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Authors: Dan Simmons

Olympos (7 page)

BOOK: Olympos
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Se le ocurre que podría ser un dios quien sube los últimos tramos de escaleras. Es sabido que los amos del Olimpo son capaces de colarse en Ilión disfrazados de mortales. Los dioses tienen buenos motivos para matarlo y recuperar su medallón TC.

La figura sube los últimos peldaños y sale al descubierto. Hockenberry enciende la linterna y la enfoca con el haz.

Es una figura pequeña y sólo vagamente humanoide: tiene las rodillas y los brazos articulados al revés, manos intercambiables y no tiene cara. Apenas levanta un metro del suelo, recubierto de plástico oscuro y metal gris, rojo y negro.

—Mahnmut —dice Hockenberry aliviado. Aparta el foco de luz de la placa visora del pequeño moravec de Europa.

—¿Llevas una espada bajo esa capa —pregunta Mahnmut en inglés—, o es que te alegras de verme?

Es costumbre de Hockenberry llevar yesca en la mochila para encender una pequeña hoguera cuando está aquí arriba. En los últimos meses el combustible ha sido a menudo boñiga seca de vaca, pero esta noche ha traído bastantes leños de dulce aroma traídos por los leñadores que proporcionaron la madera para la pira de Paris, que se venden por todas partes en el mercado negro. Hockenberry ha encendido un fueguecito y Mahnmut y él se sientan en bloques de piedra junto a él, uno frente al otro. El viento es frío y Hockenberry, al menos, se alegra de contar con una fogata.

—Hace unos cuantos días que no te veía —le dice al pequeño moravec. Hockenberry advierte cómo las llamas se reflejan en la brillante placa de plástico del visor de Mahnmut.

—He estado en Fobos.

Hockenberry tarda unos segundos en recordar que Fobos es una de las lunas de Marte. La más cercana, cree. O tal vez la más pequeña. En cualquier caso, una luna. Vuelve la cabeza para ver el enorme Agujero, situado a unos cuantos kilómetros al noreste de Troya: ya es también de noche en Marte; el disco del Agujero apenas destaca contra el cielo nocturno, y eso debido sólo a que las estrellas son levemente distintas allí, más brillantes, o están más apretujadas, o tal vez ambas cosas. Ninguna de las lunas marcianas es visible.

—¿Ha sucedido algo interesante mientras he estado fuera? —pregunta Mahnmut.

A Hockenberry la pregunta le da risa. Le cuenta al moravec los ritos funerarios de la mañana y la autoinmolación de Oenone.

—Qué mogollón —dice Mahnmut.

El ex escólico supone que el moravec usa deliberadamente frases hechas que considera específicas de la época en que Hockenberry vivió en la tierra. A veces, acierta; a veces, como ésta, es un desastre.

—No recuerdo de la
Ilíada
que Paris tuviera una esposa anterior —continúa Mahnmut.

—No creo que se mencione en la
Ilíada.
—Hockenberry trata de recordar si alguna vez ha enseñado ese dato. Cree que no.

—Debe de haber sido muy dramático.

—Sí —dice Hockenberry—, pero sus acusaciones de que Filoctetes fue quien realmente mató a Paris fueron todavía más dramáticas.

—¿Filoctetes? —Mahnmut ladea la cabeza de un modo que a Hockenberry se le antoja casi canino. Por algún motivo, ha llegado a asociar ese movimiento con la idea de que Mahnmut está accediendo a sus bancos de memoria—. ¿De la obra de Sófocles? —pregunta Mahnmut después de un segundo.

—Sí. Era el comandante original de los tesalios de Metone.

—No me suena de la
Ilíada
—dice Mahnmut—. Y no creo haberlo visto nunca tampoco. Hockenberry niega con la cabeza.

—Agamenón y Odiseo lo dejaron en la isla de Lemnos hace años, cuando venían de camino hacia aquí.

—¿Y por qué hicieron eso? —La voz de Mahnmut, tan humana, parece interesada.

