Colocó el chubasquero sobre la silla de Ivy, su trono, o eso proclamaba ella, en aquella estancia. Mientras seguía al servicio de Al, este la había vestido con un estilo acorde a su estatus terrestre, y la trataba como una esclava favorita, como una sirvienta, como una compañera de cama; aunque ahora iba vestida con vaqueros y una blusa de los habituales tonos violetas, dorados y negros en lugar de una túnica ajustada de seda y oro, el porte majestuoso seguía allí.
—Gracias por venir —le dije, contenta de poder verla—. ¿Te apetece un té?
—No, gracias. —Extendió con elegancia una de sus esbeltas manos para que Jenks se posase—. Me alegro de ver que has vuelto al lado de gente que necesita tu ayuda, señor pixie —le saludó. Juraría que el tono rojo de las alas de Jenks se oscureció tres tonos.
—Hola, Ceri. Tienes aspecto de estar descansada. ¿Has dormido bien?
Su cara en forma de corazón mostraba una mirada astuta; era evidente que intentaba descifrar qué tipo de inframundano era ella a partir de sus patrones de sueño.
—Todavía no he dormido —respondió Ceri, moviendo los dedos hasta que el pixie alzó el vuelo. Su mirada se posó en el volumen abierto sobre la mesa—. ¿Es este?
—Es uno de ellos. —Sentí que me recorría una descarga de adrenalina—. ¿Es demoníaco?
Ceri se recolocó la melena rubia tras la oreja y se inclinó hacia la mesa.
—Oh, sí.
De pronto, me sentía mucho más nerviosa. Dejé la taza sobre la encimera mientras sentía que el estómago se me revolvía.
—Hay par de hechizos que me gustaría intentar. ¿Puedes echarles un vistazo y darme tu opinión?
—Me encantaría. —Los delicados rasgos de Ceri se encendieron de placer.
—Gracias —exhalé con un suspiro de alivio. Me froté las manos en los téjanos y señalé el conjuro de transformación—. Este de aquí. ¿Qué tal este? ¿Crees que puedo hacerlo bien?
Las puntas de su pelo liso rozaron el papel amarillento, manchado, cuando se inclinó sobre el tomo. Frunciendo el ceño, se recogió los mechones y los apartó. Jenks voló hasta la mesa mientras ella bizqueaba un poco, y aterrizó sobre el salero. Se oyó algo de estrépito en el salón, seguido de unos chillidos de pixie.
—Ahora vuelvo —suspiró Jenks, y se fue zumbando hacia el salón.
—Lo he visto antes —me informó Ceri, rozando el texto con los dedos.
—¿Qué hace? —inquirí yo, cada vez más nerviosa—. Lo que quiero saber es si me convertiría en un lobo de verdad, o si solo me daría el aspecto de uno.
Ceri se irguió, con la mirada clavada en el pasillo, por la que se colaba la aguda arenga de Jenks, tan aguda que hacía que me doliese la cabeza.
—Es una maldición de transformación estándar, del mismo tipo que usa Al. Mantienes la inteligencia y la personalidad, igual que cuando te transformas con un amuleto de tierra. La diferencia es que el cambio a lobo se produce a un nivel celular. Si hubiese dos seres así, podrías tener cachorros con el coeficiente intelectual de una bruja si te mantuvieses con forma lupina durante la gestación.
Abrí la boca. Estiré un brazo para tocar el libro, pero lo aparté enseguida.
—Oh.
Con despreocupación, pasó el dedo por la lista de ingredientes, redactada en latín.
—Esto no te convertirá en una auténtica mujer lobo, pero es como empezaron los hombres lobo —me indicó, en tono coloquial—. Hace unos seis milenios se puso de moda que los demonios atormentasen a las mujeres que habían pedido un deseo vanidoso obligándolas a mantener relaciones con un lobo demoníaco. El resultado era siempre un niño humano que podía transformarse en lobo.
Clavé los ojos en Ceri, pero esta no advirtió mi miedo. Dios, qué… asqueroso. Y qué trágico para la mujer y el niño. La vergüenza de las relaciones con un demonio nunca se desvanecería, y estaría siempre mezclada por el amor hacia el hijo. Siempre me había preguntado cómo habían empezado a existir los hombres lobo, ya que no eran seres de nunca jamás como las brujas o los elfos.
—¿Quieres que lo prepare? —se ofreció Ceri con aquella mirada plácida en los ojos verdes.
—¿Se puede usar sin peligro? —pregunté dando un respingo, y volviéndome a concentrar.
Ella asintió con la cabeza, mientras buscaba bajo la encimera el cuenco de hechizos de cobre más pequeño que tenía.
—No me importa hacerlo. Lo podría preparar hasta dormida. Los familiares de demonios preparan siempre las maldiciones. Tardaré unos treinta minutos —parecía no fijarse en mi agitación, y movió con aire despreocupado el grimorio a la isla central—. Los demonios no son más poderosos que las brujas. Pero están preparados para cualquier cosa; por eso parecen más fuertes.
—Pero Al se transforma en muchas cosas… y muy rápido —protesté yo, apoyándola en la isla central.
