—Oh, déjale ir, Bill. Se va de todas formas y nada hay que le detenga. ¿Para qué vamos a echar a perder esta velada?
Crucé la habitación y le di una palmadita en el hombro.
—Eres mi ángel bueno, Merlene. ¿Podemos beber algo para celebrarlo?
Por unos instantes ella pareció indecisa. Yo dije con toda la paciencia del mundo.
—Está bien, querida. No soy un alcohólico, al menos no en el sentido de que no pueda comportarme convenientemente en sociedad mientras bebo e incluso perder la cabeza mientras «me pongo a tono». Y ahora en celebración de mi inminente partida, ¿puedo preparar una ronda de martinis?
Ella se levantó en el acto.
—Lo haré yo, Max. —Y se dirigió fuera de la habitación con sus pasos graciosos de bailarina. Los ojos de Bill y los míos la siguieron.
—Buena chica —comenté.
—Max, ¿por qué no te casas y sientas la cabeza?
—¿A mi edad? Soy demasiado joven para sentar la cabeza, como tú dices.
—Te hablo en serio, hermano.
—Y yo también.
Bill sacudió la cabeza lentamente. Me dejó como cosa perdida; pero así era la forma en que yo consideraba su vida.
Mi cuñada volvió a los pocos instantes con las bebidas y chocamos los vasos.
—Mucha suerte, Max —dijo Merlene—. ¿Has decidido a donde ir?
—A San Francisco.
—¿Otra vez de mecánico de cohetes a la Isla del Tesoro?
—Probablemente; pero no por el momento. Creo que me tomaré antes algún descanso.
—Pero entonces, ¿por qué no te quedas aquí mientras vuelves a ese trabajo y descansas entre nosotros?
—Ha ocurrido algo por allá que quiero ver cuanto antes y tal vez pueda echar una mano en el asunto. Anoche vi ciertos detalles y escuché noticias al respecto.
—Apuesto a que sé de qué se trata —dijo mi hermano—. Esa señora loca que se presenta a senador y quiere enviar un cohete al planeta Júpiter. ¡Santo Dios, a Júpiter! ¿Qué es lo que nos ha proporcionado el ir a Venus y a Marte?
Aquél era mi pobre y querido hermano, rico de dinero; pero ciego ante el progreso y falto de imaginación.
—Escuchad, muchachos; quiero tomar el avión de las dos de la madrugada. Ahora son las ocho, así pues, tengo por delante seis horas todavía. Os hago una sugerencia. Podríais mandar venir a una asistenta para los chicos. ¿Por qué no tomamos el helicóptero y nos pasamos la noche en Seattle? Iremos a alguna sala de fiestas o algo parecido. Si estáis de vuelta para la una y media, Bill tendría tiempo de llevarme al estratopuerto con tiempo suficiente para tomar mi avión.
Merlene me miró con cierto reproche en los ojos.
—Tu última noche entre nosotros y piensas que lo pasaríamos mejor en…
—Como queráis —dije—. Yo que vosotros lo haría. Pero en fin, como os parezca mejor. Tengo bastantes cosas que planear y asuntos en qué pensar, además de hacer mi equipaje.
Y continuamos hablando sobre aquel particular.
* * *
Ya tenía mi maleta junto a la puerta, dispuesta. No resultaba pesada, yo viajaba siempre con poco peso, tan ligero como era mi propia vida. Las pertenencias materiales le atan a uno y Dios sabe que mi forma de pensar no se ajustaba a otra vida diferente. Volví a subir la escalera hacia la habitación que había ocupado en la casa de mis hermanos durante las últimas tres semanas, y que por cierto era la mayor de la casa. Ahora se convertía de nuevo en la habitación para invitados, al marcharme yo. Esta vez no encendí las luces. Anduve por ella sin hacer ruido habiendo recogido mis pocas cosas, con objeto de no despertar a los niños que dormían al lado. Me dirigí hacia la ventana, que caía sobre el porche de la casa.
Era en verdad una noche hermosa. El ambiente era suave y el aire claro y puro. Frente a mí Mount Ranier aparecía como al alcance de la mano.
Sobre mi cabeza, el cielo cuajado de las luces del cielo, las estrellas. Las estrellas que nos parecen decir que jamás las alcanzaremos porque están demasiado lejos. Pero yo tengo fe en que mienten; iremos hasta ellas. Si los cohetes no lo hacen, algo lo conseguirá.
Era preciso obtener la respuesta al desafío.
Habíamos ya llegado a la Luna. Y a Marte y Venus. Gracias a Dios, yo estaba mezclado en todo aquello, allá atrás en los gloriosos años 60 cuando el hombre surgió repentinamente en el espacio, dando así el primer paso, los primeros tres pasos en su camino hacia las estrellas.
Yo estuve allí. Max Andrews, un hombre del espacio de primera categoría. ¿Y ahora? ¿Qué estábamos haciendo para llegar hasta las estrellas?
Las estrellas… Escuchad, ¿saben lo que es una estrella?
