—Ahora no puedo soltarte —dijo sin mover los labios.
La adrenalina fluía en su interior y se formó una gota de sudor bajo la línea de nacimiento de su pelo. Mierda, mierda, mierda. Me había metido en un problemón. Me fijé en cómo relucía la punta de un colmillo, que aparecía en comisura de su boca. En cuestión de un solo segundo, el deseo había pasado de ser sexual a ser sanguíneo. Maldición, los siguientes diez segundos serían complicados.
—Si no tienes miedo, creo que podré soltarte —afirmó. Su voz estaba teñida por el ansia de sangre y el miedo.
No podía apartar la vista de sus ojos negros. No podía mirar nada que no fuesen sus ojos. Kisten, inconscientemente, esparcía feromonas en el aire para que mi cicatriz de vampiro lanzase oleada tras oleada de pasión a través de mi cuerpo con un pulso tamborileante, con un retortijón en las tripas.
Forcé la mente y obligué a que mi respiración se ralentizase, se estabilizase. El miedo haría que rebasase el límite. Ya había frenado en una ocasión a Ivy, y era consciente de que Kisten seguía hablando, lo que ponía las cosas a mi favor.
—Escucha —le dije para llamar su atención. El éxtasis que fluía de mi cicatriz se mezclaba con el terror, y formaba un compuesto imposible. Me hacía sentí bien. Era un subidón, como la emoción de lanzarse en paracaídas y hacer el amor al mismo tiempo. Si le dejaba que me mordiese, lograría triplicar la sensación e iba a soltarme; iba a alejarme de él.
—Voy a cerrar los ojos porque confío en ti —le informé.
—¿Rachel?
Era suave, suplicante. Quería soltarme de verdad. Maldición, todo aquello era culpa mía. La tensión hacía que me doliese la cabeza. Cerré los ojos para apartarlos de aquellas órbitas negras en las que se había convertido su mirada. Con aquello, hice que fuese diez veces más complicado superar el miedo, pero seguía confiando en él. Podía contactar con una línea luminosa y lanzarlo contra la pared… Si me empujaba de forma más violenta lo haría, pero aquello cambiaría completamente nuestra relación, y yo lo amaba. Era un amor silencioso, tentador, con la aterradora promesa de que crecería si no la jodía. Y quería un amor basado en la confianza, no en quién era más fuerte.
—Kisten —dije, obligando a mi mandíbula a que se separara—. Voy a soltarte, y tú también me soltarás los hombros y darás un paso atrás. ¿Preparado? —Lo escuchaba respirar, ronca, insistentemente. Tocó una fibra en mi interior, y los dos nos estremecimos.
Sería tan agradable permitir que me mordiese, dejar que sus colmillos se hundiesen profundamente, que me atrajesen hacia él, que me atravesasen como si estuviesen hechos de fuego, que me arrancasen el aliento, que me llevasen a alturas inimaginables de éxtasis. Sería increíble, lo mejor que jamás hubiese sentido. Cambiaría mi vida para siempre… y no sucedería. Porque aunque llegase a darme del todo a aquel placer que prometía, era consciente de que también escondía una realidad terrible. Y yo tenía miedo.
—Ahora, Kisten —ordené, con los ojos cerrados, obligando a mis dedos a moverse.
Mis manos se separaron de él, que reculó un par de pasos. Abrí los ojos rápidamente. Me daba la espalda, se apoyaba con una mano en el soporte de la base de mi cama, que le llegaba a la cintura. La mano que tenía libre temblaba. Estiré un brazo hacia él, pero vacilé.
—Kisten, lo siento —rompí el silencio con la voz temblorosa. Él asintió con la cabeza.
—Yo también. —Su voz ronca me atravesó, como agua por arena, y me dejó una sensación cálida, cosquilleante—. Hazme un favor, y no vuelvas a hacerlo.