Con el taconeo de sus diminutas botas, Ceri volvió de uno de mis armarios, con un puñado de acónito. Aquella planta era tóxica en grandes dosis, por lo que sentí una punzada de preocupación.
—Al es un demonio de alto rango —me respondió—. Seguramente con la magia de tierra que guardas en tu armario de hechizos podrías superara un demonio menor de la superficie, aunque con una preparación suficiente, hasta un demonio de la superficie podría vencer a Al.
¿Me estaba diciendo que yo podía vencer a Al con mi magia? Ni por un segundo podía creerla.
Con una gracilidad ensimismada, Ceri encendió la llama del hornillo con una vela que había encendido en el calentador. El aparato hacía las veces de «fuego del hogar», ya que la llama del piloto estaba siempre encendida y proporcionaba un inicio estable para cualquier hechizo.
—Ceri, puedo hacerlo yo misma —protesté.
—Siéntate —me ordenó ella—. O quédate mirando. Pero yo quiero serte útil. —Me sonrió sin mostrarme los dientes, con la tristeza llenándole la mirada—. ¿Dónde guardas las velas benditas?
—
Hum
… dentro, al lado de los cucharones de plata —le indiqué, señalando con el dedo. ¿Acaso no las guardaba todo el mundo ahí?
Jenks voló de nuevo al interior de la cocina, rociando a su alrededor chispas doradas a causa de la agitación.
—Siento lo de la lámpara —farfulló—. Mañana tendrán que limpiar las ventanas por dentro y por fuera.
—No pasa nada… era de Ivy —respondí, pensando que podían romper todas las lámparas de la iglesia, si así se les antojaba… Que hubiesen vuelto era más que agradable… era lo correcto.
—Al es una farmacia andante —comentó Ceri, volviendo sobre el índice para comprobar algo. Jenks dejó escapar un hipido de sorpresa—. Por eso los demonios buscan familiares experimentados en la realización de pócimas. Los familiares preparan las maldiciones que después ellos usarán. Los demonios son los que les dan vida, los que los guardan en su interior, los que los sostienen hasta que los invocan con ayuda de la magia de las líneas luminosas.
Con los primeros ápices de comprensión, saqué otro de los volúmenes demoníacos de debajo de la mesa y lo hojeé, descubriendo en él las pautas de la magia de Al.
—Así que cada vez que se transforma o hace un hechizo…
—O viaja por las líneas, usa una maldición. Probablemente una que yo le he preparado —acabó Ceri por mí, entrecerrando los ojos mientras agarraba uno de los bolígrafos de Ivy y cambiaba algo en el texto. Pronunció una palabra en latín para que el cambio permaneciese—. Viajar por las líneas te oscurece mucho el alma, por eso están tan enfadados cuando se les invoca. Al estuvo de acuerdo con pagar el precio de salvarte la primera vez, pero quiere algo de información para compensar la mácula de su alma.
Le eché una mirada a la cicatriz circular de la muñeca. Tenía otra en la planta del pie que pertenecía a Newt, el demonio al que le había pedido que me devolviese a casa la última vez que me había quedado atrapada en siempre jamás. Nerviosa, escondí un pie debajo del otro. No se lo había contado a Ceri, porque a ella Newt le daba miedo. Me parecía agradable, familiar, que tuviese tanto miedo de los demonios que estaban claramente enloquecidos, pero no de Al. Yo nunca volvería a viajar por las líneas.
—¿Me das un mechón de pelo? —me sorprendió Ceri.
Cogí las tijeras fabricadas con un noventa y nueve coma ocho por ciento de plata que me tendía, en las que me había gastado una pequeña fortuna, y corté un poco de pelo, de la longitud de un espagueti, de la nuca.
—Estoy simplificando un poco las cosas —se explicó cuando le di los cabellos—. Te habrás dado cuenta ya de que prefiere unos determinados hechizos y unas determinadas formas por encima de otras.
—El noble inglés con el abrigo verde —señalé yo, y noté que el rostro de Ceri adquiría un delicado tono rosado. Me pregunté qué tipo de historia habría detrás, pero no quise inquirir sobre ello.
—He pasado tres años haciendo poco más que preparar esta maldición —dijo. Sus dedos se movían más lentamente.
El chasquido de las alas de Jenks sonó, proveniente del cucharón. Su habitual forma de llamar la atención.
—¿Tres años?
—Ahora tiene mil años —le respondí yo, y sus ojos se abrieron como platos. Ceri se rió al darse cuenta de lo desconcertado que se sentía.
—No es mí tiempo normal de vida —le explicó—. Ahora estoy envejeciendo, como tú.
Las alas de Jenks se convirtieron en un borrón de movimiento, y se detuvieron.
—Puedo llegar a vivir veinte años —respondió él, con la voz teñida de frustración—. ¿Y tú?
Ceri volvió sus solemnes ojos verdes hacia mí, buscando un poco de orientación. Le había pedido que mantuviese el secreto de que los elfos no se habían extinguido completamente, y aunque sabía que revelar su esperanza de vida no revelaría la verdad, Jenks podría usarlo para acabar de encajar las piezas. Yo asentí, y ella cerró los ojos, comprensiva.
