Por un puñado de hechizos (13 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Por un puñado de hechizos
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—¡No! —gritó Jenks—.
Augmen
. Ya sé qué significa: significa grande. No voy a hacerme grande. ¡Podéis olvidarlo! Me gusta ser quien soy, y no puedo llevar a cabo mi trabajo si soy grande.

Había reculado hasta el punto en el que se encontraba Matalina, sobre la encimera. Las alas de la mujer estaban quietas, lo que era poco habitual. Yo hice un gesto, impotente.

—Jenks —supliqué—, escucha.

—No. —S u voz se había convertido en un graznido mientras me señalaba con el dedo—. ¡Eres una bruja malvada, enferma, loca! ¡No lo permitiré!

Me puse tensa al escuchar la puerta de atrás abriéndose. Las cortinas se movieron, y reconocí los pasos de Ivy. El olor de la pizza se mezclaba con el intenso aroma del jardín húmedo; Ivy entró con el mismo aspecto que tendría la fantasía de cualquier adolescente: envuelta en un abrigo de cuero empapado y sosteniendo una caja cuadra de pizza en una mano. El pelo corto se balanceó cuando dejó la caja en la mesa con un fuerte golpe; había entrado en la estancia con el rostro sereno, solemne. Cambió de silla el chubasquero de Ceri y la tensión en la cocina se hizo más palpable.

—Si eres grande —empecé a explicar mientras Ivy agarraba un plato— no tendrás que preocuparte por las fluctuaciones de temperatura. Allá arriba puede estar nevando, Jenks.

—No.

Ivy abrió la tapa, se sirvió con cuidado una porción de pizza en el plato y volvió a su rincón de la cocina.

—¿Quieres hacer grande a Jenks? —preguntó—. ¿Las brujas podéis hacer eso?

—Uh… —vacilé, ya que no quería tener que explicar las razones por las que mi sangre podía controlar la magia demoníaca.

—Ella sí que puede —atajó Ceri, resolviendo el problema.

—Y la comida ya no será un problema —añadí yo, para mantener el tema centrado sobre Jenks y no sobre mí.

Jenks seguía furioso, a pesar de que Matalina había posado sobre él una mano tranquilizadora.

—Nunca he tenido ningún problema para alimentara mi familia —se defendió.

—Yo no he dicho eso. —El olor de la pizza me estaba mareando, ya que tenía el estómago cerrado. Me senté—. Pero estamos hablando de casi ochocientos kilómetros, si es que se encuentran donde yo pienso que están, y no quiero tener que parar cada hora para que te pelees contra los pixies de los parques que nos encontremos para que puedas comer. Ya sabes que el agua azucarada y la mantequilla de cacahuete no nos sirven de nada.

Jenks respiró profundamente para empezar a protestar. Ivy comía su pizza, reclinada sobre la silla, con los talones de las botas apoyados en la mesa, al lado del teclado; su mirada saltaba de Jenks a mí.

Me coloqué un mechón de pelo tras la oreja, esperando que no estuviese poniendo demasiada presión en aquella relación ya deteriorada.

—Así podrás ver cómo vivimos al otro lado —añadí—. No tendrás que esperara que alguien te abra la puerta, y podrás usar el teléfono. Por Dios, hasta podrías conducir…

Sus alas se pusieron en movimiento, convertidas en un borrón. Matalina parecía aterrorizada.

—Mira —continué, sintiéndome cada vez más incómoda—, ¿por qué no lo habláis Matalina y tú?

—No necesito hablar de nada —respondió tajante Jenks—. No lo haré.

Mis hombros cayeron, pero estaba demasiado asustada para presionarlo todavía más.

—De acuerdo —acepté amargamente—. Perdona, pero tengo que vaciar la lavadora.