—Te lo aseguro. —Con los brazos cruzados sobre el torso, me quité la sudadera y la dejé caer sobre la cama. El cosquilleo que sentía en la nuca se desvaneció, y me quedé tiritando, sintiendo que se me rompía el corazón. Yo ya sabía que la mezcla de nuestros olores naturales era como un afrodisíaco para su ansia de sangre, pero no tenía ni idea de lo potente que era ni de lo rápido que hacía efecto. Seguía cometiendo errores; ya llevaba un año con todo esto, y seguía cometiendo errores.
Kisten alzó la cabeza. No me sorprendió escuchar que la puerta principal se abría. En tres segundos, seis relámpagos de color plateado y dorado revolotearon delante de mi puerta, a la altura de la cabeza. En dos segundos, volvieron atrás.
—¡Hola, señorita Morgan! —saludó una voz aguda. Una pixie se detuvo repentinamente ante la puerta, y echó un vistazo al interior. El vestido se le hinchaba alrededor de los tobillos. Tenía el rostro enrojecido y el hermoso pelo se le revolvía a causa del aire que levantaban las alas. Se oyó un golpe en la sala de estar, y ella volvió atrás a toda prisa, gritando tan alto que hizo que me doliese la cabeza. La música retumbó un instante y se apagó.
Di un paso hacia el umbral de la puerta, pero me detuve cuando Matalina se presentó ante mí.
—Lo siento, Rachel —se disculpó la hermosa pixie, con aspecto de estar agotada—. Ya me ocupo yo. Los llevaré de nuevo al tocón en cuanto deje llover.
Alisando los bordes levantados de la venda de mis nudillos, intenté eliminar del todo las últimas sensaciones de pasión y de miedo que sentía por Kisten, se había movido todavía, porque seguía intentando recuperar el control.
—No te preocupes —tranquilicé a Matalina—. No he tenido tiempo de preparar la iglesia a prueba de pixies. —Y se oyó otro estruendo proveniente esta vez de la cocina. Pasaron volando un puñado de pixies, hablando todos a la vez; Matalina los siguió, riñéndolos para que se mantuviesen alejados de mis armarios.
Mi preocupación se hizo más profunda cuando Ivy pasó por delante de la puerta, andando a grandes pasos. Llevaba en el hombro a Jenks, que me dedicó una mirada insegura, y movió la cabeza a modo de saludo. Al ver a Kisten, Ivy dio unos pasos atrás. Su pelo corto se balanceó ligeramente. Su mirada se en su camiseta, que seguía en la cama, ya continuación se fijó en la culpa que yo exudaba, en el temblor de mis manos. Respiró profundamente por la nariz y captó el olor de las feromonas de vampiro, el olor de mi miedo, y en unos segundos percibió todo lo que había sucedido. Yo me encogí de hombros, incapaz de decir nada más.
—Hemos vuelto —anunció secamente, y siguió su camino hacia la cocina. El sonido de sus pasos, más fuertes, y una débil tensión en su cuerpo eran las únicas señales que mostraban que sabía que yo había llevado a Kisten al límite.
Kisten no me miró a los ojos, pero relajé un poco los hombros al notar que sus pupilas empezaban a recuperar el color azul.
—¿Te encuentras bien? —me interesé; me respondió sonriéndome con los labios apretados.
—No debería haberte dado ropa que ya hubiese llevado yo —contestó por fin, cogiendo la sudadera y volviéndola a guardar dentro de la bolsa—. Tal ver deberías lavarlas.
Avergonzada, cogí la bolsa que me ofrecía. Me siguió por el pasillo. Entró en la cocina, mientras que yo me dirigía poner la lavadora. El penetrante aroma del jabón me hizo cosquillas en la nariz. Vertí una medida entera, y añadí un poco más. Cerré la puerta y me quedé quieta, con las manos apoyadas sobre la máquina y la cabeza gacha, hasta que se llenó de agua. Mi mirada se posó en la mano que me habían mordido a veces creía que era la bruja más estúpida que jamás hubiese nacido. Me erguí, me obligué a que mi rostro mostrarse una expresión plácida y me dirigía la cocina, esperando la reacción burlona de Ivy.
