Read ¿Por qué es divertido el sexo? Online
Authors: Jared Diamond
Tags: #Divulgación Científica, Sexualidad
El año pasado recibí una notable carta de un catedrático de una universidad situada en una ciudad distante, invitándome a una conferencia académica. No conocía al que escribía, y ni siquiera podía figurarme por el nombre si el autor era hombre o mujer. La conferencia supondría largos vuelos en avión y una semana fuera de casa. Sin embargo, la carta de invitación estaba bellamente redactada. Si la conferencia iba a estar tan bellamente organizada podría ser excepcionalmente interesante. Con sentimientos encontrados debido al compromiso de tiempo, acepté.
Mi ambivalencia se desvaneció en cuanto llegué a la conferencia, que resultó ser tan interesante en todo como había previsto. Además, se habían tomado muchas molestias para arreglar actividades alternativas para mí, incluyendo compras, observación de aves, banquetes y visitas a emplazamientos arqueológicos. El catedrático que estaba detrás de esta obra maestra de organización y el virtuoso original de las cartas resultó ser una mujer. Además de dar una charla brillante en la conferencia y ser una persona muy agradable, podía ser considerada entre las mujeres más sensacionalmente bellas que he conocido jamás.
En una de las salidas de compras que mi anfitriona había organizado, adquirí varios regalos para mi mujer. El estudiante que había sido enviado como mi guía informó evidentemente a mi anfitriona de estas adquisiciones, ya que ella hizo un comentario sobre las mismas cuando me senté a su lado en el banquete de la conferencia. Ante mi sorpresa dijo: «¡Mi marido nunca me regala nada!» Ella había comprado anteriormente regalos para él, pero con el tiempo dejó de hacerlo porque él nunca le correspondía.
Alguien situado al otro lado de la mesa se interesó entonces por mi trabajo de campo sobre aves del paraíso en Nueva Guinea. Le expliqué que los machos de esta especie no proporcionan ninguna ayuda en la cría de los polluelos, sino que en vez de ello dedican su tiempo a intentar seducir a tantas hembras como sea posible. Sorprendiéndome de nuevo, mi anfitriona estalló: «¡Igual que los hombres!» Explicó que su marido era mucho mejor que la mayoría de los hombres puesto que la había animado en sus aspiraciones laborales. Sin embargo, pasaba la mayoría de las noches con otros hombres de su oficina, veía televisión mientras estaba en casa los fines de semana y evitaba ayudarla en el mantenimiento de la casa y el de sus dos hijos. Ella le había pedido ayuda repetidamente; finalmente se rindió y contrató a una asistenta. No hay, por supuesto, nada inusual en esta historia. Sólo permanece en mi memoria porque esta mujer era tan bella, agradable e inteligente que uno hubiera esperado ingenuamente que el hombre que hubiera elegido casarse con ella se habría mostrado interesado en pasar largo tiempo a su lado.
Aun así, mi anfitriona disfruta de condiciones domésticas mucho mejores que muchas otras esposas. Cuando empecé a trabajar por primera vez en las tierras altas de Nueva Guinea me sentí irritado con frecuencia ante la vista del abuso tan enorme que sufren las mujeres. Las parejas casadas que me encontraba por los caminos de la selva consistían típicamente en una mujer doblada bajo una enorme carga de leña, verduras y un bebé, mientras su marido paseaba despreocupadamente erguido y llevando tan sólo su arco y sus flechas. Las excursiones de caza de los hombres parecían producir poco más que la oportunidad para estrechar los lazos masculinos, además de algunas presas inmediatamente consumidas en la selva por los hombres. Las esposas eran compradas, vendidas y rechazadas sin su propio consentimiento.
Más tarde, sin embargo, cuando tuve mis propios hijos y fui consciente de lo que sentía cuando me desplazaba con mi familia durante los paseos, pensé que podía entender mejor a los hombres de Nueva Guinea dando grandes zancadas al lado de sus propias familias. Me encontré en la misma actitud junto a mis hijos¡ dedicando toda mi atención a asegurarme de que no les atropellaran, se cayeran, se perdieran o sufrieran algún otro percance. Los hombres de Nueva Guinea tienen que estar más atentos incluso debido al mayor riesgo que corren sus hijos y sus mujeres. Esos hombres que paseaban aparentemente despreocupados junto a una esposa pesadamente cargada cumplían las funciones de vigías y protectores, manteniendo sus manos libres para poder hacer usó de su arco y sus flechas en caso de una emboscada por parte de hombres de otra tribu. Pero las excursiones de caza de los hombres y la venta de mujeres como esposas sí continúa preocupándome.
