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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (6 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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—¿Cuál es el verdadero color de tu pelo? —le pregunté impulsivamente mientras jugueteaba con los mechones que le caían hasta la nuca.

Se apartó un poco, parpadeando por la sorpresa. Dos rebanadas de pan, recién tostadas, saltaron, y Kisten se acercó a la encimera; cogió un plato y colocó el pan.

—Pues es rubio.

Mis ojos recorrieron su hermoso trasero, y me recliné sobre la isla central, encantada con la vista. Llevaba unos aretes de un pálido color rojo, y me acerqué para pasar un dedo alrededor de una oreja desgarrada en un punto en el que alguien le había arrancado el pendiente de diamante. La oreja derecha todavía mantenía ambos pendientes, y me pregunté quién poseería el que había desaparecido.

—Te tiñes el pelo —insistí—. Venga, ¿de qué color es?

No quiso mirarme mientras abría el paquete de queso cremoso y extendía una gruesa capa sobre la tostada.

—Es castaño. ¿Por qué? ¿Importa?

Bajé las manos hasta su cintura y le di la vuelta. Lo aprisioné contra la encimera y me adelanté hasta que nuestros vientres se tocaron.

—Por Dios, no. Solo era una pregunta.

—Ah. —Sus manos me rodearon la cintura y, claramente aliviado, respiró lentamente; parecía que estuviese absorbiendo toda mi alma al hacerlo. Una chispa de deseo saltó de su cuerpo al mío, se adentró hasta el centro de mí ser y me dejó sin aliento. Era consciente de que me estaba oliendo, que estaba leyendo en aquella tensión de mi cuerpo, que se acercaba al suyo con el ansia de convertir aquel abrazo en algo más. Sabía que nuestros aromas naturales mezclándose formaban un afrodisíaco muy potente… y podía hacerle desear mi sangre. Aunque era consciente de que Ivy lo mataría si desgarraba mi piel, aunque fuese accidentalmente. Pero todo esto eran noticias de ayer, y me estaría comportando como una idiota si no admitiese que parte del atractivo de Kisten radicaba en una mezcla de la profunda intimidad que ofrecía con el peligro potencial de que perdiese el control y me mordiese. Sí, era una chica estúpida y confiada, pero el sexo era genial.

Y Kisten es muy cuidadoso
, pensé mientras me apartaba tímidamente al sentir aquel gruñido grave que empezaba a nacer en su interior. No se habría presentado si no estuviese seguro de su control, y estaba segura de que él se tentaba a sí mismo con aquella sangre que estaba fuera de su alcance, del mismo modo que yo me tentaba con aquel éxtasis carnal, supuestamente mejor que el sexo, que podía ofrecerme el beso de un vampiro.

—Veo que estás trabando amistades con los vecinos —comentó mientras yo me separaba de él, abría la ventana y me lavaba las manos. Si no paraba, Ivy lo sentiría y bajaría aquí, refunfuñando como una amante despechada. Éramos compañeras de piso y socias (y eso era todo), pero ella no intentaba disimular que quería algo más. En una ocasión me había pedido que fuese su sucesora, una especie de ayudante principal y portador del poder del vampiro cuando este se encontraba limitado por la luz del sol. Todavía no estaba muerta, por lo que aún no necesitaba un sucesor, pero a Ivy le gustaba planificar las cosas con mucha antelación.

Aquel cargo era todo un honor, pero yo no lo deseaba, aunque, como bruja, no podían convertirme en un vampiro. Aquello suponía un intercambio de sangre para cimentar los vínculos; por eso lo había rechazado de lleno la primera vez que me lo había sugerido. Tras conocer a la compañera de habitación que ella había tenido en la universidad, pensé que Ivy buscaba algo más que eso. Kisten podía distinguir perfectamente el ansia de sangre del deseo sexual, pero Ivy era incapaz, y tenía la sensación de que aquella pulsión por mi sangre era demasiado parecida a su atracción sexual por mí. La oferta de Ivy para convertirme en su sucesora implicaba la promesa de ser su amante, y, aunque la quería mucho, aquello no me iba.

