Por un puñado de hechizos (16 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Por un puñado de hechizos
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La descarga de energía me atravesó, me llenó con una sensación incómoda. Se asentó en mi
chi
, cálida y satisfactoria, como una taza de chocolate caliente. Podía tirar más de ella y reservarla en mi cabeza para usarla después, pero no la necesitaba, así que permití que aquella oleada de energía resonante pudiese brotar de mí y volver a la línea. Yo formaba parte de una red que la línea luminosa podía cruzar y recorrer libremente a menos que yo la retuviera.

Sucedió todo en el espacio de tiempo que separa un latido de otro, y levanté la cabeza con los ojos cerrados. El viento que parecía estar soplando incansablemente en siempre jamás me revolvía el pelo, y me pasé una mano por los rizos desordenados para intentar dominarlos un poco. Le di las gracias a Dios por que todavía fuese de día, y por no poder ver ni una sombra de siempre jamás a menos que estuviese justo sobre la línea. Y no lo estaba.

—No me gusta cuando entra en contacto con una línea —le susurró Ivy a Kisten, desde su esquina—. ¿Alguna vez has visto algo más raro que eso?

—Tendrías que ver la cara que pone cuando…

—¡Calla, Kist! —exclamé, abriendo los ojos de golpe; me estaba sonriendo travieso.

Ceri, de pie con la taza de té agarrada entre los dedos y los rayos de sol envolviéndola, intentaba mantener un aspecto erudito, pero la diversión que reflejaba su rostro arruinaba todos sus intentos.

—¿Va a doler? —preguntó Jenks, mientras esparcía a su alrededor una nube de polvo dorado.

Recordé el dolor desgarrador que había sentido cuando me había convertido en un visón y me estremecí.

—Cierra los ojos y cuenta atrás desde diez —le pedí—. Te alcanzaré con el hechizo cuando llegues a cero.

Respiró profundamente y sus largas y oscuras pestañas cayeron sobre sus mejillas. Sus alas se detuvieron y él se colocó encima de la isla central.

—Diez… nueve… —empezó, con voz tranquila.

Dejé el libro sobre la mesa y me levanté. Me sentía ligera e irreal a causa de la energía de la línea que me atravesaba, estiré un brazo y lo cubrí con una mano. Me temblaban las rodillas, pero esperaba que nadie se diese cuenta.
Magia demoníaca. Que Dios se apiade de mí
. Respiré profundamente.


Non sum qualis eran
—recité.

—Ocho…

Ivy soltó un respingo; yo me asombré al ver que Jenks quedaba rodeado del torbellino dorado de siempre jamás que había brotado de mi mano y lo había bañado.

—¡Jenks! —gritó Matalina, alzándose y volando sobre los utensilios de cocina.

Me quedé sin aliento. Temblorosa, estiré una mano a mi espalda, buscando un punto de apoyo. Jadeé cuando un torrente de energía lumínica me golpeó, y aleteé con las manos, buscando ayuda. Era como si se me estuviese ensanchando la cabeza. Grité cuando la línea explotó en mi interior y golpeó a Jenks con un crujido que todo el mundo debía de haber oído.

Caí; me encontré sobre el suelo de la cocina, con los brazos de Ivy sujetándome de los hombros mientras me depositaba sobre el suelo. No podía respirar. Mientras intentaba recordar cómo funcionaban los pulmones, oí un fuerte estrépito proveniente de la zona donde colgaban los utensilios de cocina, seguido por un gruñido y un golpe seco.

—Me cago en la madre de Campanilla —refunfuñó una voz masculina nueva y suave—. Me estoy muriendo. ¡Matalina, me estoy muriendo! ¡El corazón no me late!

