—Es preciso que tenga un gran técnico en su Teneduría de Libros.
—El mismo Layton es un gran contable. Era una figura destacada en esta línea de trabajo, antes de irrumpir en el campo de la política. Es muy listo y no hay la menor cosa contra él, por ningún lado. Si nosotros intentásemos darlo a entender, utilizaría tal arma contra nosotros en el acto.
—¿Y qué tal le parece la idea de que sea yo quien lo dé a entender? Yo podría alquilar un espacio en la televisión con mi propio dinero sin la menor conexión con la campaña electoral de la señora Gallagher. ¿Qué le parece si le ataco públicamente, sin importarme que pudiera denunciarme judicialmente por tal causa?
Shearer denegó firmemente con la cabeza.
—Ello haría que la reacción fuese igual contra Ellen. Usted no puede atacar a ningún candidato en una elección, sin que automáticamente se asocie a sí mismo con el oponente. No, me temo que no haya nada que pueda usted hacer en todo esto, míster Andrews; y que nos causase más daño que beneficio. Nada en gran escala. Por supuesto, agradeceríamos muchísimo su voto y cuantos pueda aportar de sus amigos.
Y me tendió la mano, mostrándome que nuestra entrevista había terminado.
* * *
Permanecí deambulando un rato y pensando en todo aquello. Deseaba pensar y pensar mucho, antes de decidirme por algo tan débil como votar varías veces por mí mismo y ver la forma de aportar otra docena de votos. Incluso un centenar no habría ayudado gran cosa, en la forma en que Shearer llevaba la campaña de Mrs. Gallagher y tal y como me lo había manifestado abiertamente.
Me hallé a mí mismo pasando la Unión Square. Allí existía una plataforma en el centro y sobre ella, un tipo hablando con su voz amplificada por un buen sistema de altavoces que hacía posible escucharlo desde cualquier lugar de la gran plaza.
«Júpiter, decía, como si esgrimiera la espada de la Justicia. ¡Esta mujer propone que gastemos nuestro dinero —que al menos supondría mil millones de dólares, para enviar un cohete a las proximidades de ese planeta! ¡Mil millones de dólares que tendríamos que pagar, dinero a sacar de nuestros bolsillos, pan de nuestras bocas. ¡Un millar de millones de dólares! ¿Y qué vamos a adquirir con eso? ¿Otro planeta sin valor alguno? Ni siquiera eso. Sólo un ligero vistazo a otro planeta sin valor alguno para la raza humana. El cohete, ni siquiera podría aterrizar. No puede hacerlo.»
Alrededor de la plataforma existía una pequeña muchedumbre, mientras a que a todo lo largo y ancho de la gran plaza, la gente pasaba escuchando, incluso yendo dedicada a sus propios negocios.
Pensé en haberme subido en aquella plataforma y haber abofeteado a aquel imbécil. Se me crisparon las manos, dispuestas a entrar en acción. Pero aquello, en fin de cuentas, no resolvería nada y me habría enviado a la cárcel, donde por lo demás, tampoco podría votar.
Y desistí de hacerlo. Por una vez me mostré sensato. El individuo continuó:
«El planeta Júpiter. A cuatrocientos millones de millas de distancia, a más de ocho veces más lejos que Marte, un planeta en donde el hombre ni siquiera puede aterrizar. Tiene una atmósfera venenosa de metano y amoniaco, tan espesa, que en el fondo se halla en estado líquido bajo una presión tan gigantesca que el más poderoso de los cohetes construidos por el hombre quedaría aplastado como un cascarón de huevo. Una atmósfera, además de miles de millas de profundidad en constante turbulencia. ¿Y bajo semejante atmósfera? Un lecho de centenares de millas de espesor, bajo presiones terroríficas. Nuestros telescopios nos dicen todo eso respecto a Júpiter, y que sin duda alguna, no está hecho de ningún modo para el hombre. Todos sabemos que este gigantesco planeta tiene una atracción gravitacional tan espantosa que ninguna espacionave puede aproximarse, sin ser aplastada o destruida. Ya sabemos con certeza, que sus lunas están desiertas, muertas y que son más frías e inhóspitas que la nuestra propia. Y con todo, la señora Gallagher desea desperdiciar mil millones de dólares de nuestro dinero en…»
Con los puños apretados dentro de los bolsillos, hice lo posible por aguantar todo aquello y seguir escuchando, sin volverme loco y romperle la crisma a aquel cretino. Había decidido que proporcionaría a Ellen Gallagher su única oportunidad de ganar la elección de Senador.