Incapaz de mirar a nadie a la cara, fui directamente a la cafetera y me serví una taza, para poder esconderme tras ella. Todos los retoños de los pixies estaban en el salón, y el ruido que hacían al jugar se mezclaba con el suave tamborileo de la lluvia que caía tras la ventana abierta de la cocina. Ivy me dedicó una mirada sarcástica antes de volver a prestar atención a su correo electrónico; se había aposentado ya ante su ordenador, fuera del paso de nadie más, en la esquina. Jenks se había posado en el alféizar, y me daba la espalda mientras contemplaba la zona oeste del jardín. Kisten se había sentado en mi silla; las piernas, estiradas, sobresalían más allá de la esquina de la mesa. Nadie decía nada.
—Eh…
hum
, Kist —tartamudeé y él levantó la cabeza—. He encontrado un hechizo de transformación en uno de los libros que me has traído.
Parecía que él ya había recuperado la compostura, y aunque yo seguía tensa, sus ojos mostraban su cansancio.
—No me digas —contestó.
Alentada, agarré uno de los libros y lo abrí ante él.
Jenks voló hasta nosotros; estuvo a punto de posarse sobre mi hombro, pero acabó escogiendo el de Kisten en el último momento. Miraba hacia abajo, batiendo las alas sobre su cabeza inclinaba.
—¿Eso no es…?
—Sí —le interrumpí—. Es magia demoníaca. Pero mirad… No hay que matar nada.
Kisten dejó escapar un suspiro, y comprobó la expresión vacía de Ivy antes de alejarse un poco del volumen.
—¿Puedes hacer magia demoníaca? —inquirió.
Yo asentí mientras me colocaba un mechón tras la oreja. No quería contarle los motivos, y estaba segura de que Kisten era demasiado educado como para preguntarme por ellos mientras hubiese delante otras personas que pudiesen escucharlo. Pero Jenks era una historia completamente distinta. Con las alas todavía chasqueando, se puso en jarras y me miró ceñudo, adquiriendo su pose de Peter Pan.
—¿Cómo es que puedes realizar magia demoníaca, si nadie más puede?
—No soy la única —respondí, seca. El sonido metálico de la campana que Ivy y yo usábamos a modo de timbre resonó en el aire húmedo—. Seguramente es Ceri —tranquilicé a Ivy y a Kisten, que se habían puesto tensos al oír la campana—. Le he pedido que viniese a echarme una mano con los hechizos que tengo que realizar esta noche.
—¿Los hechizos demoníacos? —recalcó Jenks, agudamente. Yo fruncí el ceño; no deseaba discutir.
—Ya abro yo —se ofreció Kisten, poniéndose en pie—. Tengo que irme ya… Tengo un… una reunión.
Su voz sonaba tirante. Yo di un paso atrás, sintiéndome fatal al notar su ansia creciente. Mierda, aquella noche lo estaba pasando fatal para mantenerse dentro de sus límites. Nunca más repetiría lo que había hecho.
Kisten se acercó grácilmente hacia mí. No me moví cuando apoyó una mano en mi hombro y me dio un beso fugaz.
—Te llamaré cuando hayamos cerrado. ¿Estarás despierta?
Asentí con la cabeza.
—Kisten, lo siento —susurré. Me dedicó una sonrisa antes de salir de la cocina con sus pasos lentos, medidos. Encenderlo sin darle la posibilidad de saciar su hambre no estaba bien.
Jenks aterrizó en la mesa que había detrás de mí, e hizo chasquear las alas con fuerza para llamar mi atención.
—Rachel, se trata de magia demoníaca —me reprendió, aunque su tono beligerante no lograba disimular su preocupación.
—Por eso le he pedido a Ceri que le eche un vistazo —respondí—. Lo tengo todo controlado.
—¡Pero es magia demoníaca! —repitió—. Ivy, dile que se está comportando como una idiota.
—Ya sabe que se está comportando como una idiota —contestó Ivy, que apagó el ordenador tecleando unas cuantas órdenes—. ¿No has visto lo que le ha hecho a Kist?