Cerré el grifo y me sequé las manos con un trapo de cocina. Miré ceñuda las alas de mariposa que se acercaban al jardín.

—Me podrías haber ayudado ahí afuera —lo reñí.

—¿Yo? —Sus ojos refulgieron divertidos. Dejó el zumo de naranja en la encimera y cerró la nevera—. Rachel, cariño, ya sabes que te quiero y todo eso… ¿pero qué crees que podría haber hecho?

Tiré el paño de cocina sobre la encimera y le di la espalda, con los brazos cruzados sobre el pecho. Eché un vistazo al exterior, hacia aquellas a las que se aproximaban con cautela. Kisten tenía razón, pero eso no significaba que tuviese que gustarme su decisión. Yo había tenido la fortuna de que Matalina hubiese aparecido en aquellos momentos, y me pregunté de nuevo qué querría.

Di un respingo al sentir un cálido aliento sobre el hombro. Kisten se había acercado hasta mí, caminando con sus sigilosos pasos de vampiro.

—Si me hubieses necesitado, habría salido —me aseguró, y yo sentí como su grave voz se adentraba en mi cuerpo—, pero es que son solo hadas de jardín.

—Ya —suspiré yo—, supongo que ha sido por eso. —Me di la vuelta, y mi mirada pasó por encima de él y se fijó en los tres libros que había sobre la mesa—. ¿Son para mí? —le pregunté, deseosa de cambiar de tema.

Kisten estiró un brazo sobre mí y cogió una margarita del jarrón que había al lado del
señor Pez
.

—Piscary los tenía a buen recaudo. Tienen todo el aspecto de ser grimorios; he pensado que tal vez podrías encontrar una forma de transformarte. Si los quieres, son tuyos. No le voy a decir dónde han ido a parar.

Veía en sus ojos el ansia por ayudarme, pero no me moví; me quedé con los brazos cruzados, apoyada ante el fregadero, mirándolo fijamente. Si el vampiro maestro los tenía a buen recaudo, seguramente eran más viejos que el sol. O, todavía peor, tenían toda la pinta de ser libros de magia demoníaca, por lo que me eran inútiles, ya que normalmente solo los demonios pueden usarla. Normalmente.

Descrucé los brazos y volvía mirarlos, dubitativa. Tal vez sí hubiese algo que me fuera útil.

—Gracias —le dije, y me acerqué para tocar el libro que estaba encima de todo. Contuve un escalofrío cuando sentí una ligera esponjosidad, como si mi aura hubiese pasado de ser líquida a tener la textura del jarabe. Las heridas en la piel me cosquillearon y me froté las manos en los téjanos—. ¿No tendrás problemas por esto?

Kisten apretó ligeramente la mandíbula; fue el único signo en él que revelaba su nerviosismo.

—¿Te refieres a más problemas de los que tuve al intentar matarlo? —me preguntó, apartando los largos mechones del flequillo que le caían sobre los ojos.

—Entiendo lo que quieres decir —respondí yo con una rápida sonrisa. Me serví una taza de café mientras Kisten hacía lo mismo con el zumo de naranja y dejaba el vaso en una bandeja que había sacado de detrás del micro ondas. El plato con las tostadas acompañó al zumo, y poco después la margarita que había cogido del jarrón del alféizar también aterrizó allí. Me lo quedé mirando, y sentí todavía más curiosidad cuando me sonrió, mostró sus colmillos y se alejó por el pasillo. Vaya, la bandeja no era para mí.

Me apoyé en la mesa del centro, bebí el café a sorbos cortitos y oí que una puerta se abría con un crujido. La voz de Kisten gorjeó, alegre.

—Buenas tardes, Ivy. ¡A merendar, dormilona!

—Déjalo, Kist —farfulló Ivy, adormilada—. ¡Eh! —gritó—. ¡No las abras! ¿Qué demonios estás haciendo?

