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Authors: Jared Diamond
Tags: #Divulgación Científica, Sexualidad
Intentando todavía defender a mis compañeros los hombres, me pregunté: ¿no tendrá el hecho de compartir ampliamente la carne y la miel el propósito de igualar los rendimientos de caza por medio del altruismo recíproco? Es decir, yo espero matar una jirafa sólo cada veintinueve días, y lo mismo les ocurre a mis amigos cazadores, pero todos partimos en diferentes direcciones, y es probable que cada uno de nosotros mate su jirafa en un día distinto. Si los cazadores con éxito acuerdan compartir la carne entre sí y con sus familias, todos ellos tendrán con mayor frecuencia el estómago lleno. Según esta interpretación, los cazadores deberían preferir compartir sus capturas con los mejores cazadores, de los que es más probable que reciban carne a cambio algún otro día.
En la realidad, sin embargo, los cazadores aché y hadza con éxito comparten sus capturas con cualquiera que esté alrededor, tanto si es buen cazador como si es un inútil. Esto da pie a la cuestión de por qué un hombre aché o hadza se molesta en cazar, puesto que puede reclamar una porción de carne incluso aunque nunca cobre nada él mismo. A la inversa, ¿por qué debería él cazar cuando cualquier animal que mate será compartido ampliamente? ¿,Por qué no busca simplemente frutos y ratas, que puede llevar a su familia y que no tendría que compartir con nadie más? Debía haber algún motivo innoble para la caza masculina que yo estaba pasando por alto en mis esfuerzos por encontrar un motivo noble.
Como otro posible motivo noble pensé que el reparto generalizado de carne ayuda a toda la tribu del cazador, que es probable que progrese o perezca junta. No es suficiente concentrarse en nutrir a la propia familia si el resto de la tribu está muriendo de inanición, por lo que no podría rechazar un ataque de tribus enemigas. Este posible motivo, sin embargo, nos devuelve a la paradoja original: la mejor manera para todos los miembros de la tribu aché de estar bien nutridos es que todo el mundo se humille machacando el bueno y viejo almidón de palma en él que se puede confiar, y recolecte a la vez fruta o larvas de insectos. Los hombres no deberían perder el tiempo jugándoselo todo al ocasional pecarí.
En un último esfuerzo por detectar valores familiares en la caza masculina, reflexioné sobre la relevancia de la caza en el papel de los hombres como protectores. Los machos de muchas especies territoriales animales, tales como las aves canoras; los leones y los chimpancés, emplean mucho tiempo en patrullar sus territorios. Esas patrullas sirven a múltiples propósitos: detectar y expulsar machos rivales intrusos de territorios adyacentes; observar si los territorios adyacentes son susceptibles de ser invadidos; detectar depredadores que podrían poner en peligro a la compañera del macho y su prole; y controlar cambios estacionales en la abundancia de alimento y otros recursos. De forma parecida, al mismo tiempo que los cazadores humanos están buscando caza, también están atentos a daños potenciales y a oportunidades para el resto de la tribu. Además, la caza proporciona una oportunidad de practicar las habilidades de lucha que los hombres emplean para defender a su tribu contra los enemigos.
Este papel de la caza es sin duda importante. Sin embargo, uno tiene que preguntarse qué peligros específicos están tratando de detectar los cazadores, y los intereses de quién están tratando de potenciar de tal modo. Mientras que los leones y otros grandes carnívoros representan un peligro para la gente en algunas partes del mundo, el mayor peligro con mucho en todas partes para las sociedades humanas de cazadores-recolectores ha sido representado por cazadores de tribus rivales. En estas sociedades los hombres estaban implicados en guerras intermitentes cuyo propósito era matar a los hombres de otras tribus. Las mujeres y los niños capturados de las tribus rivales vencidas eran asesinados o compartidos y adquiridos como esposas y esclavos, respectivamente. En el peor de los casos, los grupos de patrulla de cazadores masculinos podrían ser vistos como si estuvieran potenciando su propio interés gen ético a expensas de grupos rivales de hombres. En el mejor de los casos, podían ser vistos como si estuvieran protegiendo a sus esposas e hijos, pero principalmente contra el peligro representado por otros hombres. Incluso en este último caso, el bien y el mal que los hombres adultos aportan al resto de la sociedad por sus actividades de patrulla estarían igualmente equilibrados.
Así pues, mis cinco esfuerzos para rescatar la caza mayor de los aché como una manera sensata de contribuir noblemente a los mejores intereses de sus esposas e hijos se vinieron todos abajo. Kristen Hawkes me recordó entonces algunas dolorosas verdades sobre cómo un hombre aché obtiene para sí mismo (y no para su esposa e hijos) grandes beneficios de los animales que mata, además del alimento que ingiere.
Para empezar, entre los aché, como entre otros pueblos, el sexo extramarital no es infrecuente. Docenas de mujeres aché, a las que se pidió que nombraran a los padres potenciales (sus compañeros sexuales alrededor del tiempo de la concepción) de 66 de sus hijos, nombraron una media de 2, 1 hombres por hijo. Entre una muestra de 28 hombres aché, las mujeres nombraron como sus amantes más frecuentemente a buenos cazadores que a cazadores mediocres y nombraron a buenos cazadores como padres potenciales de más niños.
