Authors: Laura Gallego García
«La arrogancia de ese shek no conoce límites», dijo Gaedalu, disgustada.
—¿Habéis autorizado esto, Madre Venerable? —preguntó Alsan, tenso.
«Por supuesto que no».
—Es vuestra pupila quien ha oficiado esa ceremonia. Y ha mencionado al Séptimo dios, todos lo hemos oído.
«Esa ceremonia ha sido organizada por vuestro pupilo, Majestad», repuso Gaedalu con sequedad. «El dragón que iba a guiar a vuestros ejércitos en la batalla contra los sheks. Y uno de vuestros magos», añadió, volviéndose hacia Qaydar, «está presente también. El sedujo a Zaisei y la ha llevado a tener tratos con los aliados del Séptimo».
Qaydar no dijo nada. Sus ojos estaban fijos en la figura de Victoria, que seguía junto a Christian.
—Eso debería ser motivo suficiente para prenderlos a todos, por traidores. A los cuatro —murmuró Alsan—, ya que, por lo visto, la fruta podrida ha envenenado el resto del árbol. Y, de paso, dar muerte a ese maldito shek. Se nos escapó una vez, pero no volverá a hacerlo de nuevo.
«Eso espero», dijo Gaedalu, con rabia. «¿Cómo es posible que siga vivo? ¿Cómo logró salvarlo Victoria?».
—Sin duda Gerde la ayudó —replicó Alsan—. Creo que hemos sido demasiado generosos con ellos. Enviaré a la guardia a prenderlos a todos inmediatamente.
—Aguardad —lo detuvo Qaydar—. El Padre iba a bendecir mañana la unión de Jack y de Victoria, ¿no es verdad?
—Zaisei acaba de bendecir otra unión... monstruosa y sacrilega... entre Victoria y esa retorcida serpiente. Después de esto, no me queda sino pensar que lo de mañana no será más que una farsa.
—¿Y si existiesen dos lazos?
Alsan le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Es eso posible?
«Para los celestes no existe nada imposible en cuestión de lazos, o, al menos, eso dicen», admitió Gaedalu, de mala gana.
—La propia Victoria decía que estaba convencida de amarlos a los dos —recordó Alsan, pensativo.
—Que sea Ha-Din quien lo confirme o lo desmienta —propuso Qaydar.
«No podemos esperar hasta mañana. El tiempo apremia».
Alsan frunció el ceño, meditabundo.
—Esperaremos hasta mañana —decidió por fin—. Si intervenimos ahora perderemos a Jack definitivamente; pero si aguardamos a la ceremonia, y Ha-Din anuncia que no existe vínculo verdadero, al menos por parte de ella... aún podremos recuperarlo para nuestra causa.
«¿Y qué sucederá si el Padre bendice su unión, después de todo?».
Alsan calló durante un largo rato.
—Que nuestra gente lo verá, y eso les dará valor para luchar contra el enemigo —murmuró después—. Después, si Victoria cae... en la batalla... o de cualquier otra manera... todos la recordarán como una heroína. Y será algo mejor que lo que merece. Mejor morir con honor que vivir como una traidora.
Qaydar dio un paso atrás.
—No puedo creer que estéis sugiriendo...
Alsan alzó la mirada hacia él. Sus ojos oscuros mostraban, pese a todo, una calma insondable.
—Estaba pensando en voz alta solamente, Archimago —murmuró.
«Independientemente del resultado de la ceremonia de mañana», intervino Gaedalu, «aun en el caso de que ella no sintiese nada por él... su bebé podría ser hijo de Jack. ¿Os arriesgaríais a permitir que el último unicornio muriese... en la batalla, o de cualquier otra manera... sin que haya transmitido su legado? ¿Sacrificaríais también al hijo de Jack?».
Alsan clavó en ella una mirada serena.
—¿Os arriesgaríais vos a que diera a luz al hijo de un shek? ¿Al hijo de Kirtash?
