Read ¿Por qué es divertido el sexo? Online
Authors: Jared Diamond
Tags: #Divulgación Científica, Sexualidad
Teorizar acerca de las bases evolutivas de la menopausia femenina humana debe explicar cómo la estrategia evolutiva aparentemente contraproducente de hacer menos bebés podría de hecho dar como resultado que haga más. Evidentemente, a medida que una mujer envejece puede hacer más por incrementar el número de personas que llevan sus genes mediante la dedicación a sus hijos existentes, sus nietos potenciales y sus otros parientes que produciendo otro hijo más.
La cadena evolutiva de razonamiento descansa sobre varios hechos crueles. Uno es el largo período de dependencia parental de la cría humana, más largo que en cualquier otra especie animal. Una cría de chimpancé empieza a recolectar su propia comida cuando es destetada por su madre. Consigue el alimento básicamente con sus propias manos (el uso que hacen los chimpancés de herramientas, tal como pescar termitas con briznas de hierba o cascar frutos con piedras es de gran interés para los científicos humanos, pero sólo de importancia limitada para la dieta de los chimpancés). La cría de chimpancé prepara asimismo su comida con sus propias manos. Pero los cazadores-recolectores humanos adquieren la mayoría de su alimento con herramientas, tales como palos para cavar, redes, lanzas y cestas. Gran parte del alimento humano es preparado también con herramientas (descascarillado, machacado, cortado, etc.) y después cocinado en un fuego. No nos protegemos frente a depredadores peligrosos con nuestros dientes y fuertes músculos, como hacen otros animales (los de presa), sino que, de nuevo, lo hacemos con nuestras herramientas. Incluso el empuñar todas esas herramientas se sitúa completamente fuera de la destreza manual de los bebés, y crearlas, fuera de la capacidad de los niños pequeños. El uso y la construcción de herramientas es transmitido no sólo por imitación sino por el lenguaje, lo cual requiere de un niño cerca de una década para dominarlos.
En consecuencia, un niño humano no se hace independiente económicamente, o capaz de funcionar económicamente como adulto en la mayoría de las sociedades, hasta que ella o él está en la adolescencia o tiene alrededor de veinte años. Hasta entonces, el niño permanece dependiente de sus progenitores, especialmente de su madre, debido a que, como vimos en capítulos anteriores, las madres tienden a suministrar mayor cuidado infantil que los padres. Los progenitores son importantes no sólo para recolectar alimento y para enseñar a construir herramientas, sino también para proporcionar protección y un estatus dentro de la tribu. En las sociedades tradicionales, la muerte temprana de la madre o del padre perjudicaban la vida de un niño incluso aunque el progenitor superviviente se volviera a casar, debido a posibles conflictos con los intereses gen éticos del padrastro o madrastra. Un joven huérfano que no era adoptado tenía incluso menos posibilidades de supervivencia.
Así que una madre cazadora-recolectora que ya tiene varios hijos se arriesga a perder algunas de sus inversiones genéticas en ellos si no sobrevive hasta que el más pequeño de todos es por lo menos un adolescente. Este hecho cruel, que subyace a la menopausia femenina humana, se vuelve más alarmante a la luz de otro hecho cruel: el nacimiento de cada hijo hace peligrar inmediatamente a los hijos anteriores de la madre debido al riesgo de muerte durante el parto de ésta. En la mayoría de las demás especies animales este riesgo es insignificante. Por ejemplo, en un estudio que abarcaba a 401 hembras de macaco rhesus preñadas, sólo una murió durante el parto. En las sociedades tradicionales humanas, el riesgo era mucho más elevado y aumentaba con la edad. Incluso en las prósperas sociedades occidentales del siglo xx, el riesgo de morir dando a luz es siete veces más elevado para una madre que haya superado los cuarenta años que para una madre de veinte. Pero cada nuevo hijo pone en peligro la vida de la madre no sólo por el riesgo inmediato de muerte durante el parto, sino también por el riesgo de muerte relacionada con el agotamiento por lactancia, así como con el hecho de acarrear un niño pequeño y trabajar más duro para alimentar más bocas.
Otro hecho cruel es que las crías de las madres más viejas tienen cada vez menos probabilidades de sobrevivir o de nacer sanas debido al aumento del riesgo, relacionado con el envejecimiento, de aborto, nacimiento muerto, bajo peso del feto y defectos genéticos. Por ejemplo, el riesgo de tener un feto que porte la enfermedad genética conocida como síndrome de Down aumenta, con la edad de la madre, de uno entre dos mil nacimientos para una madre situada por debajo de los treinta años, a uno entre trescientos para una madre entre los treinta y cinco y treinta y nueve, a uno entre cincuenta para una madre de cuarenta y tres años, hasta las espeluznantes probabilidades de uno entre diez para una madre a finales de los cuarenta.