Para comprender el significado biológico del adulterio, recordemos que los hechos de la biología reproductiva discutidos en el capítulo 2 introducen una asimetría fundamental en los intereses de los hombres y de las mujeres. Tener múltiples compañeros sexuales no contribuye directamente en nada al rendimiento reproductivo de una mujer. Una vez que una mujer ha sido fertilizada por un hombre, tener relaciones sexuales con otro no puede producir otro bebé durante al menos nueve meses, y probablemente durante al menos varios años bajo las condiciones de prolongada amenorrea lactativa de los cazadores-recolectores. En sólo unos cuantos minutos de adulterio, sin embargo, un hombre por la demás fiel puede doblar el número de su propia prole.
Comparemos ahora los rendimientos reproductivos de los hombres siguiendo las dos estrategias de caza diferentes que Hawkes denomina la estrategia del «proveedor» y la estrategia del «alardeador». El proveedor caza alimento que produzca unos rendimientos moderadamente altos con elevada predecibilidad, tales como almidón de palma y ratas. El alardeador caza grandes animales; consiguiendo sólo buenas rachas ocasionales entre muchos días de zurrón vacío, su rendimiento medio es más bajo. El proveedor aporta a la casa como media la mayor parte del alimento para su esposa e hijos, aunque nunca alcanza un superávit suficiente como para alimentar a nadie más. El alardeador trae como media menos alimento para su esposa e hijos, pero ocasionalmente tiene montones de carne para compartir con otros.
Obviamente, si una mujer evalúa sus intereses genéticos por el número de hijos que puede criar hasta la madurez, está en función de cuánto alimento les puede proporcionar, así que haría mejor casándose con un proveedor. Pero está mucho mejor servida teniendo alardeadores como vecinos, con los cuales poder intercambiar sexo adúltero ocasional a cambio de un aporte suplementario de carne para ella y para sus hijos. La tribu entera también aprecia a un alardeador debido a las ocasionales buenas rachas que aporta a la casa para compartir.
En cuanto a cómo puede un hombre potenciar su propio interés gen ético, el alardeador disfruta de ventajas así como de desventajas. Una ventaja son los niños adicionales de los que es padre adúlteramente. El alardeador también obtiene algunas ventajas además del adulterio, tales como prestigio ante los ojos de la tribu. El resto de la tribu le quiere como vecino debido a sus regalos de carne, y podrían recompensarle con sus hijas como compañeras. Por la misma razón, la tribu seguramente dará un tratamiento de favor a los hijos del alardeador. Entre las desventajas del alardeador están que aporta a la casa como media menos alimento para su propia mujer e hijos; esto significa que menos de sus hijos legítimos sobrevivirán hasta la madurez. Su esposa podría además ser infiel mientras él está haciendo lo mismo, con el resultado de que un menor porcentaje de los hijos de ella son en realidad suyos. ¿Hace mejor el alardeador renunciando a la certeza del proveedor en la paternidad de unos pocos hijos, a cambio de la posibilidad de la paternidad de muchos?
La respuesta depende de varias cifras, tales como cuántos hijos legítimos suplementarios puede criar la mujer de un proveedor, el porcentaje de los hijos de la esposa del proveedor que son ilegítimos, y cuánto aumentan las posibilidades de supervivencia de los hijos de un alardeador debido a su estatus favorecido. Los valores de estas cifras deben diferir entre tribus, dependiendo de la ecología local. Cuando Hawkes estimó los valores para los aché llegó a la conclusión de que, sobre un amplio espectro de condiciones posibles, los alardeadores podían esperar transmitir sus genes a más niños supervivientes de lo que podían hacerlo los proveedores. Este propósito, más que el propósito aceptado tradicionalmente de llevar el bacon a casa para la esposa y los hijos, podría ser la razón auténtica que se halla detrás de la caza mayor; por lo tanto, los hombres aché se hacen bien a sí mismos más que a sus familias.
Así pues, no es el caso que los hombres cazadores y las mujeres recolectoras constituyan una división del trabajo según la cual la familia nuclear entendida como unidad promueva de manera más efectiva sus intereses conjuntos, y según la cual se haga uso selectivamente de la fuerza del trabajo para el bien del grupo. Por el contrario el estilo de vida de los cazadores-recolectores implica un clásico conflicto de intereses. Como discutí en el capítulo 2, lo que es mejor para los intereses genéticos de un hombre no es necesariamente lo mejor para los de una mujer, y viceversa. Las esposas comparten intereses pero tienen también intereses divergentes. Lo mejor que puede hacer una mujer es casarse con un proveedor, pero lo mejor que puede hacer un hombre es no ser proveedor.