* * *
Fue hacia el mediodía cuando llegué a Sacramento. El estratopuerto estaba colmado de un enorme gentío, creo que a causa de cierta convención que iba a celebrarse, y tuve verdaderas dificultades en encontrar taxi helicóptero para llegar a la ciudad. A la una y media me encontraba frente al edificio en donde Dwight Layton tenía instalada su oficina electoral, en la calle K.
Un minuto después, me encontraba en la antesala de la oficina.
El recepcionista era un tipo duro, aunque no demasiado como para asustarme. Con rapidez le expuse que mi caso era de mucha urgencia y estrictamente personal y que concernía de forma muy importante a la campaña de Mr. Layton y a sus oportunidades de victoria y que no podía entrevistarme con ningún secretario ni ayudante, debería ser con el propio Mr. Layton
Estaba muy ocupado Tuve que esperar veintisiete minutos, pero conseguí entrar finalmente. Le di un nombre falso y comencé a hablar excitadamente; le dejé escucharme durante un minuto.
Pude haberme mantenido más tiempo en tal postura; pero un minuto fue suficiente para aprenderme de memoria las entradas y salidas de su oficina, la clase de cerraduras allí utilizadas y del tamaño de su caja de seguridad. Era grande; pero un modelo de antiguo diseño ya pasado de moda; algo que un buen mecánico podría abrir en diez minutos utilizando las herramientas adecuadas.
Compre las cosas que me hacían falta y una cartera no muy grande en qué llevarlas encerradas. Maté el tiempo hasta las nueve en punto y después, me dirigí hacia la oficina de Layton.
No tropecé con alarmas especiales contra ladrones; aquélla era una posibilidad que debí tomar en consideración. No me dirigí a la caja, sino que comencé por los cajones de su despacho en primer término. Dentro de un cajón, y convenientemente encerrado, había un libro mayor, como único objeto, con las pastas en rojo. Las anotaciones de aquel libro estaban hechas por la propia mano de Layton, cosa de la que me aseguré por los demás papeles escritos de la mesa del despacho, y que comparé cuidadosamente para estar bien seguro. Nombres, fechas y cantidades, incluso anotaciones de ventas realizadas a la ciudad de Sacramento y los porcentajes que representaban suficientes pruebas para enviarle por una docena de veces a la cárcel.
La mente de un contable es extraña y sistemática. En la caja fuerte debería, sin duda existir bastante dinero; pero no quise manchar mi conciencia con haberlo tomado. Tenía lo que necesitaba que era mucho más importante que el dinero. No quería estropear mi buena suerte.
Envié por correo el libro convenientemente envuelto a Richard Shearer a San Francisco Hotel.
Y yo volví a la ciudad y me acosté tranquilamente.
* * *
Poco antes del mediodía telefoneé a Shearer
—¿Ha recibido usted un paquete? —le pregunté.
—Sí. ¿De qué se trata? ¿Quién llama?
—El hombre que lo envió. Dejémonos de dar nombres, sobre todo por teléfono. ¿Ha hecho usted ya algo con ese paquete?
—Todavía estoy decidiendo la mejor forma de utilizarlo, Estoy sudando, ésta es la verdad, amigo.
