—Salgamos de aquí —le pedí, pensando que aunque aquellos hombres lobo estuviesen en una isla privada, no estaban dejando en muy buen lugar a su especie. Recordar y honrar tu legado natural era una cosa; actuar de forma tan salvaje, otra.
Reculamos un poco, pero el gruñido grave que oímos a mi espalda nos hizo detenernos con los corazones atronando en nuestros pechos. Mierda. Del otro lado llegó un agudo ladrido. Mierda, mierda. La adrenalina recorrió mi cuerpo, e hizo que me empezase a doler la cabeza y que mi mano descendiese hasta sentir el tranquilizador contacto de la pistola de pintura. Jenks se dio la vuelta, y quedamos espalda contra espalda. Mierda, ¿por qué no podía ser más fácil?
—¿Dónde están? —susurré, nerviosa. El claro parecía completamente vacío.
—¿Rache? —respondió Jenks—. Tal vez ahora no tenga muy claras las proporciones, pero yo diría que se trata de un lobo de verdad.
Seguí su mirada, pero no logre ver nada hasta que no se movió. El miedo se redobló. Podía llegar a razonar con un hombre lobo, gritando palabras como «si», «investigación», «papeleo» o «noticias», pero ¿qué se le podía decir a un lobo cuando acababas de pisotear su presa? ¿Y qué demonios hacían con lobos reales por allí? Dios, no lo quería saber.
—Trepa a un árbol —le ordené a Jenks, concentrándome en aquellos ojos amarillentos que me miraban fijamente. Tenía el arma bien cogida, y había extendido los brazos completamente.
—Son demasiado endebles —me susurró—. Y te cubro las espaldas.
Sentí que algo se retorcía en mi interior. Habían surgido tres lobos más de entre los arbustos, y se gruñían unos a otros mientras se acercaban. Era una advertencia dar a para que nos fuésemos de allí, pero no había ningún lado al que ir.
—¿Qué tal tu puntería con el tirachinas? —dije en voz alta, esperando que el sonido de nuestras voces los espantase. Seguro.
Escuché el sonido de la goma al tensarse, y el lobo más cercano a nosotros gimió, y dio un salto antes de refugiarse tras su compañero de la manada.
—No ha reventado al chocar con la piel —indicó Jenks—. Si estuviesen más cerca…
Me humedecí los labios; sentía un nudo cada vez más fuerte en el estómago. Mierda, no quería desperdiciar mis hechizos con lobos normales, pero tampoco quería acabar como aquel ciervo. No tenían miedo de la gente. Y lo que aquello implicaba me dejó un regusto incómodo en la boca: convivían con los hombres lobo.
Mi pulso se aceleró cuando el lobo que estaba más cerca empezó a caminar lentamente, inexorablemente, hacia mí. El recuerdo de Karen sujetándome contra el suelo y ahogándome hasta reducirme a la inconsciencia volvió a mi mente. Dios, estos lobos no iban a reprimir su fuerza. Y no podía crear un círculo protector.
—¡Úsalos, Rache! —exclamó Jenks, apretando su espalda a la mía—. ¡Se acercan más tres por mi lado!
La adrenalina ardió en mi interior, y me transportó a un estado irreal de calma en la batalla. Exhalé y apreté el gatillo, apuntando al morro. El lobo más cercano chilló, y cayó de costado. El resto nos atacaron. Yo jadeé, deseando que el arma de aire comprimido no me fallase mientras seguía disparándoles.
—¡Quietos! —gritó una voz masculina y distante. El sonido de alguien avanzando entre matorrales me hizo girar.
—¡Rachel! —chilló Jenks, cayendo.
Una sombra oscura chocó contra mí. Grité y me coloqué en posición fetal mientras caía al suelo. Las hojas del suelo chocaron contra mi mejilla. El olor almizcleño del hombre lobo llenó todos mis sentidos. El recuerdo de los colmillos de Karen sobre mi cuello me paralizó.
—¡Están vivos! —grité, cubriéndome el rostro—. Mierda, no me hagáis nada… ¡están vivos! —Aquello no era un enfrentamiento entre alfas, sino una caza en medio del bosque, y podía tener todo el miedo que desease.
—Randy, quieto —ordenó la voz masculina.
Todavía tengo el arma, todavía tengo el arma
. Ese pensamiento atravesó mi miedo. Podía dormir a ese hijo de puta si lo necesitaba, pero derribarlo quizá no fuera la forma más inteligente de actuar en aquel momento. Ahora que nos habían descubierto, tenía que encontrar una forma de convencerles para que nos dejasen salir de allí.
El hombre lobo que tenía encima me cogió el hombro con la boca, y yo casi estuve a punto de perder los nervios.
—¡Me rindo! —chillé, sabiendo que aquellas palabras seguramente dispararían unas reacciones distintas. Todavía agarraba la pistola de pintura, pero si las cosas no cambiaban muy rápido, seguramente me caería al suelo.
—Apártate de ella —dijo Jenks, con una voz grave y controlada—. Ya.