—Porque olía mal, principalmente.

—¿Olía mal? La mayoría de estos héroes humanos huelen mal.

Hockenberry se queda desconcertado. Recuerda que pensó lo mismo hace diez años, cuando empezó su trabajo como escólico, poco después de su resurrección en el Olimpo. Pero había dejado de advertir el tufo desde hacía seis meses más o menos. ¿Huele también él mal?, se pregunta.

—Filoctetes olía especialmente mal a causa de una llaga supurante.

—¿Una llaga?

—Lo mordió una serpiente venenosa cuando... bueno, es una larga historia. El habitual robo a los dioses. Pero el pie y la pierna de Filoctetes se pusieron tan mal que empezaron a supurar, apestaban y el arquero gritaba y se desmayaba cada tanto. Todo esto fue mientras venían en barco camino de Troya, hace diez años, recuerda. Así que al final Agamenón, siguiendo el consejo de Odiseo, desembarcó a Filoctetes en la isla de Lemnos y lo dejó allí literalmente para que se pudriera.

—Pero ¿sobrevivió?

—Obviamente. Probablemente los dioses lo mantuvieron vivo por algún motivo, pero sufrió una constante agonía por culpa de ese pie y esa pierna podridos.

Mahnmut vuelve a ladear la cabeza.

—Muy bien... Ahora estoy recordando la obra de Sófocles. Odiseo fue por él cuando el augur Heleno dijo a los griegos que no tomarían Troya sin el arco de Filoctetes, que le había sido entregado por... ¿quién? Heracles. Hércules.

—Sí, heredó el arco —dice Hockenberry.

—No recuerdo que Odiseo haya ido a traerlo, en la vida real, quiero decir, en estos últimos ocho meses.

Hockenberry niega de nuevo.

—Lo han hecho en secreto. Odiseo estuvo fuera unas tres semanas y nadie le dio mucha importancia. Cuando regresó, fue una especie de... bueno, me encontré a Filoctetes cuando volvía de comprar vino.

—En la obra de Sófocles, Neptolemo, el hijo de Aquiles, era una figura central —dice Mahnmut—. Pero nunca conoció a su padre en vida de Aquiles. No me digas que está aquí también.

—No que yo sepa. Sólo Filoctetes. Y su arco.

—Y ahora Oenone lo ha acusado de haber sido él y no Apolo quien mató a Paris.

—Ajá.

Hockenberry arroja unos cuantos palos más al fuego. Las pavesas giran con el viento y se elevan hacia las estrellas. La negrura de las nubes en movimiento se extiende sobre el mar. Hockenberry supone que lloverá antes del amanecer. Algunas noches duerme aquí arriba, usando su mochila como almohada y su capa como manta, pero esta noche no lo hará.

—Pero ¿cómo pudo Filoctetes entrar en Tiempo Lento? —pregunta Mahnmut. El moravec se levanta y camina en la oscuridad hacia el borde roto de la plataforma: evidentemente, no tiene miedo de los treinta metros de caída—. La nanotecnología que permite ese cambio sólo le fue inyectada a Paris antes de ese combate singular, ¿no es así?

—Tú debes saberlo —contesta Hockenberry—. Los moravecs sois quienes inyectaron a Paris esas nanocosas para que pudiera combatir al dios.

Mahnmut regresa junto al fuego pero permanece de pie. Extiende las manos como para calentarlas sobre las llamas. Tal vez se las esté calentando en efecto, piensa Hockenberry. Sabe que los moravecs tienen partes orgánicas.

—Algunos de los otros héroes, Diomedes, por ejemplo, aún tienen nanogrupos de Tiempo Lento en sus sistemas, de cuando Atenea o algún otro dios se los inoculó —dice Mahnmut—. Pero tienes razón, Paris los incorporó a su organismo hace diez días para el combate singular con Apolo.