Gaedalu se estremeció visiblemente y desvió la mirada.
—Apenas ha pasado diez días fuera, y su embarazo ha avanzado de forma desmesurada —añadió Alsan—. Puede que ya no tengamos por delante todo el tiempo del que creíamos disponer. Puede que la gestación de su hijo siga siendo anormalmente acelerada. Podría dar a luz dentro de pocos días. ¿Cómo podemos saber que su bebé no es uno de ellos?
—Jack lo sabría —murmuró Qaydar—. Tiene un extraño sentido para detectar a las serpientes; no en vano es un dragón.
—Pero sería capaz de mentir para protegerla. Sería muy capaz de ocultarnos el verdadero origen del bebé... igual que nos ha ocultado esto —añadió, señalando a la escena que reflejaban las tranquilas aguas del recipiente.
El Archimago movió la cabeza.
—No puedo permitirlo. Por el bien de la magia, protegeré a esa muchacha...
—Si hubiese más unicornios —interrumpió Alsan—, unicornios puros, que no tuviesen nada que ver con los sheks, que cumpliesen con su tarea en lugar de coquetear con el enemigo... ¿sería Victoria igual de importante para la Orden Mágica?
Qaydar lo miró fijamente.
—¿Estáis seguro de que los dioses atenderán mi petición?
—Llevan meses buscando al Séptimo dios. Cuando les digamos dónde se encuentra, se sentirán agradecidos...
«Si es que los dioses pueden sentir tales cosas hacia los mortales», intervino Gaedalu.
—Si es su voluntad que la magia perdure, atenderán a la petición de Qaydar. Y, por otro lado, no creo que les guste saber que su elegida ha pasado a engrosar las filas del Séptimo. Nos entregarán un sustituto, alguien que pueda otorgar la magia, alguien en quien podamos confiar.
Qaydar movió la cabeza, no muy convencido.
—Parecéis muy seguro de que podremos hablar con los dioses —comentó—. No obstante, yo preferiría no hacer daño a Victoria ni a su hijo hasta que hayamos aclarado todo esto. Prometí a Aile que cuidaría de ella. Fue lo último que me pidió antes de dar su vida para salvarnos a todos en Awa.
—Sí —gruñó Alsan—. Aile se sacrificó por todos nosotros, y así se lo paga su protegida... traicionándonos.
Qaydar parecía incómodo.
—Tal vez no nos haya traicionado... —empezó, pero Alsan alzó la cabeza para mirarlo, muy serio, y dijo:
—¿La palabra «Shiskatchegg» os dice algo, Archimago?
Qaydar entornó los ojos y lo miró, con cautela, pero no dijo nada.
—Así llama Victoria al anillo que luce en su dedo —añadió Alsan brevemente—. El anillo que Kirtash le regaló.
El Archimago pareció horrorizado. Sacudió la cabeza.
—Tiene que ser un error... —murmuró, palideciendo.
—Tal vez. Pero, si no lo es, probaría de una vez por todas que no podemos ya confiar en Victoria... y, por otro lado, podría proporcionarnos la clave para solucionarlo todo...
Gaedalu los miraba, ligeramente irritada.
«Doy por hecho que tendréis a bien explicarme en qué consiste esa clave de la que habláis».
Alsan sonrió.
—No faltaría más, Madre Venerable. De hecho, me encantaría contar con vuestra bendición antes de ejecutar el plan que tengo en mente. Un plan que no puede llevarse a cabo sin Victoria... o, más bien, sin algo que ella posee. Este plan, a su vez, podría traer consigo la caída definitiva de Kirtash. Porque en cuanto él detecte que tenemos a Victoria, acudirá a buscarla.
Qaydar lo contempló, todavía conmocionado.
—Os estáis volviendo maquiavélico y retorcido, Majestad —comentó, con cierta sequedad—. Tenéis fama de ser un buen estratega, pero, sinceramente, empiezo a preguntarme dónde termina el genio militar y comienza el manipulador.