—Unos ciento sesenta años —respondió, con suavidad—. Como una bruja.
Yo les eché una mirada intranquila mientras Jenks intentaba disimular una emoción desconocida. No sabía cuánto llegaban a vivir los elfos, y mientras observada cómo Ceri envolvía mi mechón de pelo alrededor de una cadena elaborada que se retorcía sobre sí misma, me pregunté cuántos años habrían tenido los padres de Trent cuando lo tuvieron. Una bruja era fértil durante unos cien años, con un lapso de veinte años en la primera parte de la vida y cuarenta al final. Hada dos años que no tenía el periodo, porque todas las funciones corporales se apagaban a menos que hubiese un candidato conveniente que ayudase a ponerlas en marcha de nuevo. Y, por mucho que me gustase Kisten, él no era un brujo y no podía poner en marcha las hormonas adecuadas. Como sabía que los elfos escondían sus orígenes en siempre jamás, como las brujas, suponía que su fisiología sería mucho más cercana a la de las brujas que a la de los humanos.
Como si hubiese sentido el nerviosismo de Jenks, Matalina entró con tres de sus hijas y un bebé que se movía aún con poca seguridad.
—Jenks, cariño —le llamó, dedicándome a mí una mirada de disculpa—. La lluvia ha remitido. Voy a llevármelos a todos fuera, para que Rachel e Ivy tengan algo de calma.
La mano de Jenks cayó sobre la empuñadura de su espada.
—Antes quiero comprobar las habitaciones una a una.
—No. —Ella se acercó volando y le dio un beso en la mejilla. Parecía alegre, contenta, y me encantó que demostrase de aquel modo sus sentimientos—. Quédate aquí. Nadie ha roto los sellos.
Mi labio inferior descendió y quedó atrapado entre mis dientes a Jenks no le iba a gustar lo que estaba a punto de decir.
—Matalina, de hecho me gustaría que os quedaseis aquí, si podéis.
Jenks levantó la cabeza, preocupado de pronto mientras se alzaba y se colocaba al lado de Matalina. Sus alas no chocaban, aunque flotaban uno junto al otro.
—¿Por qué? —preguntó secamente.
—Ah… —Eché una mirada a Ceri, que murmuraba en latín y hacía gestos sobre el aro que había creado con mi pelo en el centro de un pentáculo que había trazado en la mesa con sal. Contuve una sensación de preocupación: atar el pelo creaba un vínculo irrompible con el donante. El anillo de pelo retorcido desapareció con un estallido, convertido en un montón de cenizas. Parecía que todo estaba bien, porque Ceri me sonrió y colocó las cenizas y la sal en el cuenco de hechizos del tamaño de un vaso para chupitos.
—Rachel… —llamó Jenks para captar mi atención, y aparté la mirada de Ceri. Había contactado con una línea, y su pelo se estaba moviendo, bajo una brisa que nadie más podía sentir.
—Quizás quiera algo de ayuda para el próximo conjuro —respondí. Nerviosa, acerqué a mí el volumen demoníaco y lo abrí por la página señalada con el marca páginas que Ivy había comprado la semana anterior.
Jenks revoloteó a un par de centímetros por encima del papel, y Matalina dio unas instrucciones muy concretas a sus hijas. Arrastrando con ella al retoño quejumbroso, salieron de la cocina.
—Ceri —la llamé cuidadosamente, pues no quería interrumpirla—, ¿este se puede hacer?
La elfa parpadeó como si estuviese saliendo de un trance. Asintió, se arremangó por encima de los codos y se acercó al tanque de cuarenta litros lleno de agua salada que usaba para diluir amuletos usados. Observé asombrada que hundía las manos en el tanque, y sacaba los brazos chorreando. Le pasé un paño de cocina, mientras me preguntaba si yo también tendría que hacer lo mismo. Se secó las manos con un grácil movimiento de sus dedos, y se acercó a la mesa para echar un vistazo al libro de hechizos. Sus ojos se ensancharon al leer el conjuro que había localizado para hacer grandes las cosas pequeñas.
—Por… —musitó, mirando directamente a Jenks.
—¿Es seguro? —pregunté, asintiendo.
Ceri se mordisqueó los labios, y frunció ligeramente el ceño de un modo que resultaba atractivo en su rostro delicado y angular.
—Tendrás que modificarlo con algo que ayude a aumentar la masa ósea. Tal vez tengas que alterar el metabolismo, para que no se queme tan rápidamente… aunque también hay que tener en cuenta las alas.
—¡Qué! —exclamó Jenks, volando hacia el techo a toda velocidad—. De ninguna manera. No le vais a hacer nada a este pequeño pixie. ¡De ninguna manera!
Lo ignoré, y vi que Matalina respiraba lentamente, con los brazos cruzados ante ella. Me volví hacia Ceri.
—¿Se puede hacer?
—Claro que sí. La mayor parte de la maldición es magia de líneas, y tienes los ingredientes de tierra necesarios. Lo más difícil será desarrollar los conjuros suplementarios para limitar su incomodidad. Pero puedo hacerlo.