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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (27 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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—Jax logró llegar —farfulló Jenks—, y de todas formas, el frío va a hacer que me desplome igualmente. ¿Cómo puedes aguantarlo, Rache? Por los pezones de Campanilla, creo que se me van a caer algunos pedazos del cuerpo.

Solté un resoplido mientras me quitaba los guantes y los dejaba colgando del cinturón. Con la ayuda de Jenks, me quité mi propio equipo y me sentí cien veces más ligera. En algún punto del trayecto me había vuelto a abrir las heridas de los nudillos, pero tenía las manos demasiado frías para que sangrasen. Miré aquellas heridas de bordes blanquecinos; a ese paso, nunca se me curarían.

Marshal se puso en pie, enfundado en su traje hecho a medida, de tonos dorados y negros, con las gafas descansando sobre la cabeza.

—Rachel —me llamó, con los ojos castaños cargados de preocupación—. He cambiado de idea. No me parece bien dejarte aquí.

Jenks me miró, y yo reprimí un suspiro; casi había esperado aquello.

—Te lo agradezco —respondí, intentando ponerme de pie solo para volver a caer—, pero lo mejor que puedes hacer es volver a tu lancha y pasar el resto del día como si nunca hubieses oído hablar de mí. Si algún hombre lobo viene a preguntar por mí, dile que me sacaste en tu lancha y que te golpeé en la cabeza y robé el equipo. No fuiste a la SI porque te sentías avergonzado.

A mi lado, Jenks comprobaba el musculado físico de Marshal, completamente definido bajo el neopreno, y soltó una risita. Marshal sonrió ampliamente, con las gotas de agua brillando en su rostro.

—Realmente eres un caso, Rachel. Quizá…

Con las aletas y el equipo en la mano, me dirigía la playa para quitarme el traje.

—Nada de quizá —respondí, sin echar la vista atrás. Cuando mis pies descalzos chapotearon sobre aquellas pequeñas olas que llegaban a la arena, dejé caer todo y me quedé solo con la riñonera, mientras buscaba una línea luminosa, pero no encontré ninguna. No me sorprendía. Había almacenado la energía en mi cabeza, pero no podía crear un círculo a menos que contactase con una línea. Aquello me limitaría, aunque no me haría más débil.

—Tengo tu tarjeta de visita en la lancha —insistió Marshal, que me estaba siguiendo. Jenks también venía tras de mí; su fuerza de pixie le permitía cargar con los equipos y las botellas de oxígeno de los dos.

—Quémala —le sugerí. Me tambaleé sobre aquella superficie formada de rocas suaves y pequeñas, y me senté en el suelo para evitar una caída. No me sentía para nada como James Bond mientras me sacaba un guijarro de debajo del trasero y lo lanzaba lejos.

Jenks lo dejó todo en el suelo, a mi lado, y se sentó conmigo con un suspiro de preocupación. Con su ayuda me quité el traje de neopreno, y me sentí fría y vulnerable.

Marshal se había colocado entre el agua y yo; sería un blanco fácil si alguien surgía de entre los árboles cercanos.

—Tendría que haberme dado cuenta de que algo no iba bien al fijarme en que llevabas mallas por debajo del traje —comentó cuando me quité el neopreno.

Notaba la frialdad de las rocas a través de la licra. Dejé la riñonera sobre mi regazo y abrí la cremallera. Todo lo que había guardado en bolsas impermeables estaba seco, y me puse mis ligeras zapatillas para correr, tiritando de frío, mientras Jenks se quitaba su traje. Marshal abrió los ojos como platos cuando vio la pistola de pintura asomar por la abertura. Dejé que la mirase bien, le pasé a Jenks su amuleto de olor, me coloqué el mío, y lo sujete a la parte trasera del cuello de mi atuendo negro. Cogí el amuleto de calor de Marshal y se lo devolví.

—Lleva tu nombre —le dije cuando estaba a punto de protestar.