—Y Filoctetes no ha estado aquí en estos diez años —responde Hockenberry—. Así que lo único que tiene sentido es que uno de los dioses lo haya acelerado con nanomemes de Tiempo Lento. Y se trata de una aceleración, no de un enlentecimiento del tiempo, ¿no?

—Así es —dice el moravec—. «Tiempo Lento» es un término equívoco. Al viajero del Tiempo Lento le parece que el tiempo se ha detenido, que todo y todos están petrificados en ámbar, pero en realidad, el cuerpo se mueve de una forma hiperrápida, reacciona en milisegundos.

—¿Por qué no arde esa persona? —pregunta Hockenberry. Podría haber seguido a Apolo y Paris en Tiempo Lento para observar la batalla; de hecho, si hubiera estado allí aquel día, lo habría hecho. Los dioses habían llenado su sangre y sus huesos de nanomemes para ese único propósito, y muchas veces había entrado en Tiempo Lento para ver a los dioses preparar a uno de sus héroes aqueos o troyanos para el combate—. Debido a la fricción —añadió—. Con el aire o lo que sea... —Se interrumpió mansamente. La ciencia no era su fuerte.

Pero Mahnmut asintió como si el escólico hubiera dicho algo inteligente.

—El cuerpo acelerado en Tiempo Lento ardería incluso por el calor interno si los nanogrupos preparados no impidieran también eso. Es parte del campo de fuerza nanogenerado por el cuerpo.

—¿Como Aquiles?

—Sí.

—¿Podría Paris haber ardido por eso? —pregunta Hockenberry—. ¿Por una especie de fallo nanotecnológico?

—Es muy improbable —dice Mahnmut, y se sienta en el bloque de piedra más pequeño—. Pero ¿por qué querría Filoctetes matar a Paris? ¿Qué motivo tendría?

Hockenberry se encoge de hombros.

—En los relatos de Troya que no pertenecen a la
Ilíada
ni son de Homero es Filoctetes quien mata a Paris. Con su arco y una flecha envenenada. Tal como describió Oenone. Homero incluso llega a decir que hay que traer a Filoctetes para que se cumpla la profecía de que Ilión caerá sólo cuando él se una a la lucha... en el canto segundo, creo.

—Pero los troyanos y los griegos son aliados, ahora. Hockenberry no puede evitar sonreír.

—A duras penas. Sabes tan bien como yo que hay conspiraciones y rebeliones incipientes cociéndose en ambos campos. Nadie aparte de Héctor y Aquiles está contento con esta guerra contra los dioses. Es cuestión de tiempo que estalle otra rebelión.

—Pero Héctor y Aquiles forman un dúo imbatible. Y tienen a miles de troyanos y aqueos que les son leales.

—Hasta ahora —dice Hockenberry—. Pero tal vez los dioses hayan estado interviniendo.

—¿Ayudando a Filoctetes a entrar en Tiempo Lento? —dice Mahnmut—. Pero ¿por qué? La cuchilla de Occam sugiere que, si quisieran muerto a Paris, podrían haber dejado que Apolo lo matara, tal como todo el mundo suponía que había hecho hasta hoy. Hasta la acusación de Oenone. ¿Por qué hacer que un griego lo asesine...? —Se detiene y murmura—: Ah, sí.

—Eso es —dice Hockenberry—. Los dioses quieren acelerar el próximo motín, quitar de en medio a Héctor y Aquiles, romper esta alianza y hacer que griegos y troyanos vuelvan a matarse entre sí.

—De ahí el veneno —dice el moravec—. Para que Paris pudiera vivir lo suficiente para contarle a su esposa, su primera esposa, quién lo mató realmente. Ahora los troyanos querrán venganza e incluso los griegos leales a Aquiles estarán dispuestos a pelear para defenderse. Astuto. ¿Ha sucedido hoy algo más de interés comparable?

—Agamenón ha regresado.

—No jodas.

«Tengo que hablar con él respecto a su vocabulario —piensa Hockenberry—. Me parece estar hablando con uno de mis alumnos de la universidad.»

