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Authors: Juan Ernesto Artuñedo

Peluche (19 page)

BOOK: Peluche
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—Al principio sí

—¿Qué quieres decir?

—Que al principio el límite estaba en el cuerpo

—¿Y luego?

—Luego en no quedarnos colgados el uno del otro

—¿Y cómo se consigue eso?

—Yo no lo conseguí

—¿Y él?

—Tampoco

—¿Entonces?

—Frenamos la marcha

—¿Pudisteis?

—Sí y no

—¿Cómo sí y no?

—Lo hecho, hecho está

—No comprendo

—Pues que tuvimos que aceptarlo

—¿El error?

—El haber llegado tan lejos

—¿Y con eso se arregla todo?

—No

—¿No?

—Con eso empieza todo de nuevo, porque el límite lo sobrepasamos el primer día con el primer beso, aunque nosotros nos empeñáramos en no reconocerlo poniendo barreras, huyendo del amor, como en tu novela de terror

—¿Por qué no pusisteis fin a la farsa?

—Porque también teníamos miedo

—¿A qué?

—A que no funcionara entre nosotros

—¿Duró mucho tiempo?

—Cinco años

—¿Con sexo?

—Te he dicho que nunca hubo sexo

—Ah, yo pensaba

—Nos abrazábamos

—¿Y besos?

—Sólo el primero

—¿Y luego?

—Dejamos de vernos

—¿Para siempre?

—Bueno, de vez en cuando coincidimos en algún garito

—Cada uno con su chico

—Así es

—¿Entonces, el abrazo eterno?

—Es nuestra forma de ser uno

—No entiendo

—Ay, chico, que hay que explicártelo todo

—Pues sí, perdona, es que me tiene muy intrigado esa forma de relacionarse

—Ven, abrázame, ¿qué sientes?

—Pena

—¿Pena, por qué?

—Que ese chico y tú os separarais

—¿Por qué dices eso?

—No sé

—¿Estás llorando?

—No

—Ten, límpiate

—Gracias

—Nosotros siempre hemos estado juntos, incluso antes de nacer

—Es que no sé lo que me quieres decir con eso, con lo del abrazo eterno

—El abrazo es lo de menos, es tan sólo un acercamiento, un querer entrar dentro de donde ya se está

—Ah, creo que ya comprendo, podías haber empezado por ahí, eres un poco rollero, ¿no?

—Perdona, es que nunca se lo había contado a nadie

—Perdóname tú, he sido un poco grosero —digo tranquilizándome

—No pasa nada, ¿te ha quedado todo claro?

—Los límites, ¿qué pasó con ellos?

—Pues que tampoco hubieron

—¿Por qué?

—Porque el único límite que se le puede poner al amor es no querer amar, y nosotros no éramos de esos

—Ah

—¿Estás bien?

—Sí, cuidado

Echo la pota. Cerveza, tapas, bocadillo. Le miro de reojo. Sonríe. Cierro los ojos. Vomito. Respiro. Marcos abre la mochila y saca un par de pañuelos de papel. Me limpia boca y nariz.

—Gracias —le digo

—¿Estás mejor?

—Sí

Me quita la mano de la frente. Inspiro hondo. Espiro. Me relajo. Levanto la cabeza. Estoy solo. Miro a los lados.

—¡Marcos! —grito

Se oye el eco en los edificios. Silencio. Marcos sale del bar de enfrente con una botella de agua en la mano. Se acerca. Siento su amor. Abre la botella. Me moja la cara. Bebo.

—Muchas gracias —le digo

—Ya haces mejor cara

Nos levantamos. Cogemos bolsas y mochilas. Las dejamos en un banco a la sombra de un árbol. Nos sentamos en el respaldo con los pies sobre el asiento.

—Qué mal lo he pasado —le digo

—No lo entiendo, ¿ha sido por la comida?

—La cerveza

—Si no hemos bebido tanto

—Y los nervios

—¿De qué?