Hice un gesto a Jenks, que devolvió el suyo a regañadientes. Mientras nos preparábamos para ponernos en marcha, la expresión de Marshal pasó del asombro a la alarma. Sin los amuletos sentíamos mucho más frío, y notaba cómo el frío atravesaba la licra. La tensión me hacía estar rígida; enrollé el traje lo mejor que supe y se lo pasé a Marshal.

—Esto no está bien —comentó Marshal mientras cogía el amuleto; yo me senté de nuevo sobre las rocas y le miraba fijamente.

—No, no lo está —respondí mojada, fría, cansada—. Pero aquí estoy. Moviendo los pies sobre las rocas.

Su mirada se posó de nuevo sobre la pistola de pintura, y mientras se revolvía nervioso, le pasé a Jenks una parte de las bolas de pintura, que dejó caer en la bolsa que colgaba de su cintura. Cuando estábamos en la tienda adquiriendo las bolas para rellenar con poción para dormir, le había ofrecido comprarle una pistola para él, pero él prefirió un tirachinas de aspecto impresionante. Se lo había colgado del brazo y parecía tan efectivo como una ballesta. Apostaría que tenía una gran puntería con el tirachinas.

Completamente listo, Jenks se incorporó sobre un racimo de rocas resbaladizas, cogió un trozo de madera que había flotado hasta la playa y lo balanceó como si se tratase de una espada. La controlaba con gracilidad, y Marshal lo contempló unos instantes antes de ofrecerme una mano para ayudarme a levantarme.

—Eres una bruja buena, ¿verdad?

Cogí la mano, y sentí el calor y la fuerza que la respaldaban.

—¿A pesar de lo que parece todo esto? Sí —respondí y me bajé el puño de la camiseta para que cubriese la cicatriz demoníaca. Mis dedos se separaron de los suyos, y Marshal reculó un paso.
Soy una bruja blanca, maldición
. Detrás de mí, Jenks asestaba estocadas y hacía fintas, en completo silencio excepto por el sonido de la espada al cortar el aire. Teníamos que ponernos en marcha, pero Marshal seguía delante de mí, elegante con su traje de neopreno, sujetando los amuletos entre los dedos.

Miró a su espalda, a su lancha, al equipo apilado en la costa. Apretó con fuerza los labios, decidido, inclinó la cabeza y quitó la pegatina de uno de los amuletos.

—Toma —me dijo, alargándome el amuleto.

Parpadeé al sentir que el frío me abandonaba el cuerpo cuando las yemas de mis dedos entraron en contacto con los amuletos de nuevo.

—Marshal…

Pero ya se estaba moviendo, con sus esbeltos músculos tensándose mientras agarraba el equipo y caminaba hacia el inicio del bosque.

—Quédatelos —comentó mientras dejaba caer uno de los equipos en medio de los matorrales y volvía a cargar con el segundo—. He cambiado de idea. Seguía pensando que todo esto del rescate era una broma, pero no os puedo abandonar aquí sin una forma de escapar. Tu novio puede usar mi equipo. Les diré a los chicos que sufriste un ataque de pánico y me hiciste avisar por radio a la lancha taxi para que te llevasen de nuevo a la costa. Si tenéis que nadar, dad la vuelta a la isla Round y llegada la isla Mackinac para coger el ferri. Podéis dejar todo el equipo en una de las taquillas del muelle, y enviarme la llave. Si no tenéis que escapar nadando, podéis dejarlo todo aquí, y lo recogeré la próxima vez que haya mucha niebla.

Sentí que se me encogía el corazón, y mis ojos adquirieron un tono cálido por la gratitud.

—¿Y tu conductor?

Marshal se encogió de hombros; sus músculos cubiertos de goma tenían un aspecto estupendo cuando el sol se reflejaba sobre ella.

—Me seguirá la corriente. Nos conocemos de hace mucho. —Sus ojos se estrecharon con preocupación—. Prométeme que no intentaréis cruzar el estrecho a nado. Está demasiado lejos.