Una sonrisa se dibujó en mi rostro y se me escapó una risilla. Cogí el café y me senté a la mesa.

—Esa es mi chica —dijo amablemente Kisten, convenciéndola—. Ahora siéntate. Y coge la maldita bandeja antes de que tire todo el café.

—¡Es sábado! —se quejó Ivy—. ¿A qué has venido tan pronto?

Me pregunté qué estaría sucediendo mientras escuchaba la tranquilizadora voz de Kisten alzar y bajar de volumen a un ritmo desconocido para mí. Kisten e Ivy, ambos hijos de familias adineradas, habían crecido juntos, habían intentado compartir casa y cama, pero no había funcionado y habían quedado como amigos. Se decía que Piscary había planificado que estuviesen juntos y que engendrasen una carnada de niños que mantuviesen la línea de los vampiros vivos antes de que uno de ellos muriese. Yo no era ninguna experta en relaciones, pero hasta yo me daba cuenta de que aquello no sucedería. Kisten se preocupaba mucho por Ivy, y era un sentimiento recíproco, pero al verlos juntos siempre me daba la sensación de estar ante dos hermanos. Pero, de todos modos, esto de llevarle el desayuno en la cama era poco habitual.

—¡Cuidado! ¡El café! —advirtió Kisten, y enseguida se escuchó un chillido de Ivy.

—No me estás ayudando. ¡Sal de mi cuarto! —rugió Ivy con su dura voz como de seda gris.

—¿Quieres que te prepare la ropa, cariño? —continuó burlándose Kisten, marcando mucho más su acento británico, con voz risueña—. Me encanta la camiseta rosa que llevabas el otoño pasado. ¿Ya no te la pones nunca?

—¡Que salgas! —volvió a gritar ella, y oí que algo golpeaba la pared.

—¿Mañana querrás tortitas?

—¡Que salgas de mi cuarto de una vez!

La puerta se cerró con un chasquido. Tanto Kisten como yo sonreíamos cuando él volvió a la cocina y se acercó a la cafetera.

—¿Perdiste una apuesta? —conjeturé. Kisten respondió asintiendo con la cabeza, con las cejas alzadas. Empujé la silla del rincón con el pie, y él se sentó con una taza en la mano. Me rodeó las piernas con las suyas, tan largas, en aquel rincón.

—Yo dije que podrías acompañara David a un caso y volver a casa sin que hubiese una pelea. Ella apostó a que no. —Alargó un brazo hacia el azucarero y se sirvió dos terrones.

—Gracias. —Estaba contenta de que él hubiese confiado en mí.

—He perdido a propósito —respondió, disolviendo mis agradecimientos antes de que pudiesen materializarse.

—Pues qué bien —acabé yo, apartando mis pies de los suyos.

Dejó la taza en la mesa, y alargó el brazo para coger mis manos entre las suyas.

—Para ya, Rachel. ¿Qué otra excusa podía encontrar para venir aquí cada tarde durante una semana?

Con aquellas palabras no podía seguir enfadada con él, así que sonreí y bajé la mirada a nuestras manos entrecruzadas. Las mías parecían demasiado delgadas y pálidas en comparación con sus dedos, masculinos y morenos. Me agradaba contemplarlas juntas, de aquel modo. Durante los últimos cuatro meses no es que me hubiese colmado de atenciones, sino más bien que había estado disponible cuando uno de los dos tenía ganas de ver al otro.

Aquellos días estaba sumamente ocupado porque tenía que llevar los negocios de Piscary, ya que el vampiro maestro de los no muertos estaba en la cárcel por mi culpa; por mi parte, yo estaba atareada con la empresa de cazarrecompensas que compartía con Ivy: Encantamientos Vampíricos. Por eso, cada vez que nos encontrábamos, Kisten y yo pasábamos unos grandes momentos espontáneo se intensos que me resultaban al mismo tiempo extremadamente satisfactorios y curiosamente liberadores. Disfrutaba mucho más de nuestras breves charlas, casi diarias, al tomar café o al cenar, que de pasar tres días de acampada en las Adirondacks esquivando a guerreros lobos domingueros y matando mosquitos.