Disimulé mi preocupación con un enfado falso y salí de la cocina, haciendo rechinar las zapatillas primero sobre el linóleo y después sobre las planchas de madera en mi camino hacia el lavadero. Cerré con un golpe más fuerte de lo necesario las puertas blancas esmaltadas y coloqué la ropa de Kisten en la secadora. Jenks ya no la necesitaría, pero no se la iba a devolver húmeda.

Coloqué la ruedecita en la posición de secado, apreté el botón de encendido y oí como la máquina empezaba a girar. Me apoyé en la secadora, manteniendo los brazos extendidos. Las temperaturas bajas limitarían la capacidad de movimiento de Jenks al anochecer. Un mes después ya no hubiese importado, pero en mayo todavía podía hacer mucho frío en Michigan.

Me levanté, resignada a tener que aceptar aquella situación. Era su decisión. Más serena, volví hacia la cocina; me obligué a que desapareciese de mi rostro aquella mirada ceñuda.

—Por favor, Jenks —oí suplicara Ivy antes de doblar la esquina. La poco habitual emoción que le teñía la voz me obligó a detenerme. Nunca permitía que sus emociones fuesen tan evidentes—. Rachel necesita alguien que medie entre ella y cualquier vampiro que se encuentre fuera de Cincinnati —susurró, sin saber que yo la estaba escuchando—. Todos los vampiros de la ciudad saben que yo les daría una segunda muerte si la tocan, pero una vez esté fuera de mi campo de influencia, su cicatriz la convertirá en una presa apetecible. Yo no puedo acompañarla. Piscary… —se estremeció al respirar—, Piscary se enfadaría mucho si yo abandonase su campo de influencia. Por favor, Jenks, todo esto va a matarme. No puedo irme con ella. Tienes que hacerlo. Tienes que ser grande, si no nadie te va a tomar en serio.

Palidecí y toqué con la mano la cicatriz. Mierda, me había olvidado de aquello.

—No tengo que ser grande para protegerla —respondió, y yo asentí.

—Lo sé, y ella también lo sabe —se mostró de acuerdo Ivy—, pero a un vampiro sediento de sangre no le va a importar. Y seguramente habrá más de uno.

Temblando por dentro, di unos pasos atrás. Mis dedos buscaron el pomo de la puerta del baño y lo cerré de golpe, como si acabara de salir a continuación volvía entrar en la cocina, sin mirar a nadie. Ceri seguía al lado del pequeño cuenco para hechizos, con un pequeño bastoncito en la mano. Era evidente lo que quería. Ivy simulaba leer su correo electrónico; Jenks estaba quieto, con el rostro teñido por el terror, con Matalina a su lado.

—Bueno, pues nos pararemos cada hora —dije. Jenks tragó saliva con dificultad.

—Lo haré.

—Pero Jenks —repliqué yo, intentando disimular mi culpabilidad—, en serio, no tienes que hacerlo.

Alzó el vuelo con las manos en jarras y se acercó a mi cara.

—Voy a hacerlo, así que haz el favor de callarte la boca y darme las gracias.

—Gracias —susurré, sintiéndome miserable y vulnerable.

Las alas de Jenks chasquearon mientras volvía a trompicones al lado de Matalina. Su bella cara de ángel parecía asustada cuando lo abrazó, y lo hizo darse la vuelta para que me diese la espalda. Empezaron a hablar en un tono tan agudo y rápido que no podía seguir la conversación.

Con el silencio habitual de un esclavo, Ceri se acercó para dejar el cuenco con la poción de transformación a mi lado. Colocó el bastoncito a su lado con un pequeño chasquido y se apartó. Todavía preocupada, puse una aguja estéril en el lápiz de punción digital y miré la mezcla. Parecía refresco de cereza vertido en aquel pequeño cuenco.

—Gracias —murmuré. Fuese magia blanca o no, no quería que se me recordase por haber echado mano de la magia demoníaca. Vertí tres gotas de sangre en la mezcla, y sentí un aroma a rosa quemada que se me quedó en la garganta cuando mi sangre dominó la magia demoníaca.
Qué agradable
.