—Deje de sudar —le dije—. Llévelo a la policía del Estado, eso es todo. Pero que enfrente del edificio de la policía, se encuentren unos cuantos chicos de la prensa y unos cuantos fotógrafos que tomen copias de las páginas más jugosas.
—Pero, ¿como puedo explicar la forma de haberlo conseguido?
—¿De dónde lo recibió? Ha sido enviado a usted por correo envuelto desde la ciudad de Sacramento. Puede usted mostrar a la Policía la envoltura y los sellos de Correo. No tiene ninguna huella digital y la dirección está hecha con letras de bloc. Su gran argumento debe ser que alguien, que aborrece a Layton profundamente, dentro de su misma organización, lo ha enviado para que se aclaren muchas cosas que interesen a la opinión pública. Y eso es lo que sin duda alguna, debe creer el propio Layton. No se hallará ninguna evidencia de robo.
—Escúcheme, ¿qué es lo que quiere por este servicio? ¿Qué podemos hacer por usted?
—Usted hace dos cosas por mí. La primera, invitarme a un trago, y mientras lo tomamos, le diré la segunda. Estaré en el Bar de la Osa Mayor dentro de quince minutos. Le conoceré a usted si usted no me reconoce a mí.
—Creo que le conoceré ¿No dio usted a entender ayer en mi oficina que iba a votar varias veces?
—Calma amigo —le dije—. ¿Ignora usted que votar más de una vez es contrario a la Ley?
Yo tenía idea del Bar de la Osa Mayor por el nombre; pasé muchas veces ante él, sin haber entrado. Me resultó un lugar encantador y tranquilo. Me senté en uno de los apartados laterales y a los pocos minutos, Shearer entró.
Tenía el aspecto de un hombre excitado y preocupado a la vez.
—Imagino que su sugerencia de la policía del Estado con periodistas a la caza de noticias es lo mejor que puede hacerse —me dijo—. Lo he pensado también. Pero esto tendrá que esperar hasta mañana sábado, a última hora del día; para que las noticias exploten como una bomba el domingo por la mañana en toda la prensa y se procure la mejor cobertura posible de propaganda. Será algo fenomenal.
—¿Cómo explicará usted el retraso? Los matasellos demuestran que lo recibió usted hoy.
—Vamos, calma, amigo. Todavía no sé si es de Mac Coy o no. ¿Cómo estar seguro de que la escritura de Layton es verdadera o si es que alguien ha tratado de gastarme una broma de tomo y lomo?
Yo fruncí el entrecejo.
—No irá usted a creer que yo intenté jugarle a usted ninguna mala pasada, ¿verdad?
—Diablo, no, de ningún modo. Pero es cosa de pensarlo bien, sin que me vea rodeado de sospechas. De todas formas, me llevará tiempo hasta mañana por la tarde para estar seguro del concurso de algunos fotógrafos que tomen parte en el proceso. Bien, y ahora, ¿cuál es la otra cosa que deseaba de mí?
—Eso puede esperar hasta que Ellen Gallagher haya sido elegida. Estará demasiado ocupada hasta entonces. Pero deseo que le diga quién ha sido realmente la persona que hizo llegar a sus manos ese libro mayor y que deje una cita para mí. ¿Cree que hablará conmigo?
—¿Hablar con usted? Pero, hombre, lo que debería sería hacer el amor con usted. Está bien, ¿y qué otra cosa más?
—Nada que pueda usted prometerme. Tendré que pedir un favor a la Gallagher. Por eso quiero tantear el terreno.
Shearer, tomó un trago de su bebida y me miró fijamente.
—Usted no podrá pilotar ese cohete, incluso aunque Ellen le prefiriese especialmente. Sabe usted muy bien cual es la edad límite para los pilotos, y…
Yo levanté una mano para detenerle en su perorata.
—¿Cree que estoy loco? Sé mejor que usted cuál es la edad tope para los hombres del espacio. Treinta años. Y yo tengo cincuenta y siete. No, no podré pilotarlo. Pero sí que podré ayudar mucho a su puesta a punto, y eso realmente es todo lo que deseo.