Así pues, a medida que una mujer se hace mayor, es muy probable que haya acumulado más niños; también ha estado cuidándolos más tiempo, por lo que con cada sucesivo embarazo está poniendo en riesgo una inversión mayor. Pero también aumentan sus probabilidades de morir durante o después del alumbramiento, tanto como las probabilidades de que el feto o recién nacido muera o esté dañado. En efecto, la madre mayor está asumiendo más riesgo por una ganancia potencial menor. Es éste un conjunto de factores que tenderían a favorecer, la menopausia femenina humana, y que paradójicamente darían como resultado que la mujer acabara con más ¡hijos supervivientes dando a luz menos hijos. La selección natural no ha programado la menopausia en los hombres debido a otros tres hechos crueles: los hombres nunca mueren durante el parto y raramente mueren mientras están copulando, y son menos susceptibles que las madres de agotarse cuidando de los niños.
Una mujer hipotéticamente no menopáusica que muriera de parto, o mientras se halla cuidando de un niño, estaría destruyendo incluso algo más que su inversión en sus hijos anteriores. Esto se debe a que el hijo de una mujer comienza con el tiempo a producir hijos propios, y estos niños cuentan como parte de la inversión previa de la mujer. Especialmente en las sociedades tradicionales, la supervivencia, de una mujer es importante no sólo para sus propios hijos sino también para sus nietos.
El papel ampliado de las mujeres posmenopáusicas ha sido explorado por Kristen Hawkes, la antropóloga cuya investigación sobre los papeles masculinos discutimos en el capítulo 5. Hawkes y sus colegas estudiaron el forrajeo de mujeres de diferentes edades entre los cazadores-recolectores hadza de Tanzania. Las mujeres que dedicaban la mayoría de su tiempo a recolectar alimento (especialmente raíces, miel y fruta) eran mujeres posmenopáusicas. Estas trabajadoras abuelas hadza echaban unas impresionantes siete horas por día, comparadas con las meras tres horas por día de los adolescentes y tas esposas jóvenes y las cuatro horas y media de las mujeres casadas con hijos pequeños. Como cabría esperar, los rendimientos del forrajeo (medidos en kilos de alimento recolectado por hora) aumentaban con la edad y la experiencia, así que las mujeres maduras conseguían rendimientos más elevados que los adolescentes; pero fue interesante comprobar que los rendimientos de las abuelas eran aun así tan elevados como los de las mujeres en la flor de la vida. La combinación de más horas de forrajeo y una eficiencia de forrajeo inalterada significaba que las abuelas posmenopáusicas aportaban más alimento por día que cualquiera de los grupos más jóvenes de mujeres, aunque sus grandes cosechas excedieran en mucho lo requerido para cubrir sus propias necesidades personales y no tuvieran ya niños pequeños dependientes que alimentar.
Hawkes y sus colegas observaron que las abuelas hadza compartían el excedente de su cosecha de alimento con parientes cercanos, como sus nietos e hijos crecidos. Como estrategia de transformación de calorías en kilos de bebé, sería más eficiente para una mujer mayor donar esas calorías a sus nietos e hijos mayores que a recién nacidos propios (incluso en el caso de que todavía pudiera dar a luz), debido a que la fertilidad de la madre mayor estaría disminuyendo con la edad en cualquier caso, mientras que sus propios hijos serían jóvenes adultos en la plenitud de su fertilidad. Naturalmente, este argumento del reparto del alimento no constituye la única contribución reproductiva de las mujeres posmenopáusicas en las sociedades tradicionales. Una abuela también se queda cuidando de sus nietos, ayudando así a sus hijos adultos a producir más bebés que lleven sus propios genes. Además, las abuelas prestan su estatus social a sus nietos tanto como a sus hijos.
Si uno estuviera jugando a ser Dios o Darwin y tratando de decidir si hacer que las mujeres mayores experimentasen la menopausia o permanecieran fértiles, trazaría un balance que contrastara los beneficios de la menopausia en una columna con sus costes en la otra. Los costes de la menopausia son los hijos potenciales a los que renuncia una mujer que la tiene. Los beneficios potenciales incluyen evitar el riesgo creciente de muerte debido al parto y a ejercer de progenitor a avanzada edad, y obtener el beneficio de la supervivencia mejorada de los nietos propios y los hijos previos. La dimensión de esos beneficios depende de muchos detalles: ¿cuán grande es el riesgo de muerte durante y después del parto?, ¿cuánto aumenta el riesgo con la edad?, ¿cómo sería de grande el riesgo de muerte a la misma edad incluso sin hijos o la carga de la maternidad?, ¿con qué rapidez disminuye la fertilidad con la edad antes de la menopausia?, ¿con qué rapidez seguiría disminuyendo con el envejecimiento en una mujer que no experimentase menopausia? Todos estos factores están ligados a diferencias entre sociedades y no son fáciles de estimar. De ahí que los antropólogos permanezcan indecisos sobre si las dos consideraciones que he discutido hasta ahora —invertir en nietos y proteger la inversión previa de uno en los hijos existentes— bastan para compensar la opción desestimada de más hijos y explican así la evolución de la menopausia femenina humana.