Kisten no estaba celoso del tiempo que dedicaba a mi carrera, y me aliviaba que saciase sus ansias de sangre en otra parte; yo ignoraba deliberadamente aquel lado de su personalidad hasta que descubriese cómo aceptarlo. Se avecinaban problemas en nuestro futuro: las brujas que no compartían su sangre y los vampiros vivos no eran conocidos por sus compromisos a largo plazo. Pero estaba ya cansada de estar sola, y Kisten cubría todas las necesidades emocionales que tenía, y yo completaba todas las suyas… a excepción de una. Para ser sincera, nuestra relación parecía demasiado buena para ser verdad; me pregunté cómo podía convivir con un vampiro cuando nunca había sido capaz de compartir mi existencia con otro brujo.

O con Nick
, pensé, y sentí que la sonrisa abandonaba mi rostro.

—¿Qué pasa? —inquirió Kisten, más consciente del cambio de mi estado de ánimo que si me hubiese pintado la cara de azul.

Respiré profundamente. Me odiaba por haber dejado que mis pensamientos vagaran hasta aquel punto.

—Nada. —Sonreí levemente—. Solo pensaba en lo mucho que me gusta estar contigo.

—Oh. —Su rostro se llenó de arrugas con una sonrisa preocupada—. ¿Qué harás hoy?

Volvía apoyar la espalda en el respaldo de la silla, aparté la mano de las suyas y apoyé mis pies cubiertos con calcetines sobre su regazo, para que no creyese que me estaba apartando de él. Mis ojos saltaron hasta mi bolso y mi chequera. No necesitaba dinero desesperadamente, una sorpresa después de que los requerimientos de mis servicios se hubiesen desplomado drásticamente tras aparecer el pasado invierno en el noticiero de las seis y que todo el mundo viese que un demonio me arrastraba por la calle. Como iba a hacer caso del consejo de David iba a pasar unos días de asueto para recuperarme, sabía que tenía que dedicarme a investigar, o a poner al día las cuentas, o a limpiar el baño, o a hacer cualquier otra cosa constructiva.

Pero entonces mi mirada se cruzó con la de Kisten y la única idea que me vino a la mente fue… ¡ah, no! Aquello era lo menos constructivo de todo. Sus ojos no estaban en calma; había un cierto tono negro en ellos, unos ligeros trazos azules. Su mirada descansó sobre la mía; me cogió un pie, lo hizo descansar sobre su regazo y empezó a masajearlo. La intención que se escondía tras su acción se fortaleció cuando sintió que mi pulso se aceleraba, y empezó a masajearme con un ritmo que sugería… otras posibilidades.

Respiré entrecortadamente. Sus ojos no reflejaban ninguna necesidad de sangre, solo un deseo que hacía que mi vientre se tensase, que la cicatriz demoníaca me cosquillease.

—Tengo que… lavar la ropa —argüí, arqueando las cejas.

—Lavar la ropa. —No apartó la mirada de mí mientras sus manos abandonaban mi pie y avanzaban lentamente por mis piernas. Se deslizaban y me presionaban, tentadoras—. Suena a algo relacionado con agua y jabón…
Mmm
. Todo queda mucho más resbaladizo… Creo que tengo un poco de jabón en alguna parte. ¿Quieres que te eche una mano?


, pensé, con mi mente recorriendo todas las diferentes formas en que podría ayudarme, y en cómo lograr que Ivy saliese de la iglesia durante unos segundos.

Al apreciar la… esto, «buena disposición» no acaba de describirlo… el entusiasmo en mi sonrisa invitadora, Kisten estiró el brazo y tiró de mi silla, la arrastró por el suelo con su fuerza de vampiro y la acercó a su extremo de la mesa. Abrí las piernas para colocar cada una de mis rodillas alrededor de él y él se inclinó hacia delante; el color azul de sus ojos se había desvanecido hasta convertirse en tan solo una fina línea.

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