—De tocarte

—Ah

—Gracias por todo —le digo serio

—No es nada, tú hubieras hecho lo mismo

—No sé si podría cantarte tan bien

—Otra cosa hubieras hecho

—¿Como qué?

—Darme un abrazo

Me levanto y le abrazo. Fuerte. Hasta dentro.

—Viene Julián —dice sin soltarme

—Está bien

Nos separamos. Se acerca.

—Casi piso el cuadro —me dice Julián—, ¿es tuyo?

—Sí

—Ea, arte joven y fresco, desde dentro, expresionismo puro, ahí ha quedao

Reímos. Se sienta. Abre las bolsas. Leemos tebeos.

—Te he comprado esto —Julián a Marcos

—Ah, el perro Brian, ¿qué te debo?

—Es un regalo

—Gracias, ¿y tú?

—Para mí Stewie

—Vaya, Stewie y Brian, grandes compañeros

Miro mi mochila. Asoma la barbilla de Peter. La meto dentro. Cierro la cremallera. Beso a Brian en el hocico y a Stewie en la cabeza. Oigo la voz interior de Stewie maldiciéndome. Brian le tranquiliza. Los dejo en el banco. Siguen hablando. Saco un cómic de la bolsa, Dos Piedras, otro, Maestrazgo. Los hojeo.

—¿Nos vamos? —Marcos a Julián

—¿Qué hora es?

—Son y media, a menos cuarto sale un tren, ¿tú, qué haces? —me pregunta

—Os acompaño

Cogemos los trastos y caminamos hasta la estación. Marcos y yo nos miramos. Suben al tren. Nos despedimos en la puerta. Se cierra. Nos decimos adiós con la mano. El tren en marcha.

—¡Marcos, Marcos! —le grito

—¡Qué!

Sigo al tren. Marcos trata de bajar la ventanilla. No lo consigue.

—¡Marcos! —le grito

Corre hasta otra. La baja. Saca la cabeza.

—¡Lucas!

—¡Marcos, no me has dicho cómo acaba el corto!

El tren acelera. Dejo caer la mochila al suelo. Corro.

—¡El protagonista sigue buscando!

—¿Qué!

—¡No lo sabe, Lucas!

—¿Y por qué huye!

—¡Tiene miedo!

—¿A qué!

—¡A enamorarse!

—¿Y qué pasa con su hermano!

—¡Que le quiere demasiado y no soporta que sufra!

—¿Que sufra! ¿quién de los dos!

—¡Adiós!

—¡Tu hermano es un egoísta!

—¡Te quiero, Lucas!

—¡Yo también, Marcos!

—¡Hasta siempre!

Tropiezo y me voy al suelo. El tren se aleja. Seguimos con el adiós en la mano. Doy media vuelta. Recojo la mochila. Me siento en un banco. Me duele la rodilla. Se me escapa una lágrima. La dejo caer. Limpio el hinchazón con un pañuelo de papel. Me sueno la nariz. Se oye silencio en la estación. Salgo. Me cuelgo la mochila. La abro por un lado. Saco a Peter y le doy un abrazo. Lo guardo. Cierro la cremallera y sigo caminando. Me entra hambre. Abro la puerta de un bar. Acerco la silla a la mesa. Pido ensalada y tortilla de espárragos trigueros. Agua para beber. Trae pan, servilleta y cubiertos. Un poco después vaso y botella de agua. Me acuerdo de Marcos. Saco una sonrisa y se lo agradezco. Lloro por dentro. Me sonríe. Me quito un peso. Aliño la ensalada. Pincho una oliva con el tenedor. Miro la tele. Deporte. Atletismo. Lanzamiento de disco. Nueve deportistas en la final. Segundo lanzamiento. Me llevo un trozo de tomate a la boca. El alemán primero. Lanza. Miden. Más lejos. Se coloca la camiseta. Pincho atún y lechuga. Se levanta el español. Echo más aceite. Remuevo. Vuelta y media sobre sí mismo, un grito desde dentro, fuerte, seco, y el disco al infinito. Se empolva las manos el turco. Las espolsa en el culo. Dos huellas blancas. Camina. Tranquilo. Su cuerpo en círculo. Lanza el disco. Lo sigue fijamente con la mirada. Mejor marca de la temporada. Un par de compañeros le felicitan. Media sonrisa en su cara. Se sienta en el banco. De su lado se levanta otro alemán. Termino la ensalada. Bebo agua. Calienta los brazos pasándose el disco de mano a mano. Lanza. Peor que el anterior. Se marcha. El siguiente búlgaro. Alto. Corpulento. Lanzamiento. Continúa tercero. El camarero me sirve la tortilla de espárragos trigueros. Pido más agua. El israelí peludo hasta los hombros. Mastico tortilla. Una niña se coloca entre la mesa y el televisor. No levanta un palmo del mantel. Me mira.

