse. La multitud, incluso las filas de infantería troyana y los héroes aqueos, también retrocedió. Las mujeres de la muralla gritaron y se cubrieron la cara con los velos que tenían en las manos.

Cuando la nube desapareció, Héctor arrojó los últimos pedazos de carne rosada y blancuzca a la pira y de una patada lanzó la caja torácica y la espina dorsal entre los haces de madera amontonada. Luego se despojó de su peto de bronce ensangrentado y permitió que sus ayudantes se llevaran la armadura manchada. Un esclavo trajo una bacina de agua y el alto guerrero se lavó los brazos, las manos y la frente, y aceptó luego de otro esclavo una toalla limpia.

Una vez aseado, vestido sólo con túnica y sandalias, Héctor alzó el cuenco dorado lleno de mechones recién cortados de pelo para el luto, subió los anchos escalones hasta la cima de la pira, donde descansaba el catafalco en su plataforma de resina y madera, y vertió el pelo de los seres queridos, amigos y camaradas de su hermano sobre la mortaja. Un corredor (el corredor más rápido de los juegos de la historia reciente de Troya) entró por las puertas Esceas con una antorcha, cruzó la multitud de guerreros y espectadores (una multitud que se abrió para dejarle paso) y subió los anchos escalones de la plataforma hasta el lugar donde Héctor esperaba.

El corredor le tendió a Héctor la fluctuante antorcha, hizo una reverencia y bajó de espaldas los escalones, sin incorporarse.

Menelao alza la cabeza cuando una nube oscura aparece en el cielo.

—Febo Apolo ensombrece el día —susurra Odiseo.

Un frío viento sopla del oeste cuando Héctor deja caer la antorcha entre los maderos empapados de grasa y resina, bajo el catafalco. La madera humea, pero no arde.

Menelao, que siempre ha sido más excitable en batalla que su hermano Agamenón o que muchos otros de los más fríos guerreros y más grandes héroes griegos, siente que su corazón empieza a latir con fuerza mientras se aproxima el momento de pasar a la acción. No le importa mucho que tal vez sólo le queden instantes de vida, mientras esa perra Helena caiga gritando al Hades antes que él. Si Menelao, hijo de Atreo, se sale con la suya, la mujer será arrojada al más profundo infierno del Tártaro donde los titanes de quienes hablaba el dios muerto Dionisos aún gritan y se revuelven llenos de desesperación y dolor.

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