Logré respirar por fin una vez, otra, y me erguí gracias al apoyo de Ivy. Me sentía caliente, y después fría. No podía ver con claridad. Miré más allá de la isla central, y allí estaba Kisten, al lado de Ceri, que parecía paralizada, incapaz de decidir qué hacer a continuación. Aparté la mano de Ceri, me senté y me di cuenta de lo que me había derribado. No había sido la energía de la línea luminosa que había canalizado, sino la carga de basura que había acumulado en el alma, por la que tendría que pagar. La mácula se había quedado en mí, no en Jenks, y se quedaría así.

Con el corazón latiendo con fuerza, me puse de pie, con la boca abierta cuando vi a Jenks sentado en la isla central.

—Oh… Dios… mío… —susurré.

Jenks se giró hacia mí, con ojos abiertos como platos, aterrorizados. Su rostro angular estaba retorcido en una mueca, miraba hacia el techo, con el pecho subiendo y bajando apresuradamente, hiperventilando. Ceri estaba ante el fregadero, radiante a mi lado, Ivy lo miraba, asombrada. Kisten no presentaba mucho mejor aspecto. Matalina estaba deshecha en lágrimas, y los niños pixie revoloteaban a nuestro alrededor. Uno de ellos se quedó enredado en mi pelo, y el tirón me devolvió a la realidad.

—Los que tengáis menos de quince años… ¡fuera de la cocina! —ordené a gritos—. Que alguien me dé una bolsa de papel. Ivy, dale una toalla a Jenks. ¿Es que nunca has visto a un hombre desnudo?

Ivy se puso en marcha.

—Nunca había visto uno en mi cocina —farfulló, saliendo de la estancia. Los ojos de Jenks estaban abiertos de par en par a causa del miedo mientras yo agarraba la bolsa que me había pasado Kisten. La abrí y soplé en su interior.

—Toma —le ofrecí—. Respira aquí dentro.

—¿Rache? —jadeó Jenks. Cuando lo toqué, su rostro estaba pálido, su hombro frío. Se retorció, pero enseguida permitió que sujetase la bolsa sobre su cara—. Mi corazón —pronunció, aunque las palabras quedaron amortiguadas por la bolsa—. ¡Algo va mal! ¡Rache, devuélveme a mi estado normal! ¡Me estoy muriendo!

Sostuve la bolsa y lo contemplé con una sonrisa, sentado completamente desnudo en mi cocina, hiperventilando.

—Se están regulando las palpitaciones —le dije—. No tienes que respirar tan rápidamente. Frena —lo tranquilicé—. Cierra los ojos. Respira profundamente. Cuenta hasta tres. Ahora suelta el aire. Cuenta hasta cuatro.

—A tomar por culo —respondió, doblándose sobre sí mismo y empezando a tiritar—. La última vez que me pediste que cerrara los ojos y contase ya has visto cómo ha acabado.

Ivy volvió, y le colocó una toalla sobre el regazo y otra sobre los hombros. Jenks ya se estaba calmando, sus ojos recorrían toda la cocina, y saltaban del techo a la puerta de entrada. Se quedó sin aliento cuando vio el jardín por la ventana.

—Mierda —susurró y yo aparté la bolsa de su rostro. Tal vez no tuviese el mismo aspecto que Jenks, pero hablaba como él.

—¿Mejor? —le pregunté, reculando un paso.

Bajó la cabeza, y mientras seguía sentado en la mesa y se concentraba en su respiración, nosotros nos quedábamos con las bocas abiertas, contemplando aquel pixie de casi dos metros de altura. En una palabra, estaba… ¡
uau
!

Jenks nos había dicho que tenía dieciocho años, y los aparentaba. Un chico de dieciocho años muy atlético, de mirada inocente, un rostro joven y suave, y una cabellera de rizos rubios revueltos, que necesitaban que alguien los peinara. Le habían desaparecido las alas; solo quedaban aquellas anchas espaldas y los marcados músculos que antes las habían sujetado. Tenía la cintura delgada y los pies que colgaban sobre el suelo eran largos y estrechos. Tenían una forma perfecta, y mis cejas se levantaron; le había visto los pies en ocasiones anteriores, y siempre me habían parecido deformes.