Asentí con la cabeza, y le devolví su amuleto a Jenks.

—Mucho cuidado con los ferris que llegan a la isla Mackinac, sobre todo los que funcionan como un hidroplano, porque se acercan a mucha velocidad. Entre mi equipo encontrarás otro amuleto de calor para tu novio. Siempre lo llevo, por si hay alguna emergencia. —Hizo una mueca, y sus cejas depiladas se alzaron—. Y esto suena a emergencia.

No supe qué contestar. Detrás de mí, Jenks arrancó la pegatina de su amuleto y se la dio a una de las gaviotas que nos habían rodeado, que alzó el vuelo con un graznido; otros tres pajarracos la siguieron.

—Marshal —tartamudeé—, podrías perder la licencia. —
En el mejor de los casos
.

—No, no la perderé. Confío en ti. No eres una buceadora profesional, pero eres… algo profesional. Lo único es que necesitabas un poco de ayuda. Si tienes algún problema, tira el equipo y sube a la superficie. Aunque…
hum
… preferiría que no fuese así. —Sus ojos castaños se clavaron en los árboles—. Han estado sucediendo cosas extrañas por aquí, y no me gusta ni un ápice. —Sonrió, aunque seguía teniendo un aspecto preocupado—. Espero que consigas recuperara tu novio.

Sentí como el alivio me embargaba. Dios, era un buen tipo.

—Gracias, Marshal —contesté, y me incliné para besarle en la mejilla—. ¿Podrás llegara la lancha sin problemas?

Él asintió despreocupadamente.

—Nado mucho. Será fácil.

Recordé la vez que nadé en el frío río Ohio, esperando que no le pasase nada.

—Te llamaré lo antes posible para hacerte saber si hemos salido de esta y dónde he dejado tus cosas.

—Gracias —respondió él, acercando su cabeza hacia mí—, te lo agradezco. Algún día voy a ir a buscarte, y espero que entonces me cuentes de qué va todo esto.

Sentí que una sonrisa traviesa asomaba a mi rostro.

—Es una cita, pero si te lo cuento tendré que matarte.

Riendo, se dio la vuelta, pero vaciló un instante mientras el sol refulgía sobre su traje.

—¿Quemo tu tarjeta?

Me estaba apartando el pelo húmedo de la cara cuando contesté asintiendo con la cabeza.

—De acuerdo. —Ahora no se detuvo. Contemplé como se adentraba entre la espuma de las olas, se zambullía en una de ellas y empezaba a nadar con brazadas limpias hacia su lancha.

—Ahora sí que me siento como James Bond —musité, y Jenks se puso a reír.

—Al bosque —indicó Jenks, y con una última mirada hacia Marshal, me dirigí a los matorrales. Era difícil caminar sobre las rocas erosionadas, y me sentía como una idiota anadeando tras Jenks. Sin el viento, el ambiente era más cálido. Tras unos pasos, la playa se convertía en un bosque espeso.

Las primeras hojas verdes de la primavera se cerraban encima de nosotros.

—¿Te gusta? —inquirió Jenks mientras me abría camino por la vegetación.

—No —respondí inmediatamente, sintiendo la tensión de estar mintiendo. ¿Cómo podía no gustarme? Estaba arriesgando su forma de ganarse la vida… tal vez hasta la vida misma.

—Es un brujo —insistió Jenks, como si aquello fuese lo único a tener en cuenta.

—Jenks, deja de actuar como mi madre —le reprendí, jugueteando con la idea de soltar la rama que estaba sujetando para que le golpease en la cara.

Los arbustos eran cada vez más escasos a medida que nos adentrábamos, y cada vez los árboles eran más altos.

—Creo que te gusta —persistió Jenks—. Tenía un buen cuerpo.

Recuperé el aliento.

—De acuerdo, me gusta —admití—, pero hace falta más que un cuerpo bonito, Jenks. Por favor, yo soy un poco más profunda. Tú también tienes buen cuerpo, y no quiero ligar contigo.