Estudios biológicos de décadas recientes han demostrado numerosos conflictos de intereses semejantes a éstos en animales y humanos; y no sólo conflictos entre maridos y mujeres (o entre animales emparejados), sino también entre progenitores e hijos; entre una mujer embarazada y su feto, y entre hermanos. Los progenitores comparten genes con su prole y los hermanos comparten genes entre ellos. Sin embargo, los hermanos son potencialmente los competidores más cercanos unos de los otros, y los progenitores y la prole también compiten potencialmente. Muchos estudios en animales han demostrado que criar la prole reduce la esperanza de vida del progenitor debido al gasto de energía y los riesgos a los que se enfrenta. Para un progenitor una prole representa una oportunidad de transmitir genes, pero el progenitor podría tener otras oportunidades como ésa. El interés del progenitor podría estar mejor servido abandonando una prole y dedicando recursos a otra, mientras que los intereses de la prole estarían mejor servidos mediante la supervivencia a expensas de sus padres. En el mundo animal tanto como en el mundo humano tales conflictos conducen con frecuencia al infanticidio, el parricidio (el asesinato de progenitores por parte de la prole) y el fratricidio (el asesinato de un hermano por otro). Mientras que los biólogos explican los conflictos mediante cálculos teóricos basados en la genética y la ecología de forrajeo, todos nosotros los reconocemos por experiencia, sin hacer ningún cálculo. Los conflictos de intereses entre personas cercanamente relacionadas por sangre o matrimonio constituyen las más comunes y desgarradoras tragedias de nuestras vidas.
¿Qué validez general poseen estas conclusiones? Hawkes y sus colegas estudiaron sólo dos pueblos de cazadores-recolectores, los aché y los hadza. Las conclusiones resultantes esperan pruebas en otros cazadores-recolectores. Es posible que las respuestas varíen entre tribus e incluso entre individuos. Por mi propia experiencia en Nueva Guinea, diría que las conclusiones de Hawkes son susceptibles de ser aplicadas incluso más contundentemente allí. Nueva Guinea tiene pocos animales grandes, los rendimientos de caza son bajos y los zurrones terminan frecuentemente vacíos. Muchas de las capturas son consumidas directamente por los hombres mientras están en la selva, y la carne de un animal grande aportada a la casa es compartida ampliamente. La caza de Nueva Guinea es difícil de defender económicamente, pero conlleva obvias compensaciones en estatus para los cazadores con éxito.
¿Qué hay de la relevancia de las conclusiones de Hawkes para nuestra propia sociedad? Quizá ya estés lívido porque preveías que yo plantearía esta pregunta, y estás esperando que concluya que los hombres estadounidenses no sirven para mucho. Por supuesto, no es ésa mi conclusión. Reconozco que muchos (¿la mayoría?, ¿casi la mayoría absoluta?) de los hombres estadounidenses son maridos devotos, trabajan duro para aumentar sus ingresos, dedican esos ingresos a sus mujeres e hijos, cuidan mucho de sus hijos y no son infieles.
Pero, lamentablemente, los hallazgos entre los aché son relevantes al menos para algunos hombres de nuestra sociedad. Algunos hombres estadounidenses abandonan a sus mujeres e hijos. La proporción de hombres divorciados que reniegan del apoyo a sus hijos estipulado legalmente es escandalosamente elevada, tanto que incluso el Gobierno está empezando a hacer algo al respecto. En Estados Unidos, los progenitores solteros sobrepasan en número a los coprogenitores, y la mayoría de los progenitores solteros son mujeres.
Entre aquellos hombres que permanecen casados, todos conocemos algunos que cuidan más de sí mismos que de sus esposas e hijos y que dedican dinero, tiempo y energía desproporcionados a flirtear y a actividades y símbolos de estatus masculino. Algunas de estas típicas preocupaciones masculinas son los coches, los deportes y el consumo de alcohol. No se lleva mucho bacon a casa.
No pretendo haber medido la proporción de hombres estadounidenses que merecen la consideración de alardeadores más que de proveedores, pero el porcentaje de alardeadores no parece ser descartable.
Incluso entre las devotas parejas que trabajan, los estudios de empleo del tiempo muestran que las mujeres trabajadoras estadounidenses dedican como media el doble de horas que sus maridos a sus responsabilidades (definidas éstas como empleo más hijos más mantenimiento del hogar), y aun así las mujeres reciben como media menos paga por el mismo trabajo. Cuando se les pide a los maridos estadounidenses que estimen el número de horas que ellos y sus esposas dedican cada uno a los niños y al mantenimiento de la casa, los estudios de empleo del tiempo muestran que los hombres tienden a sobreestimar sus propias horas e infravalorar las de sus esposas. Me da la impresión de que las contribuciones de los hombres al mantenimiento de la casa y al cuidado de los niños son como media incluso inferiores en algunos otros países industrializados, tales como Australia, Japón, Corea, Alemania, Francia y Polonia sólo por mencionar unos cuantos con los que estoy familiarizado. Por eso, la pregunta de para qué sirven los hombres continúa siendo debatida en nuestras sociedades, tanto como entre los antropólogos.