Catalogué en silencio el resto de su cuerpo, y me di cuenta de que todas las cicatrices habían desaparecido, incluso la infligida por una espada de hierro. Sus abdominales increíblemente definidos eran perfectos, y le hacían tener la presencia desgarbada de un adolescente tardío. Cada parte de su cuerpo era esbelta, llena de energía. No tenía ni un pelo en todo el cuerpo, excepto las cejas y su cabellera. Sí. Lo comprobé.

Su mirada, bajo sus greñas despeinadas, se cruzó con la mía, y tuve que parpadear al darme cuenta de que me miraba. Ceri tenía los ojos verdes, pero los de Jenks eran de un tono verdoso asombroso, como de hojas nuevas. Los nervios hacían que las pupilas fueran un poco más estrechas, pero ni aquel terror que estaba desvaneciéndose podía disimular su juventud. Sí, tenía esposa y cincuenta y cuatro hijos, pero parecía un universitario de primer curso. Un universitario muy apetecible que estudiaba un poco de «Dios mío, necesito un poco de eso». Jenks se frotó la cabeza, el punto en que se había golpeado con los utensilios.

—¿Matalina? —llamó a su esposa. La cadencia al hablar sonaba familiar, pero el sonido era extraño—. Oh, Matalina… —jadeó cuando ella se posó sobre su mano temblorosa—. Eres tan guapa…

—Jenks —empezó ella, entre hipidos—. Estoy tan orgullosa de ti…

—Chsss —la calmó, haciendo una mueca a causa del dolor que sentía en su alma al sentirse incapaz de abrazarla—. Por favor, no llores, Mattie. Todo irá bien. Te lo prometo.

Sentí que mis ojos se calentaban al llenarse de lágrimas, mientras ella jugueteaba con los pliegues de su vestido.

—Lo siento. Me había prometido que no lloraría… ¡No quiero que me veas llorar!

Emprendió el vuelo rápidamente y salió hacia el pasillo. Jenks tuvo intención de seguirla, pero había olvidado que ya no tenía alas. Se inclinó hacia delante y cayó de cabeza al suelo.

—¡Jenks! —grité cuando escuché el sonido sordo del golpe y empezó a maldecir.

—¡Déjame! ¡Dejadme en paz todos! —exclamó, dándome una palmada en la mano y alzándose sobre sus piernas, solo para volver a caer. La toalla saltó a un lado y él se esforzó por mantenerla en su sitio y ponerse en pie a la vez—. ¡Malditos seáis todos! ¿Por qué no puedo mantener el equilibrio? —Se le puso la cara blanca y dejó de revolverse—. Mierda, tengo que mear otra vez.

Le lancé una mirada suplicante a Kisten. El vampiro vivo se puso en marcha, agarró los ahora inútiles brazos de Jenks y lo levantó del suelo, cogido por los hombros. Jenks era unos diez centímetros más alto que él, pero Kisten había trabajado en seguridad en la discoteca y sabía cómo manejarlo.

—Venga, Jenks —dijo, llevándolo hacia el pasillo—. Tengo algo de ropa para ti. Caerse es mucho más agradable cuando tienes algo que te separe el culo de la moqueta.

—¿Matalina? —gritó Jenks, dominado por el pánico desde el pasillo, asustado de que Kisten lo estuviese arrastrando hacia el baño—. Eh, que puedo caminar. Había olvidado que ya no tenía alas. Suéltame, puedo solo.

Di un respingo al escuchar el ruido de Kisten al cerrar la puerta del baño.

—Jenks tiene un culo muy bonito —comentó Ivy, rompiendo el silencio. Sacudió la cabeza, recogió la segunda toalla de Jenks, que había quedado en la cocina, y empezó a doblarla, como si necesitase estar ocupada en algo.

Solté aire durante un buen rato.

—Creo que ese es el hechizo más maravilloso que he visto en mi vida —le dije a Ceri.

Ella resplandecía; me di cuenta de que había estado preocupada, esperando mi aprobación.