Mi estómago se revolvió; le eché un vistazo al cuenco.

—¿No lo invocaré demasiado pronto? —pregunté, y Ceri negó con la cabeza. Alzó el pesado libro y lo mantuvo abierto ante mí.

—Mira —señaló—. Esta es la palabra para invocarlo. No funcionará a menos que estés conectada con una línea o tengas demasiado siempre jamás acumulado para efectuar un cambio. He visto lo que puedes aguantar, y es suficiente.

»Esta —señaló otra palabra, que estaba en la parte inferior de la página— es la palabra para volver a tu estado original. Te sugiero que no la uses a menos que estés conectada con una línea luminosa. En esta ocasión tendrás que aumentar tu masa, no disminuirla. Es difícil saber cuánta energía acumulada necesitarás para equilibrar la masa. Es más fácil conectarte con una línea y dejar que la masa se equilibre sola. El agua salada no logra romper la magia demoníaca, así que no te olvides de la palabra para detener la maldición.

Nerviosa, cogí el pequeño cuenco de bronce con la otra mano. Había suficiente poción para siete hechizos de tierra, pero tratándose de magia de líneas luminosas, seguramente solo me serviría para uno. Miré de nuevo la palabra para invocarlo.
Lupus
. Bastante evidente.

—No funcionará a menos que lo tengas en tu interior —me aseguró Ceri, que sonaba enfadada.

Jenks se acercó y sobrevoló las páginas. Su mirada pasaba del texto escrito a mi cara.

—¿Cómo podrá decir la palabra si es un lobo? —preguntó, y un relámpago de angustia me atravesó hasta que deduje que debía de ser el mismo caso de cualquier otro hechizo que involucrase las líneas luminosas, que solo era necesario pensar en ella con bastante fuerza. Aunque poder gritar una palabra durante una invocación le añadía un cierto poder.

Ceri entrecerró sus ojos verdes.

—Bastará con que la pronuncie mentalmente —explicó—. ¿Quieres que lo guarde en un pentagrama, para mantenerlo fresco, o lo tomarás ahora mismo?

Levanté el cuenco, intentando suavizar mi expresión para que, al menos, no pareciese tan nerviosa. Se trataba tan solo de una poción de disfraz más elaborada, una que me convertiría en un ser peludo y dentudo. Si tenía suerte, nunca necesitaría invocarla. Sentía que Ivy había puesto toda su atención en mí. Con todo el mundo mirándome, me tragué la poción.

Intenté no notar su sabor, pero los restos arenosos de la ceniza y el amargo gusto del estaño, la clorofila y la sal permanecieron en mis labios.

—Dios —solté mientras Ivy agarraba una segunda porción de pizza—. Tiene un gusto asqueroso. —Me acerqué al tanque de disolución y sumergí el cuenco un momento antes de dejarlo en el fregadero. La poción me ardía dentro del cuerpo, e intente disimular un escalofrío. No lo conseguí.

—¿Estás bien? —preguntó Ivy al ver que temblaba y que el cuenco daba un par de golpes en el fregadero antes de que lo soltase.

—Perfectamente —contesté, con voz áspera. Había tomado una poción demoníaca. Por propia voluntad. Aquella noche me mostraba muy entusiasta, y mañana cogería un autobús turístico a las mejores zonas del infierno.

Ceri escondió una sonrisa, y yo la miré ceñuda.

—¿Qué? —le espeté; lo único que hizo ella fue sonreír más.

—Es lo mismo que decía Al siempre que tomaba sus pociones.

—Genial —solté, y me senté en la mesa y me acerqué la pizza. Sabía que lo que me hacía sentir irritada era la ansiedad, e intenté relajar el rostro, que pareciese que no me importaba.

—¿Lo ves, Matalina? —intentó convencerla Jenks, y voló a su lado, en el alféizar en el que se encontraba mi beta—. No pasa nada. Rachel se ha tomado una poción demoníaca y está bien. Será más fácil así, y no moriré de frío. Seré tan grande como ella. Estará bien, Mattie, te lo prometo.