Shearer aprobó con un gesto.
—Conozco a Ellen lo bastante bien para decir que le proporcionará el mejor empleo en el proyecto, para el cual está usted altamente calificado. Eso se llevará a cabo, desde luego. Personalmente no me atrevería a apostar a una posibilidad contra diez.
—¿Y qué posibilidades calcula usted para Ellen Gallagher de ser elegida, a partir del momento en que descubra usted el escándalo de ese libro mayor de Layton?
—Creo que todas. Pero conseguir un decreto del Congreso es algo distinto. No es posible dar la mano a torcer de todos los miembros del Congreso ni asaltar sus oficinas una por una, de cuantos vayan o piensen votar en contra…
Yo le hice un guiño. Y le dije:
—Puedo intentarlo.
* * *
La elección fue una verdadera explosión totalmente inesperada. La famosa historia del escándalo financiero de Layton se extendió como un reguero de pólvora y tanto la televisión como la prensa se encargaron de difundirlo hasta el último rincón del Estado. El partido de Layton hizo un último y desesperado esfuerzo; el propio Layton se presentó ante las cámaras de televisión afirmando su inocencia, aunque presentando su retirada de las elecciones hasta poder justificar dignamente los cargos que se hacían contra él, en favor de alguien que le reemplazaría y cuyo nombre nadie se molestó en tomar en consideración. El candidato sustituto de última hora obtuvo los votos de seis distritos de Sacramento y Ellen Gallagher todos los demás.
A las ocho en punto de aquella tarde, Bess, Rory y yo, aguardábamos en la televisión el anuncio del reconocimiento de la derrota de los oponentes de Mrs. Gallagher. Dejamos el aparato funcionar, porque todos deseábamos ver y oír la presencia de Ellen Gallagher y lo que tuviera que decir. Se había anunciado que estaba saliendo de Los Ángeles y que volaba a San Francisco por estratorreactor y que sería entrevistada por los chicos de la prensa y la televisión a su llegada a la Isla del Ángel a las ocho treinta.
Bess sacó una botella de champaña del refrigerador y esperamos para descorcharla el momento en que se confirmase su amplia victoria en las elecciones.
Llenamos nuestras copas y brindamos por aquella victoria.
Bebimos y charlamos animadamente. A las ocho y treinta y cinco apareció en la televisión un locutor en el aeropuerto, por lo que di volumen al aparato para oír lo que decía.
—«…una espesa niebla —estaba diciendo en aquel momento—. La visibilidad es casi cero en el aeropuerto y así esperaremos hasta que la Senador Gallagher se encuentre aquí para entrevistarla. No les será posible, señoras y señores, presenciar el aterrizaje del aparato; porque está volando mediante instrumentos. Pero ya se aproxima, puedo oírlo en este momento. Llega a la hora exacta…»
—Dios Santo, Rory —dije a mi amigo—, esos condenados reactores son una porquería volando por medio de instrumentos. Qué tal que…
Y pudimos oír la catástrofe.
Salté de mi asiento para salir corriendo de la estancia; pero Rory me detuvo.
—Calma —me dijo—. Desde aquí tendremos noticias con mucha mayor rapidez.
Y en efecto, fueron llegando, poco a poco. El avión se había estrellado; la mayor parte de los pasajeros habían resultado muertos y ninguno había escapado ileso, todos, en más o menos, de los supervivientes, se encontraba herido de cuidado. El copiloto había sobrevivido y aún se hallaba consciente cuando fue extraído de entre los restos del estatorreactor. Había manifestado que tanto el radar como la radio habían quedado fuera de control simultáneamente cuando sólo se encontraban a cuestión de yardas del terreno del aeropuerto; demasiado tarde para levantar nuevamente el avión e intentar el aterrizaje.