Nuestro Sol es una estrella y todas las estrellas de los cielos son otros tantos soles. Sabemos ahora que la mayor parte de ellas, tienen un sistema de planetas que giran a su alrededor, como la Tierra, Marte y Venus del sistema solar giran alrededor de nuestro Sol.
Y existen miríadas de estrellas.
Esta afirmación no es una profanación, como los antiguos pensaron y condenaron, ahora es puro conocimiento. Existen unos cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia. Cien mil millones de estrellas, la mayor parte con sus planetas. Si por término medio, cada estrella tuviese aunque sólo fuera un planeta, eso haría cien mil millones de planetas. Si uno entre mil de esos planetas corresponde a un tipo similar a la Tierra —con atmósfera respirable, de un tamaño similar o parecido y a una distancia de su sol como lo es la Tierra en que vivimos y hemos nacido—, entonces, cuando menos, tendríamos, sólo en nuestra galaxia, un millón de planetas que el hombre podría colonizar y en donde vivir una vida normal y donde podría fructificar su vida y multiplicarse.
Un millón de mundos por alcanzar y vivir en ellos. Pero eso sólo sería realmente el comienzo, el principio. Todo esto se refiere a nuestra propia galaxia, tan diminuta en relación con el Universo, como lo es nuestro sistema solar, respecto de nuestra galaxia.
Existen miríadas también de galaxias. Existen más galaxias de estrellas en el Universo, que estrellas en nuestra galaxia
[1]
. Por lo menos mil millones de veces, mil millones de soles.
Un millón de veces un millón de planetas, habitables para el hombre. ¿Puede cualquiera imaginarse lo que esto significa? Veinticinco planetas para cada miembro de la raza humana, sea hombre, mujer o niño.
Y puesto que ningún planeta puede ser poblado por una sola persona, digamos entonces, que corresponderían cincuenta planetas por cada pareja humana. Cincuenta planetas y si se sigue considerando una población de por término medio, de una densidad de tres mil millones de habitantes por planeta, multiplicada por cincuenta veces… Primero habría que ir allá, naturalmente, pero las cifras de multiplicación a realizar en un futuro inconmensurable tendrían el carácter de lo Infinito. La raza humana siempre ha estado bien en ese particular, ¿no es cierto? Es muy posible que pudiéramos encontrar algunos de esos mundos ya habitados por otras criaturas. Bien, eso tendría un gran interés. ¿De qué estarán poblados esos mundos, en todo caso?
* * *
San Francisco a las tres y cuarto de la mañana. Aquel condenado estatorreactor iba con retraso. Casi siempre lo hacen.
Adquirí un periódico de noticias resumidas en el estratopuerto de la Isla del Ángel y tomé un helitaxi hacia la Unión Square, la única plaza de la ciudad en que permiten aterrizar a esta clase de aparatos. Para probar fuerzas, subí por Nob Hill hasta Mark, aquello me fatigó un tanto, aunque no demasiado. El Mark es un antiguo hotel en bastantes buenas condiciones y no muy caro puede obtenerse una habitación individual por quince dólares diarios. Cuando yo era un niño era famoso por sus vistas al puerto y los puentes de la ciudad, ahora existen enormes edificios a su alrededor que le privan de su viejo encanto. Pero obteniendo una habitación por encima del séptimo piso y sobre la esquina de California Mason, todavía puede observarse el nordeste de la ciudad con el barrio chino y contemplar desde allí la Isla del Tesoro, donde toman tierra los cohetes. Mirar hacia allí proporciona la visión, para mí fascinante, de ver salir o entrar alguno de los cohetes del espacio. Yo no había visto ninguno desde hacia meses y me encontraba deseoso de verlo. Me había apartado de ellos hacía demasiado tiempo. Por tanto, rogué que me diesen una habitación alta en el lado derecho del edificio.
El conserje me dijo que no la tenían en aquel lugar; pero a la vista de un billete de diez dólares, reconsideró la cuestión, murmuró una excusa y me la proporcionó. Me apresuré a tomarla.
La habitación estaba hecha un verdadero revoltijo, la persona que la había alquilado pocas horas antes y se había marchado, era en realidad una pareja y sin la menor duda habían bebido a placer, tras haber luchado amorosamente sobre la cama, amén de haber ensuciado todas las toallas. Pagaron sin duda bien, por haber permanecido sólo media noche.
Aquello no me importó lo más mínimo. Me llevé una silla hacia la ventana y me senté allí, gozando de la contemplación de las luces de la Isla del Tesoro y del cielo, mientras leía el periódico de noticias condensadas adquirido en Ángel. Lo hojeé por encima, ya que no aprecié nada de especial interés en la publicación.
Lo dejé a un lado a poco y me dediqué a esperar la llegada de algún cohete, mientras pensé en muchas cosas. Pensé en mi sobrino, en Billy. A los seis años, aún estaba en el estado del Sueño, todavía quería ser un hombre del espacio. Anhelaba llegar a las estrellas. Pensé si debería ayudarle a continuar por aquel camino o dejarle que continuase su vida a la forma de su padre, terminando por abandonar tales pensamientos.