Alsan no respondió. Se había quedado mirando fijamente la imagen del grupo del invernadero, con semblante impenetrable.
Jack se había llevado aparte a Christian y a Victoria.
—¿Pero a ti qué te pasa? —le echó en cara al shek—. ¡Casi lo echas a perder todo! ¿A qué venía eso?
El lo miró con una breve sonrisa.
—Cálmate, Jack. Al fin y al cabo, acabas de asistir a un hecho histórico. Una sacerdotisa de los Seis ha admitido oficialmente que uno de sus unicornios se ha enamorado de...
—Cállate —cortó Jack, sin poderse contener—. Ahora eres tú el que habla de Victoria como si fuese un trofeo. Te enorgulleces de que se haya enamorado de ti, como si fuera un mérito tuyo, cuando lo que tendrías que proclamar al mundo es que tú la amas a ella. Eso es lo que has intentado enseñarme durante todo este tiempo, ¿verdad?
El semblante de Christian se ensombreció.
—Tienes razón —admitió, tras un instante de silencio; buscó la mirada de Victoria y le dijo, con suavidad—. Lo siento. Últimamente he estado bajo mucha tensión. No suelo... Esto no es propio de mí.
Victoria sacudió la cabeza.
—No pasa nada. En cierto modo, te comprendo. Vamos en contra de todo el mundo manteniendo viva esta relación. Lo de esta noche era algo íntimo, era una forma de decir que estamos preparados para seguir juntos, porque nuestros sentimientos son sinceros; pero, al mismo tiempo, es un acto de rebeldía contra todos aquellos que han tratado de separarnos. Si no fuese así —añadió—, no lo haríamos a escondidas, como ladrones —añadió, con cierta amargura.
—Y, no obstante, yo os envidio —sonrió Jack—, porque habéis venido aquí por voluntad propia, y porque ha sido algo privado y personal; mientras que lo nuestro será una especie de acto público, casi como un examen —suspiró—. Y me alegro de que vayamos a hacerlo, pero preferiría que las cosas fueran de otro modo, y que el hecho de que nosotros nos queramos, o no, solo nos importase a nosotros, y a nadie más.
—Sentimos interrumpir —intervino entonces Shail, acercándose—, pero deberíamos regresar ya, o alguien nos echará de menos.
Jack, Christian y Victoria cruzaron una mirada.
—En rigor, deberíais pasar el resto de la noche juntos —dijo Jack—. Supongo que tener que separaros justamente ahora será triste para los dos...
—Pero es lo más prudente —cortó Christian, con firmeza, apartándose suavemente de Victoria—. Para ella, para mí y también para vosotros.
Jack los miró, sonriendo.
—Despedios, pues —dijo—. Os esperamos en la puerta del invernadero, pero no tardéis mucho, o terminarán por encontrarnos.
Y no tardaron mucho. Apenas unos instantes después, Victoria se reunía en silencio con Jack, Shail y Zaisei. No dijo nada, pero sus ojos mostraban un brillo especial, y estaban ligeramente húmedos. Jack sonrió, rodeó su cintura con el brazo y la besó en la sien, con cariño.
—¿Se ha ido ya? —le preguntó en voz baja.
Victoria asintió, y Jack sacudió la cabeza, perplejo.
—Me pregunto cómo hace para entrar y salir a su antojo en sitios como este. Parece un fantasma.
Victoria sonrió, pero no dijo nada. Shail se volvió hacia ellos, algo preocupado.
—No se lo vamos a decir a Alsan, ¿verdad?
—Ni hablar —negó Jack—. No lo entendería.
La mirada de Shail se suavizó.
—No —coincidió, tomando la mano de Zaisei—. No lo entendería.
Invocación
Acudió a él como una aparición surgida del aplastante bochorno del desierto, caminando descalza sobre las arenas candentes como brasas, sin que la más mínima señal de calor o cansancio estropeara su fina piel aceitunada.