—Maldición —me corrigió, clavando los ojos en la taza de té que sostenía en la mano y ruborizándose—. Gracias —añadió con modestia—. La he escrito en las últimas páginas con el resto de maldiciones suplementarias por si necesitas volverla a usar. He incluido la contramaldición, tal y como tiene que ser. Lo único que tienes que hacer es contactar con una línea y pronunciar las palabras.

Una contramaldición
, pensé de forma taciturna, preguntándome si aquello añadiría más oscuridad a mi alma o si la oscuridad ya se habría apoderado de ella.


Hum
, gracias, Ceri. Eres increíble. Nunca habría logrado realizar ese hechizo yo sola. Gracias.

Se quedó ante la ventana, con aspecto complacido, sorbiendo su té.

—Me devolviste mi alma, Rachel Mariana Morgan. Hacer a cambio tu vida un poco más fácil es lo menos que puedo ofrecer.

Ivy dejó escapar un ruido maleducado y tiró la toalla doblada sobre la mesa. Parecía que no sabía qué hacer a continuación.
Mi alma, mi pobre, manchada, ennegrecida alma
.

Se me secó la boca al darme cuenta de todo lo que me había caído encima. Mierda. Había estado jugando con artes oscuras. No, no artes oscuras, por las que podías ira la cárcel, sino con artes demoníacas… Ni siquiera había leyes para gente que practicase artes demoníacas. Me sentí fría, y después caliente. No solo me había impregnado de negrura el alma, sino que había pensado que esto sería bueno.

—Oh, Dios, voy a vomitar.

—¿Rachel?

Me hundí en mi silla, temblorosa. Ceri colocó su mano sobre mi hombro, pero casi ni lo percibí. Ivy gritaba algo, y Ceri le ordenaba que se sentase y que mantuviese la calma, que solo se trataba de la tensión retrasada por haber tenido que soportar un desequilibrio natural tan grande, pero que estaría bien.

¿
Bien
?, pensé, apoyando la cabeza en la mesa para evitar caer al suelo.
Quizá
.


Rhombus
—susurré, sintiendo la conexión con la línea luminosa encenderse en un abrir y cerrar de ojos, y noté que el círculo protector se alzaba a mi alrededor. Ceri dio un salto adelante, y se colocó a mi lado antes de que se cerrase completamente. Había practicado este hechizo durante tres meses, y era magia blanca, maldición, no magia negra.

—¡Rachel! —gritó Ivy, cuando vio que aquella banda de energía parpadeante de siempre jamás se formaba entre nosotras. Alcé la cabeza, concentrada en no vomitar.

—Dios me ayude —susurré, sintiendo que mi rostro se enfriaba.

—Rachel, no pasa nada. —Ceri se había agachado a mi lado, me cogió la mano e intentó hacer que la mirase—. Estás viendo una sombra hinchada artificialmente. Todavía no ha tenido la oportunidad de empapar tu alma. Todavía no es tan malo.

—¿Empapar? —repetí, con la voz quebrada—. ¡No quiero que me empape! —Mi aura había hecho pasar el habitual resplandor rojo de siempre jamás a un color negro. Escondido en su interior había un destello dorado que también surgía de mi alma, como una pátina envejecida. Tragué saliva con dificultad.
No vomitaré. No vomitaré
.

—Mejorará. Te lo prometo.

La miré a los ojos, y sentí que el pánico empezaba a desvanecerse. Mejoraría. Lo había dicho Ceri, y tenía que creerla.

—¡Rachel! —me llamó Ivy, de pie, impotente, tras el círculo—. ¡Baja esto!

Me dolía la cabeza y no podía coger aire suficiente.

—Lo siento —jadeé, rompiendo la conexión con la línea. La lámina de siempre jamás parpadeó y se apagó, y sentí como todo el flujo me atravesaba mientras vaciaba mi
chi
. No quería tener nada extra en mi interior. Estaba demasiado llena de oscuridad.

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