Mientras se mantuviera en el gran Sueño y si persistía en él, podría contarse como otro loco de las estrellas. Otro chiflado. Pero cada uno de nosotros contaba en el resultado final del futuro. Una vez que hubiera suficiente número como nosotros…
La niebla comenzó a levantarse y a invadir el puerto, al igual que el cielo a ponerse gris con la próxima aurora. Comprendí que ya no tendría tiempo para ver llegar a un cohete espacial y decidí dormirme. Pero dormirme allí mismo, en el sillón, ya que en cierto modo me repelía meterme en aquella cama revuelta. A pesar de todo, dormí profundamente.
La camarera me despertó llamando a la puerta. El sol ya lucía en la ventana y mi reloj de pulsera me indicó que ya eran las once de la mañana y que debí haber dormido unas siete horas. Me sentí rígido e incómodo cuando me levanté de mi asiento.
Me dirigí a la puerta de la habitación y le dije a la camarera que saldría por un rato, agradeciéndole que me arreglase el cuarto. Rígido, sucio y sin afeitar, bajé las escaleras en busca del desayuno. El lavarse y el afeitado podrían esperar hasta que el cuarto de baño estuviese limpio y dispusiera de toallas nuevas. Pensé si la camarera tuvo la idea de que yo era quien había dejado la habitación en tales condiciones; pero descarté tal idea, importándome un bledo lo que ella pudiera pensar al respecto.
Cuando volví a la habitación, la encontré limpia y todo en orden. Me tomé una buena ducha y me afeité. La rigidez del cuerpo había desaparecido y comprobé que me encontraba bastante bien.
Telefoneé a la Isla del Tesoro y pregunté por el jefe de mecánicos Rory Bursteder. Surgió su voz al otro extremo del cable y oí que me decía:
—Aquí Bursteder. Dígame.
—Rory, soy Max.
—Max ¿qué?
—Max, a secas. ¿No me conoces?
Rory soltó un rugido de león.
—¡Max Andrews! ¡Viejo zorro, granuja! ¿Dónde has pasado este último año?
—Pues de un lado a otro. La mayor parte del tiempo en Nueva Orleans.
—¿Desde dónde me llamas?
Se lo dije.
—¡Por todos los diablos, ven aquí inmediatamente! Puedes comenzar a trabajar en seguida.
—No quiero comenzar el trabajo en una semana todavía, Rory. Primero quiero ver algo interesante que hay por aquí.
—Oh… ¿Las elecciones, tal vez?
—Pues sí, ayer oí algo de eso, en Seattle. ¿Qué tal va la cosa?
—Ven por aquí y te lo diré. Oh… espera un momento, ¿tienes algún plan para esta tarde?
—Ninguno.
—Entonces vendrás a casa a comer conmigo y con la vieja. Todavía seguimos en Berkeley, así que te queda a medio camino para ti. Yo salgo a las seis, ven a reunirte conmigo a la puerta y haremos juntos el resto del trayecto.
—Me parece estupendo. Pero, oye una cosa, ¿cuántas salidas y aterrizajes hay esta tarde?
—Una solamente. El cohete de París despega a las cinco cincuenta. Está bien, diré que te dejen pasar a las cinco.
* * *
Bess, la esposa de Rory, era una cocinera estupenda. No es que no me hubieran gustado las comidas de mi cuñada; pero Merlene se encuentra un tanto en la parte de la fantasía culinaria, y se preocupa demasiado acerca de qué aspecto tiene determinado plato y qué sabor tiene. La cocina de Bess Bursteder es algo a la antigua usanza alemana y se las arregla para preparar comidas magníficas y tienen un sabor tan rico que sin duda debería provenir de las jóvenes vírgenes circasianas.
Regamos la cena con cerveza negra y después nos sentamos a descansar, relajándonos. Creo que no hubiera podido ponerme en pie, aunque lo hubiese intentado.
—Y bien —le dije a Rory— cuéntame ahora qué hay sobre las elecciones.
—Bien… creo que existe una franca posibilidad.
—No me refiero a eso, aunque quisiera saberlo también. Escucha, todo lo que oí fueron algunas frases en las noticias radiadas ayer. Y lo poco que sé, es que cierta dama llamada Gallagher se presenta a Senador por California, y que si lo consigue, planea el promulgar un decreto para conseguir la necesaria provisión de fondos que permita enviar una expedición alrededor del planeta Júpiter.
—Así es.
—Pero eso es muy poco Rory. No conozco los detalles. ¿Cómo se lleva a cabo esa elección? Creo que el gobernador de un Estado, podría nombrar a alguien que supliese el plazo sin terminar de un Senador que hubiese fallecido antes de expirar la duración de su nombramiento.
—Querido amigo —dijo Rory—, estás diez años atrasado en este aspecto. Los Estatutos Revisados de 1987, determinan que si la plaza de un Senador queda vacante por fallecimiento, quedando todavía la mitad de su plazo de nombramiento por cumplir, se lleva a cabo una elección que se presenta en la nueva y próxima sesión del Congreso.
—Ah, bien, eso contesta mi pregunta. Y bien, ¿quién diablos es esa señora Gallagher?