Preguntar para qué sirven los hombres podría Sonar a burlón e ingenioso comentario. De hecho, el Interrogante toca un nervio a flor de piel en nuestra sociedad. Las mujeres toleran cada vez menos el estatus que los hombres se han asignado a sí mismos, y critican a esos hombres que cuidan más de sí mismos que de sus hijos y esposas. La pregunta supone también un gran problema teórico para los antropólogos. Según el criterio de los servicios ofrecidos a sus parejas e hijos, los machos de 1a mayoría de las especies de mamíferos no sirven para nada excepto para inyectar esperma. Se separan de la hembra después de la cópula, dejándola que se las arregle con la carga completa de alimentar, proteger y adiestrar a la prole. Pero los machos humanos difieren de tal caso, ya que (habitual o frecuentemente) permanecen con su pareja y su prole después de la cópula. Los antropólogos asumen ampliamente que los demás papeles resultantes de los hombres contribuyeron de manera crucial a la evolución de las características más distintivas de nuestra especie. El razonamiento es el que sigue.
Los papeles económicos de hombres y mujeres están diferenciados en todas las sociedades supervivientes de cazadores-recolectores, una categoría que englobaba a todas las sociedades humanas hasta la aparición de la agricultura hace diez mil años. Los hombres pasaban invariablemente más tiempo cazando animales grandes, mientras que las mujeres pasaban más tiempo recogiendo alimentos vegetales y pequeños animales y cuidando de los niños. Tradicionalmente, los antropólogos ven esta omnipresente diferenciación como una división de las labores que promueve los intereses conjuntos de la familia nuclear, representando una sólida estrategia de cooperación. Los hombres son mucho más capaces que las mujeres de perseguir y matar animales grandes, por las razones obvias de que no tienen que llevar consigo bebés que amamantar y son como media más musculosos que ellas. Desde el punto de vista de los antropólogos, los hombres cazan para proporcionar carne á sus mujeres e hijos.
Una división similar del trabajo persiste en las sociedades industriales modernas: muchas mujeres dedican más tiempo que los hombres al cuidado infantil. Mientras que los hombres ya no cazan como ocupación principal, todavía aportan alimento a sus esposas e hijos mediante empleos remunerados (como hacen también la mayoría de las mujeres estadounidenses). Así pues, la expresión «traer el bacon a casa»
[6]
tiene un sentido profundo y antiguo.
El aprovisionamiento de carne llevado a cabo por los cazadores tradicionales se considera una función distintiva de los machos humanos, compartida sólo con unas pocas de nuestras especies de mamíferos compañeras tales como los lobos y los perros cazadores africanos. Se asume comúnmente que está vinculada con otras características universales de las sociedades humanas que nos distinguen de nuestros colegas los mamíferos. En particular, está vinculada al hecho de que los hombres y las mujeres permanecen asociados en familias nucleares después de la cópula, así como a que las crías humanas (a diferencia de los simios jóvenes) son incapaces de obtener alimento por sí mismas durante muchos años después del destete.
Esta teoría, que parece tan obvia que por lo general la damos por descontada, establece dos predicciones directas acerca de la caza masculina. Primero, si el propósito principal de la caza es llevar carne a la familia del cazador, los hombres deberían seguir la estrategia de caza que produjese con seguridad la mayor cantidad de carne. De ahí que debamos observar que los hombres cobran más kilos de carne por día persiguiendo a grandes animales que la que portarían a su casa concentrándose en animales pequeños. Segundo, debemos observar que un cazador trae las piezas para su esposa e hijos, o por lo menos las comparte preferentemente con ellos más que con personas ajenas a la familia. ¿Son ciertas estas dos afirmaciones?
Sorprendentemente para unas suposiciones tan básicas de la antropología, estas predicciones han sido poco contrastadas, y quizá de manera poco sorprendente, las comprobaciones pioneras han sido llevadas a cabo por una mujer antropóloga, Kristen Hawkes, de la Universidad de Utah. Las pruebas de Hawkes se han basado especialmente en medidas cuantitativas del producto del forrajeo en los indios aché del norte de Paraguay, llevadas a cabo junto a Kim Hill, A. Magdalena Hurtado y H. Kaplan. Hawkes llevó a cabo otras pruebas en el pueblo hadza de Tanzania, en colaboración con Nicholas Blurton Jones y James O'Connell. Consideremos primero la evidencia que se extrae de los aché.
Los aché del norte de Paraguay solían ser cazadores recolectores a tiempo completo, y continuaron empleando mucho tiempo en forrajear en el bosque incluso después de empezar a asentarse en los emplazamientos de una misión agrícola en los años 70. De acuerdo con el habitual patrón humano, los hombres aché estaban especializados en cazar grandes mamíferos, tales como pecaríes y ciervos, y también recolectaban grandes cantidades de miel procedentes de nidos de abejas. Las mujeres machacaban almidón de las palmas, recogían fruta y larvas de insectos, y cuidaban de los niños. El zurrón de caza de un hombre aché varía grandemente de un día para otro: si mata un pecarí o encuentra un panal lleva a casa alimento suficiente para muchas personas, pero uno de cada cuatro días que dedica a cazar no consigue nada en absoluto. Por el contrario, los rendimientos de la mujer son predecibles y varían muy poco de un día para otro porque las palmas son abundantes; la cantidad de almidón que consigue una mujer está en función principalmente de cuánto tiempo dedica a machacarlo. Una mujer siempre puede contar con conseguir lo suficiente para ella y sus hijos, pero nunca puede: llegar a una superabundancia suficiente como para alimentar a muchas otras personas.