Matalina se elevó creando una columna de chispas plateadas. Se frotaba las manos y nos miraba a uno ya otro; era evidente su nerviosismo, era evidente que le dolía en lo más profundo. Desapareció en un instante, y se metió en medio de la lluvia, escapando por el agujero para pixies del cristal.

De pie en el alféizar, Jenks dejó que las alas cayeran a sus costados. Sentí un poco de culpabilidad, pero lo superé. Jenks iría al norte, le acompañase yo o no. Si era grande, tendría una mayor oportunidad de volver entero. Pero estaba tan disgustada que no era extraño pensar que eso era culpa mía.

—Vale —dije, sin sentir el gusto de la pizza—. ¿Qué tenemos que hacer para Jenks?

Los delgados hombros de Ceri se relajaron, y agarró su crucifijo con lo que parecía un gesto de contención.

—Su conjuro tiene que prepararse de una forma especial. Seguramente tendríamos que preparar un círculo. Será más complicado.

6.

El áspero olor de la tela teñida no se mezclaba bien con el exquisito aroma del cuero y la seda. En medio de aquella mezcolanza de aromas, estaba también el olor a incienso que me llenaba con cada aliento, que hacía que mis músculos se relajasen, quedasen flojos. Kisten. La nariz me cosquilleó, me quité el pañuelo de la cara y escuché con más cuidado el sonido de sus latidos. Sentí como se movía, y una parte dormida de mí recordó que estábamos en el sofá de la sala de estar, uno al lado del otro como dos cucharas en un cajón. Yo tenía la cabeza encajada bajo su barbilla, y él me rodeaba el torso con su brazo, cálido, seguro.

—¿Rachel? —susurró tan suavemente que su aliento casi no me movió el pelo.

—¿
Mmmm
? —murmuré yo, que no deseaba moverme. En los últimos once meses había descubierto que el ansia de sangre de los vampiros variaba tanto como el humor, y dependía del estrés, el temperamento, la educación y la última vez en que la habían saciado. Me había ido a compartir piso con Ivy como una completa idiota. Y coincidió que ella se encontraba en el peor momento de una etapa bastante espeluznante, ya que estaba completamente nerviosa porque Piscary la quería convertir en un juguete, o quería matarme… lo que incrementaba su culpabilidad por desear sangre y por intentar abstenerse de ella. Tres años de abstinencia habían creado una vampira muy nerviosa. No quería saber, de ningún modo, cómo había superado el mono para intentar rehacerse. Lo único que sabía era que, ahora que se encargaba de «sus asuntos», era mucho más fácil convivir con ella, aunque cada vez que sucumbía a sus instintos volvía a odiarse ya sentir que era un fracaso.

Había descubierto que Kisten estaba en el otro extremo, con ganas de estar tumbado y sin necesidad de satisfacer sus ansias de sangre. Aunque no me sentía muy cómoda si tenía que dormir en la misma habitación que Ivy, podía soportar estar al lado de Kisten si se encargaba de todo antes.
Y juro que no volveré a hacer ejercicio con sus camisetas
, pensé amargamente.

—Rachel, cariño —repitió, más fuerte, con un tono de súplica. Sentía que tensaba los músculos, que su respiración se aceleraba—. Creo que Ceri ya está preparada para que realicéis el conjuro para Jenks. Aunque me gustaría poder sacarte la sangre yo mismo, creo que será mejor si la viertes tú sola.

Mis ojos se abrieron de golpe, y yo eché un vistazo al montón de equipamiento electrónico de Ivy.

—¿Ya ha acabado? —pregunté. Kisten gruñó cuando le apreté la barriga con el codo al sentarme. Mis pies, enfundados en calcetines, tocaron la alfombra, y miré el reloj que había sobre la televisión. ¡Ya había pasado mediodía!

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