Pero hay todavía una virtud más de la menopausia, una que ha recibido poca atención: la importancia de la gente mayor para toda la tribu en las sociedades prealfabetizadas, que constituían todas las sociedades humanas en el mundo desde la época de los orígenes humanos hasta el surgimiento de la escritura en Mesopotamia alrededor de 3300 a.C. Los textos de genética humana suelen afirmar que la selección natural no puede eliminar mutaciones tendentes a causar los efectos dañinos de la edad en la gente vieja. Supuestamente no puede haber selección alguna contra tales mutaciones debido a que se dice que la gente vieja es «posreproductiva». Creo que tales afirmaciones dejan de lado un hecho esencial que distingue a los humanos de la mayoría de las especies animales. Ningún humano, excepto un ermitaño, es nunca posreproductivo en el sentido de ser incapaz de beneficiar la supervivencia y reproducción de otras personas que lleven sus propios genes. Sí, reconozco que si cualquier orangután viviera lo suficiente en la naturaleza para volverse estéril, contaría como posreproductivo, puesto que los orangutanes que no sean madres con su prole tienden a ser solitarios. También reconozco que las contribuciones de la gente muy vieja a las sociedades alfabetizadas modernas tienden a disminuir con la edad: un nuevo fenómeno emergente en la raíz de los enormes problemas que la edad avanzada plantea hoy, tanto para los mayores mismos como para el resto de la sociedad. Hoy en día, nosotros los modernos obtenemos la mayoría de nuestra información a través de la escritura, la televisión o la radio. Consideramos imposible de concebir la importancia abrumadora de la gente mayor como depósito de información y experiencia en las sociedades prealfabetizadas.
He aquí un ejemplo de este papel. En mis estudios de campo de ecología de aves en Nueva Guinea y las islas adyacentes del Pacífico suroccidental, vivo entre gente que tradicionalmente había existido sin escritura, dependía de herramientas de piedra y subsistía de la agricultura y la pesca complementadas por mucha caza y recolección. Constantemente pido a los paisanos que me digan los nombres de las especies locales de aves, animales y plantas en su lenguaje local y cuanto sepan acerca de cada especie. Resulta que los isleños de Nueva Guinea y el Pacífico poseen un enorme fondo de sabiduría biológica tradicional, incluyendo nombres para un millar o más de especies, además de información sobre el hábitat, el comportamiento, la ecología y la utilidad para los humanos de cada especie. Toda esa información es importante porque las plantas y los animales salvajes constituían tradicionalmente gran parte del alimento de la gente, la totalidad de sus materiales de construcción, medicinas y decoraciones.
Una y otra vez, cuando hago una pregunta sobre algún ave rara, me encuentro con que sólo los cazadores más viejos conocen la respuesta, y en ocasiones hago una pregunta que les deja perplejos incluso a ellos. Los cazadores replican «Tenemos que preguntar al anciano (o la anciana)»; entonces me llevan a una cabaña en la que hay un hombre o mujer mayor, con frecuencia ciego por las cataratas, apenas capaz de caminar, sin dientes, e incapaz de comer alimento alguno que no haya sido premasticado por otra persona. Pero ese anciano es la biblioteca de la tribu. Debido a que la sociedad tradicionalmente carecía de escritura, ese viejo sabe mucho más acerca del medio ambiente local que ningún otro, y es la única fuente de conocimiento exacto sobre acontecimientos que sucedieron hace mucho tiempo. De ahí sale el nombre del ave rara y su descripción.
La experiencia acumulada por esa persona mayor es importante para la supervivencia de toda la tribu. Por ejemplo, en 1976 visité la isla de Rennell en et archipiélago de las Salomón, situada en el cinturón de ciclones del Pacífico suroccidental. Cuando pregunté por el consumo de frutas y semillas de las aves, mis informantes nativos me dieron los nombres en idioma rennellés de docenas de especies vegetales, listadas por cada especie de planta, y todas las especies de aves y murciélagos que comían sus frutos, y señalaban si los frutos eran comestibles para la gente. Estas afirmaciones de comestibilidad eran clasificadas en tres categorías: frutos que la gente nunca come, frutos que la gente come normalmente y frutos que la gente come sólo en tiempos de hambruna, tales como después del —y aquí escuché un término de Rennell inicialmente desconocido para mí—
hungi kengi.
Estas palabras resultaron ser el nombre en rennellés para el ciclón más destructivo que había azotado la isla en la memoria viviente, aparentemente alrededor de 1910, basándose en referencias de la gente con acontecimientos fechables de la administración colonial europea. El hungi kengi arrasó la mayoría de la selva de Rennell, destrozó los sembrados y condujo a la gente al borde de la inanición. Los isleños sobrevivieron comiendo las frutas de especies de plantas silvestres que normalmente no eran ingeridas, pero hacerlo requería el conocimiento detallado sobre qué plantas eran venenosas, cuáles no lo eran y si el veneno podía ser eliminado mediante alguna técnica de preparación alimenticia.