El primer resultado sorprendente de los estudios de Hawkes y sus colegas estaba relacionado con la diferencia entre los rendimientos conseguidos mediante las estrategias masculina y femenina. El máximo de producción era, por supuesto, mucho más alto para los hombres que para las mujeres, puesto que el zurrón diario de un hombre alcanzaba 40.000 calorías cuando era suficientemente afortunado como para matar un pecarí. Sin embargo, el rendimiento medio diario de 9.634 calorías de un hombre probó ser más bajo que el de una mujer (10.356), y la media de rendimiento de un hombre (4.663 calorías por día) era todavía más baja. La razón de este paradójico resultado es que los días gloriosos en los que un hombre cobraba un pecarí eran ampliamente superados en número por los días humillantes en los que volvía con las manos vacías.
Así pues, a largo plazo, los hombres aché harían mejor uniéndose al poco heroico «trabajo femenino» de machacar palmeras que entregándose a la excitación de la caza. Puesto que los hombres son más fuertes que las mujeres, podrían incluso machacar más calorías de almidón de palmera que éstas si eligieran hacerlo. En su apuesta alta pero muy impredecible, los hombres aché pueden ser comparados con jugadores que ansían el gordo: a largo plazo harían mejor poniendo su dinero en un banco y recolectando los tediosamente predecibles intereses.
La otra sorpresa fue que los cazadores aché con éxito no aportan carne al hogar principalmente para sus esposas e hijos, sino que la comparten ampliamente con cualquiera que esté alrededor. Lo mismo se cumple con los hallazgos de miel. Como resultado de este extendido reparto, tres cuartos de todo el alimento que un aché consume es ingerido por alguien ajeno a su familia nuclear.
Es fácil entender por qué las mujeres aché no practican la caza mayor: no pueden pasar tiempo lejos de sus hijos y no pueden permitirse el riesgo de regresar un solo día con el zurrón vacío, lo que haría peligrar la lactancia y el embarazo. Pero ¿por qué un hombre rechaza el almidón de palmera, se conforma con un rendimiento medio más bajo producto de la caza y no aporta al hogar sus capturas para sus hijos y su esposa, como predice la visión tradicional de los antropólogos?
Esta paradoja sugiere que tras la preferencia de un hombre aché por la caza mayor subyace algo distinto a los intereses de su mujer e hijos. Mientras Kristen Hawkes me describía estas paradojas, desarrollé la horrible premonición de que la verdadera explicación resultaría ser menos noble que la mística masculina de traer el bacon a casa. Comencé a sentirme a la defensiva en nombre de mis compañeros hombres y a buscar explicaciones que pudieran restaurar mi fe en la nobleza de la estrategia masculina.
Mi primera objeción fue que los cálculos del rendimiento de la caza de Kristen Hawkes eran medidos en calorías. En realidad, cualquier lector moderno con nociones de nutrición sabe que no todas las calorías son iguales. Quizá el propósito de la caza mayor fuera el de cubrir nuestras necesidades de proteínas, que nutricionalmente son más valiosas para nosotros que los humildes carbohidratos del almidón de palma. Sin embargo, los hombres aché no sólo consideraban un objetivo la carne rica en proteínas sino también la miel, cuyos carbohidratos son exactamente igual de humildes que los del almidón de palma. Mientras que los hombres san del Kalahari (hombres arbusto) se dedican a la caza mayor, las mujeres san recolectan y preparan las nueces de mongongo, una excelente fuente de proteínas. Mientras los hombres recolectores cazadores de las tierras bajas de Nueva Guinea desperdician sus días en la búsqueda, normalmente inútil, de canguros, sus mujeres e hijos están adquiriendo de manera previsible proteínas en forma de pescado, ratas, larvas y arañas. ¿Por qué los hombres san y los de Nueva Guinea no emulan a sus mujeres?
Empecé a preguntarme si los hombres aché serían cazadores inusualmente ineficaces, una aberración entre los modernos cazadores-recolectores. Indudablemente, las habilidades cinegéticas de los inuit (esquimales) y los indios del Ártico son indispensables, especialmente en invierno, cuando hay poco alimento disponible que no sea la caza mayor. Los hombres hadza de Tanzania, a diferencia de los aché, consiguen mayores rendimientos medios mediante 1a caza mayor que mediante la caza menor. Pero los hombres de Nueva Guinea, como los aché, persisten en cazar incluso aunque los rendimientos sean muy bajos, y los cazadores hadza persisten a pesar de correr un enorme riesgo, puesto que como media no cobran nada en absoluto en veintiocho de cada veintinueve días que emplean en cazar. Una familia hadza podría morir de inanición esperando que el padre-marido cumpla su objetivo de conseguir una jirafa. En cualquier caso, toda esa carne cobrada ocasionalmente por un cazador aché o hadza no está reservada para su familia, así que desde el punto de vista de su familia la cuestión de si la caza mayor produce mayores o menores rendimientos que otras estrategias alternativas es puramente teórica. La caza mayor, sencillamente, no es la mejor forma de alimentar a una familia.