—Sí, es magia demoníaca —dije yo, cruzando los brazos—, pero eso no significa que sea magia negra. ¿Podemos esperar a escuchar lo que tenga que decir Ceri antes de decidir nada? —
Podemos. Sí, nosotros. Somos otra vez un nosotros; y las cosas permanecerán así, joder
.
Ivy se levantó rápidamente, desperezó su cuerpo enfundado en sus tejanos negros y su camiseta apretada de punto y agarró su bolso.
—¡Espérame, Kist! —gritó.
—¿Te vas con él? —preguntamos al unísono Jenks y yo, mirándola fijamente. La mirada de Ivy, preñada de reproche, iba dirigida a mí.
—Voy a asegurarme de que nadie se aprovecha de él y de que no acabe odiándose a sí mismo cuando amanezca. —Se colocó la chaqueta con un movimiento de hombros y las gafas de sol, aunque fuera ya estaba oscuro—. Si me lo hubieses hecho a mí, te habría acabado colgando de la pared. Pero Kist es un caballero. No te lo mereces.
Mi aliento se cortó al recordar cómo Kisten me había atrapado contra la pared, cómo me había besado el cuello. Una punzada, el recuerdo de una necesidad, me traspasó desde el cuello hasta la ingle. Ivy dejó escapar un respingo, como si la hubiese abofeteado. Sus sentidos aumentados captaban mi estado con tanta facilidad como yo podía observar las chispas que soltaba Jenks.
—Lo siento —me disculpé, aunque la piel me volvía a cosquillear—. Lo he hecho sin pensar.
—Por eso te di ese maldito libro —replicó ella—, para que no tuvieras que pensar.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Jenks, pero Ivy ya había salido al ritmo del taconeo de sus botas—. ¿Qué libro? ¿El de las citas con los vampiros? Por las tragas de Campanilla, ¿todavía lo tienes? —añadió.
—Os traeré una pizza —anunció Ivy desde el pasillo.
—¿Qué le has hecho, Rachel? —volvió a preguntar Jenks. El viento que levantaban sus alas me enfriaba las mejillas.
—Me he puesto una sudadera de Kisten y he empezado a dar saltos —contesté, avergonzada.
El pequeño pixie dejó escapar un bufido y volvió al alféizar, para comprobar la lluvia.
—Sigue haciendo cosas así, y la gente pensará que deseas que te muerdan.
—Ya —farfullé. Tomé un sorbito de mi café, frío ya, y me apoyé en la isla central. Seguía cometiendo errores. Y recordé lo que me había dicho Queen en una ocasión:
Si lo haces una vez, es un error. Si lo haces dos veces, ya no
.
Alcé la mirada cuando el ronroneo de la conversación que llegaba desde el vestíbulo terminó y se oyeron unos pasos; Ceri miró nerviosa por el umbral de la puerta. Se quitó el chubasquero que llevaba, y sonrió al ver que Jenks y yo volvíamos a hablarnos.
—Jenks, sobre lo de Trent… —dije yo, viendo que sus alas se tornaban de un tono rojo excitado. Sabía que fuese lo que fuese Trent, Ceri era lo mismo.
—Lo puedo descubrir solo —me interrumpió él, concentrándose en Ceri—. Cierra la boca.
Cerré la boca.
Me erguí y estiré los brazos para darle un abrazo a Ceri. Yo no era una persona muy dada a ese tipo de saludos, pero Ceri sí. Había sido la familiar de Al hasta que pude rescatarla, en el breve lapso de tiempo que hubo entre que ella se retiró y el intento de que yo tomara ese cargo. Lanzó una mirada rápida a los vendajes que llevaba en el cuello y las manos, y apretó los labios de forma reprobadora; afortunadamente, no dijo palabra. Llegó a mi lado con su figura pequeña, casi etérea, y me abrazó a través de la camiseta, noté la frialdad del crucifijo de plata hecho a mano que Ivy le había regalado. El abrazo fue corto y sincero, y cuando nos separamos, ella sonreía. Tenía el pelo fino, suave, y lo llevaba suelto, flotando a su alrededor, una mandíbula delgada, una nariz delicada, mucho orgullo, poca paciencia y una conducta calmada a menos que la desafiasen.