—Hola —le digo

No me hace caso. Le saco la lengua y miro a la pantalla. El americano lanza. La cámara detrás del disco. Las piernas del atleta en la memoria de mis retinas. Bajo la vista rápido. Levanto una ceja. Sonríe la niña.

—¿Quieres ver dibujos? —le pregunto

—Sí

—¡Niña! —grita una voz de mujer desde la puerta de la cocina— ¡Deja de molestar!

Me giro. Le digo a la señora con la mirada que no me molesta, al contrario. La niña sale corriendo hasta la cocina, deja la puerta medio abierta y me observa. Disimulo. Vuelvo a la pantalla. El español. Me giro rápido y le saco la lengua. Sonríe. Miro la tele. El mejor lanzamiento de los cuatro que lleva. Por delante sólo el alemán y el turco. Lanzan. Aventajan más al resto. El camarero retira el plato de tortilla y me pregunta si voy a tomar café. Cortado descafeinado de sobre. Recoge el pan. Clasificación provisional: oro para el alemán, plata para el turco y bronce el español. Última ronda. Me sirve el cortado. Pido un cenicero. Echo azúcar. Muevo con la cucharita. Miro al israelí. Bebo. Dejo la taza. Vierto el sobrecito de descafeinado y remuevo. El turco bate el récord del mundo. El alemán no mejora. El español a sólo dos centímetros. Lanza. El español segundo y cuarto el búlgaro. Bebo del cortado. Los tres primeros en el podium. Enciendo un cigarro. Medallas, flores, besos. Himno. Llora el turco. Me emociono. Trago cortado caliente. Las siguientes pruebas: lanzamiento de peso y jabalina. El camarero coge el mando y cambia de canal. Dibujos. Termino de fumar. Me levanto.

—¿Qué le debo? —pregunto

Se cobra. Guardo el cambio. Cojo la mochila. Salgo. Noto unas palmadas en la espalda. Me giro. La niña. Sonrío. Le digo adiós con la mano. Hace lo mismo. Sigo caminando. Giro. Me está mirando. Abro la mochila y le doy el peluche Peter. Lo abraza y sonríe. Me despido. Camino. Anochece.

BETÚN

Llego a una gasolinera. Compro un zumo y le pido la llave del servicio a la dependienta. Entro. Meo. Salgo. Devuelvo la llave. Espero. Para un camión cisterna. El conductor saca tabaco de la máquina que hay a mi lado. Recoge las monedas.

—¿Le importaría llevarme? —pregunto

Mira a los lados.

—¿Adónde vas?

—Me da igual

—Yo voy a Mérida

Subo al camión. Dejo la mochila en el suelo y me siento. Arranca.

—¿Fumas? —me pregunta

—Ahora no, gracias

Abre el paquete, saca un cigarrillo y lo enciende. Le miro. Me mira.

Giro a la carretera. Lleva camisa sin mangas y los hombros más peludos que el lanzador de disco israelí. Vaqueros ajustados con dos agujeros. El humo del cigarrillo pasa por delante de mí. Bajo la ventanilla un par de dedos. Sale despedido. La bajo un poco más.

—Qué calor —observo tras un largo silencio

—¿Te molesta el humo?

—No, pero ¿aquí se puede?

—¿No me ves?