Se ruborizó al escuchar aquello, y al final llegamos a un claro. Me detuve, intentando recuperar mi sentido de la orientación.

—¿Hacia dónde crees que se encuentra el complejo?

Jenks, que era mejor que una brújula, señaló en una dirección.

—¿Quieres que nos acerquemos corriendo?

Asentí. Jenks llevaba el amuleto de calor de Marshal y parecía cómodo, pero era demasiado para mí. Sin él, me sentía lenta, y esperaba no hacerme daño antes de entrar en calor. Entre Jax y el viejo mapa que habíamos sacado del museo local, teníamos una buena idea de cómo era la isla.

Jenks se pasó un dedo entre el talón y la zapatilla antes de tomar aire profundamente y empezara correr con un ligero trote que no nos extenuaría y que nos daría el tiempo suficiente para evitar los obstáculos, en lugar de estamparnos contra ellos. Jax nos había contado que la mayoría estaban alrededor de los lagos de la isla; allí nos dirigíamos. Pensé en Marshal, volviendo a nado a su lancha. Esperaba que estuviese bien.

Como siempre, Jenks cogió la delantera, saltando por encima de troncos podridos y esquivando rocas del tamaño de un coche deportivo que habían caído durante la última helada. Parecía tener controlado cómo correr, y me pregunté si querría dar unas cuantas vueltas por el zoo antes de que le devolviese a su tamaño natural. Necesitaba una inyección de moral, y que me viesen acompañada de un espécimen semejante me la proporcionaría. No se oía nada, solo algunos pájaros y otros animales moviéndose a aquella hora de la mañana. Un arrendajo se fijó en nosotros y nos siguió hasta que perdió todo interés. Un avión nos sobrevoló con un zumbido; el viento seguía haciendo que las copas de los árboles se balanceasen. Olía a primavera por todas partes, y al percibir el aire claro, el sol brillante, un ciervo asustadizo, me sentía como si hubiese viajado en el tiempo.

La isla había sido propiedad privada de alguien desde siempre, pero nunca se había desarrollado más allá de aquella mezcla de bosque bajo y praderas, muy equilibrados entre sí. Oficialmente, ahora era un refugio en un coto de caza, a imitación de Isle Royale, más al norte, pero en lugar de lobos reales cazando alces, había hombres lobo que se entretenían con la caza de ciervos de cola blanca.

Durante nuestra cuidadosa investigación, Jenks y yo habíamos descubierto que los habitantes del pueblo no tenían en mucha estima ni a los residentes habituales de la isla ni a los visitantes que cruzaban por el pueblo para acceder a la isla, ya que nunca se tomaban el tiempo necesario para comer o llenar el depósito. Un vecino le comentó a Jenks que cada año tenían que importar nuevos ciervos a la isla, porque los animales eran capaces de nadar y escapaban de allí, para refugiarse en el continente… lo que hacía sentirme incómoda por dentro.

Según los informes y lo poco que Jax nos había contado, una carretera primitiva rodeaba toda la isla. Yo ya respiraba con dificultades, aunque seguía avanzando a buena velocidad, cuando la alcanzamos, y Jenks giró bruscamente a la derecha cuando la cruzábamos. Frenó un poco, pero acabamos pisando los restos de un ciervo.

Jenks se detuvo y yo choqué contra él, e hicimos equilibrios para no caer sobre el cuerpo putrefacto, que tenía la cabeza girada sobre el lomo y los ojos turbios.

—Puta mierda —farfulló Jenks, jadeando mientras reculaba, con el rostro blanquecino—. Es un ciervo, ¿no?

Asentí, traspuesta, respirando pesadamente. No apestaba mucho, porque las bajas temperaturas habían ralentizado la descomposición. Lo que más me preocupaba era que le habían arrancado las entrañas, que se habían comido primero todo los órganos y habían dejado la carcasa como si fuese un bufé libre.

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