Sussh alzó apenas la cabeza al verla llegar. Las serpientes, criaturas de sangre fría, toleraban relativamente bien el calor, y a menudo permitían que los soles caldearan sus cuerpos. Pero era tan contrario a su propia esencia que tendían a retirarse a la sombra al cabo de un rato. Cuando Gerde llegó hasta él, Sussh había buscado refugio a la sombra de una formación rocosa en lo alto de una colina. Había ocultado su enorme cuerpo tras las rocas de forma tan eficaz que resultaba prácticamente invisible. Sin embargo, Gerde caminaba derecha a él, sin vacilar. A Sussh no le sorprendió. Ningún hada sería capaz de hacer lo que ella estaba haciendo en aquel momento. Cualquier feérico sucumbiría a la eterna extensión del desierto, tan lejos de cualquier bosque.
Cuando Gerde se detuvo por fin ante él, ambos se miraron un instante, el viejo shek curtido en mil batallas, el hada que había regresado de la muerte. Fue ella quien habló primero:
—Eres esquivo, Sussh.
La gran serpiente entornó los ojos.
«¿Esperabas encontrarme en Kosh, acaso?».
—Cualquier otro habría esperado encontrarte en Kosh. Yo, no. Yo sabía que estabas aquí.
Sussh no respondió. Bajó de nuevo la cabeza hasta reposarla sobre su cuerpo, enrollado sobre sí mismo, y contempló largamente el horizonte. Gerde se dio la vuelta para mirar en aquella dirección. A sus pies, en la base de la colina, se había reunido un nutrido grupo de personas. La gran mayoría de ellos eran yan; se los reconocía por su forma de moverse, inquietos y desorganizados, corriendo de un lado para otro, incapaces de permanecer inactivos un solo instante.
Hablaban deprisa y gesticulaban mucho, y se notaba que estaban impacientes por entrar en acción.
Pero también había humanos entre ellos, humanos que parecían haberse contagiado del entusiasmo de los yan, porque hablaban a gritos y se impacientaban casi tanto como ellos. Gerde suspiró para sus adentros. Casi todas las razas de Idhún se habían limitado a asentarse en el territorio donde se habían desarrollado como pueblos, pero los humanos, no. Los humanos estaban en todas partes.
Aquel grupo en concreto, humanos y yan, era más un caótico revoltijo de bultos desarrapados que un grupo de personas. Pero algunos se habían reunido en torno a dos hombres que permanecían en pie junto a sendos dragones que se habían tumbado a descansar sobre la arena. Los soles arrancaban reflejos de sus escamas bruñidas.
—¿No sospechan que los espías?
«Son sangrecaliente», repuso Sussh, como si eso lo explicara todo.
—También yo soy una sangrecaliente.
«Pero tú sabías que estaba aquí».
Gerde no vio necesidad de responder.
«Creen que no lo sabemos, pero estamos al tanto de todos sus movimientos», prosiguió el shek. «Están reuniendo a todas las tribus del desierto y reclutando aliados en las ciudades limítrofes. Ya son bastantes como para lanzar una ofensiva contra Kosh, así que atacarán mañana».
—¿Tan pronto? ¿Sin aguardar a trazar un plan?
«Son yan», le recordó Sussh.
Gerde movió la cabeza.
—¿Por qué te molestas en luchar contra ellos? ¿Por qué insistes en pelear por este pedazo de desierto?
Sussh siseó con suavidad, pero no respondió.
—Nosotros estamos listos para marcharnos —dijo Gerde—. Estoy ensanchando ya la Puerta interdimensional para que pueda dar comienzo nuestro viaje...
«Nuestro exilio», rectificó Sussh. Gerde lo miró.
—¿Es eso lo que crees? ¿Que nos echan?
La serpiente la obsequió con una larga sonrisa.