—Sí, eso es, no jodo —dice Hockenberry—. Ha vuelto de su viaje a casa un mes o dos antes de lo previsto, y trae algunas noticias realmente sorprendentes.

Mahnmut se inclina hacia delante, expectante. O al menos Hockenberry interpreta el lenguaje corporal del pequeño cyborg humanoide como expectación. La suave cara de plástico y metal no muestra más que los reflejos de la hoguera.

Hockenberry se aclara la garganta.

—La gente de casa ya no está —dice—. Han desaparecido. —Hockenberry había esperado una exclamación de sorpresa, pero el pequeño moravec espera en silencio—. Todos han desaparecido —continúa Hockenberry—. No sólo en Micenas, adonde regresó Agamenón... no sólo su esposa Clitemnestra y su hijo Orestes y todo el resto de ese reparto, sino todo el mundo.

Las ciudades están vacías. La comida sin comer en las mesas. Los caballos pasan hambre en los establos. Los perros aúllan en hogares vacíos. Las vacas están sin ordeñar en los pastos. Las ovejas sin esquilar. Por todas partes donde Agamenón y sus barcos han recalado, en el Peloponeso y más allá... Lacedemonia, el reino de Menelao, vacío. La Ítaca de Odiseo... vacía.

—Sí —dice Mahnmut.

—Espera un momento. No te sorprende lo más mínimo. Lo sabías. Los moravecs sabíais que las ciudades y reinos griegos estaban vacíos. ¿Cómo?

—¿Quieres decir que cómo lo sabíamos? Sencillo. Hemos estado observando esos lugares desde la órbita terrestre desde que llegamos. Enviando sondas remotas para registrar datos. Hay mucho que aprender aquí en la Tierra tres mil años anterior a tu época... tres mil años antes de los siglos XX y XIX, quiero decir.

Hockenberry se sorprende. Nunca se le había ocurrido que los moravecs estuvieran prestando atención a otra cosa que no fuera Troya, los campos de batalla adyacentes, el Agujero conector, Marte, el monte Olimpo, los dioses, tal vez una luna marciana o dos... Jesús, ¿no era suficiente?

—¿Cuándo... desaparecieron? —consigue preguntar por fin Hockenberry—. Agamenón le cuenta a todo el mundo que alguna comida que encontró a la mesa todavía estaba fresca y podía comerse.

—Supongo que eso depende de tu definición de «fresca» —dice Mahnmut—. Según nuestras observaciones, la gente desapareció hace unas cuatro semanas y media. Justo cuando la pequeña flota de Agamenón se acercaba al Peloponeso.

—Jesucristo —susurra Hockenberry.

—Sí.

—¿Los visteis desaparecer? ¿Con vuestras cámaras satélite, vuestras sondas o lo que sea?

—En realidad no. Un instante estaban allí y al instante siguiente ya no estaban. Sucedió a eso de las dos de la madrugada, hora griega, así que no hubo mucho movimiento que registrar... en las ciudades griegas, me refiero.

—Las ciudades griegas... —repite aturdido Hockenberry—. ¿Quieres decir... que hay... que otra gente ha desaparecido también? En... digamos... ¿China?

—Sí.

El viento gira de pronto y esparce chispas en todas direcciones. Hockenberry se cubre la cara con las manos durante la tormenta de pavesas y luego las aparta de su capa y su túnica. Cuando el viento remite, echa al fuego sus últimos trozos de madera.

Aparte de a Troya y al Olimpo (que, según descubrió hace ocho meses, no está en la Tierra), Hockenberry sólo ha viajado a otro lugar en esta Tierra del pasado: a la Indiana prehistórica, donde dejó al otro único escólico superviviente, Keith Nightenhelser, para que los indios lo mantuvieran a salvo cuando la Musa inició su sangrienta matanza. Ahora, sin pretenderlo conscientemente, Hockenberry toca el medallón TC que lleva debajo de la camisa. «Necesito comprobar cómo está Nightenhelser.»

Como si le leyera la mente, el moravec dice:

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