—Lo digo por la cisterna, parece llena

—Y lo está, de betún

—Entonces, ¿puedo?

—No se debe, pero

Saco el paquete de tabaco y me enciendo uno. Pego una calada. Otra. Echo el humo por la ventanilla.

—¿Betún? —pregunto

—Líquido negro

—Como el de los zapatos

—Sí, pero este es para hacer asfalto

—Ah, claro, que se hace con betún

Echo la ceniza en el cenicero. Le miro la barriga. Los botones de la camisa a punto de saltar por los aires. Aparto la mochila a un lado y estiro los pies.

—¿Líquido o espeso, el betún? —pregunto

—Ahora líquido porque está a ciento sesenta grados

—¿De temperatura?

—Sí, para facilitar el trasiego

—Ah, como la miel

Pego un par de caladas y lo apago en el cenicero. Sale humo. Lo remato con el dedo. Me recuesto. El aire golpea en la ventanilla. La subo un poco. Se oye más bajito. Maneja el volante con destreza. Anochece. Las luces en la carretera. Me siento cómodo. Relajo los brazos. Cuello, espalda, pies. Me giro. Conduce en silencio. Serio. Vuelvo a la carretera. Respiro hondo. Tranquilo. Despejo la mente. Los pensamientos igual que vienen se van. Me pesan las pestañas. El ruido del camión se funde con el del aire de la ventanilla y con la música que suena en el radiocasete. Mi cuerpo en reposo. El pulso cada vez más lento. Se me nubla la vista. Mi cuerpo nada. Mi mente nada. Me duer...

—¡Ei, que te duermes! —me dice golpeándome en el hombro

—¿Qué?

—Que te estabas quedando sopa

—Ah

—Perdona, era una broma, duerme

—No pasa nada, estaba despierto

—Ya te he visto, ya

—¿Cómo?

—Saludando a los coches que pasaban

—¿Sí?

—No hombre, que ibas así, dando cabezadas

—Ah, es que se está tan a gusto, ¿a usted no le pasa?

—Por favor, no me llames de usted, ya sé que podría ser tu padre pero tutéame

—Eso, que si no te entra sueño cuando conduces

—Cada dos por tres, quiero aguantar más de lo que puedo

—¿Te has dormido alguna vez?

—Varias, una casi no la cuento

—¿Con el camión?

—Sí

—¿Cómo fue?

—Pues lo que te decía, un poco más, un poco más... y cuando te das cuenta es demasiado tarde

—¿Y?

—Las ruedas temblaron al entrar en contacto con la cuneta, abrí los ojos, agarré el volante, giré rápido y de vuelta a la carretera

—¿Respondió bien el camión?

—Mejor que yo

—¿Y después?

—Seguí conduciendo

—¿Pero no tenías sueño?

—El susto me lo quitó del cuerpo

—¿Paraste?

—Más tarde, en un hostal de carretera

—Ah, vale

—Donde nunca antes había entrado

—¿No tenías cama en la cabina del camión?

—En el de antes no

—¿Y?

—Como no me apetecía tumbarme en el sillón, llegué a un acuerdo con el hostelero para que me dejara dormir un par de horas en una cama

—¿Aceptó?

—Sí, claro, es lo que te estoy diciendo

—Ah, perdona

—Cojo las llaves, subo las escaleras, primer, segundo piso y abro la puerta de la habitación. Enciendo la luz y me doy cuenta de que no estoy solo. Apago la luz

—¿Quién había?

—No interrumpas

—Vale

—Era una habitación con tres camas. En el abrir y cerrar de luz vi que dos de ellas estaban ocupadas y una vacía. Volví a comprobar el número de la puerta, correcto. Estaba cansado y no me apetecía bajar a pedir explicaciones al hostelero

—Ya

—Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad cerré la puerta. Esperé un momento de pie por si se despertaban. Al momento me di cuenta que por la ventana entraban unos pequeños tubos de luz suficientes para quitarme la ropa y meterme en la cama sin hacer ruido. Conecté la alarma de mi reloj

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