Lo único que podía ver yo era pelo de lobo: largo, castaño, sedoso. El calor que brotaba de él era como una oleada húmeda de almizcle. Tirité por el efecto de la adrenalina que me recorría cuando el hombre lobo volvió a gruñir, con mi hombro todavía sujeto. Escuché tres pares de pies humanos deteniéndose a mi lado.
—¿Qué es? —oí que alguien susurraba.
—Un juguete para mordisquear si ese no baja el tirachinas —respondió otro. Respiré profundamente y me obligué a dejar de temblar.
—Si este hediondo lobo no me suelta, voy a hechizarle —grité, esperando que no me temblase la voz—. ¡Lo haré! —no pude evitar chillar cuando el hombre lobo volvió a gruñir y sentí que me apretaba con más fuerza.
—Randy, aparta tu culo de ella —exclamó la primera voz—. Ha dicho la verdad; no están muertos, solo inconscientes. ¡Fuera!
La presión sobre mi hombro aumentó y después desapareció. Con la mano apoyada en el hombro, me incorporé, aunque intentaba no temblar mientras observaba el claro. Estaba lleno de lobos caídos y de hombros lobos; todos menos uno seguían con su forma de personas.
Jenks estaba rodeado por tres hombres lobo vestidos con trajes de faena marrones que empuñaban armas convencionales. No sabía lo que eran, pero parecían lo bastante grandes para abrir agujeros. Jenks todavía no había bajado el brazo que sujetaba el tirachinas, con el que apuntaba a un cuarto hombre lobo que estaba un poco alejado del resto. No había desenfundado ningún arma, pero era evidente que estaba al mando, ya que en lugar del parche que llevaba todo el mundo en la gorra, lucía una pequeña placa brillante. También parecía mayor. Llevaba una pistola enfundada en el cinto, y su piel estaba marcada con un rostro marrón. Genial, había caído en medio de un grupo de gente obsesionada con la supervivencia. Genial del todo.
El hombre lobo que me había atacado olfateaba a los tres lobos caídos. Se oyó cerca el aullido de un lobo, y me estremecí mientras yo estiraba las piernas.
—¿Puedo ponerme de pie?
El hombre lobo con la placa bufó.
—No lo sé, señorita. ¿Puede?
Qué hombre tan divertido. Considerando sus palabras como el permiso que había pedido, me puse de pie hoscamente y me sacudí de encima las hojas y las ramitas. Tenía un acento peculiar, como si se hubiese criado en el sur.
—¿Su arma? —me pidió, observando cuidadosamente mis movimientos—. Y la bolsa y todos los amuletos…
Me lo pensé durante tres segundos, vacié el cargador y rompí todas las bolas con el pie antes de lanzárselo. Agarró la pistola con gracilidad, sonriendo. Su mirada se posó en mi cuello, en las marcas de dentelladas de lobo, y mi rostro reflejó mi exasperación. ¡Dios! Tendría que haberme puesto un jersey de cuello vuelto para atacar su fortaleza.
—¿Bruja? —me preguntó, y yo asentí, lanzándole mi riñonera y dos amuletos. Para lo que me habían servido, se los podía haber quedado Marshal.
—He venido a buscara Nick —dije, temblando bajo el frío que volvía sentir—. ¿Qué queréis de él?
Los lobos que nos rodeaban parecieron relajarse. Jenks pegó un respingo cuando uno intentó agarrar su tirachinas, y no hizo nada mientras lo derribaban y se lo arrebataban, junto a su mochila. Parecían abusones que se metían con un estudiante más joven a la salida de la escuela. Con la mandíbula apretada, soporté los golpes y los gruñidos, el sonido de los puños golpeando carne, miré al líder, deseando saber contra qué nos enfrentábamos. No era el alfa, deduje mientras sus hombres golpeaban a Jenks para someterlo. Pero a juzgar por su rostro rasurado y su ropa, estaba en una posición bastante elevada de la manada.
Vestido con sus botas militares, de mi misma altura, era un hombre lobo de tamaño considerable, bien proporcionado, a quien el uniforme de trabajo le sentaba bien, con una espalda estrecha y un cuerpo que parecía habituado a correr. Era delgado; al menos no parecía un gran bloque. Quizás estaba a finales de su treintena, o a principios de los cuarenta años. Tenía el pelo cortado demasiado corto para distinguir si era gris o simplemente rubio.
Jenks se sacudió los tres hombres lobo de encima con una expresión de disgusto y se puso en pie; era un pixie enfadado y dolorido. Sangraba de un rasguño en la frente, y su rostro se descompuso cuando vio la sangre en sus manos. Con eso, perdió toda la voluntad de seguir luchando, y siguió sus órdenes obedientemente cuando nos ordenaron que volviésemos a la carretera.
Había llegado el momento de conocer a su jefe.
Mientras descendíamos por la carretera, bajo la sombra de los árboles, el viento que soplaba sobre nosotros me secó el sudor y convirtió mis rizos en una maraña de pelo. Jenks y yo viajábamos en la parte trasera de un Hummer descapotable.
Uau
, un descapotable. El hombre lobo de la placa en la gorra negra estaba sentado frente a nosotros, junto con tres más, y nos apuntaban con sus armas. Era un poco triste, porque no nos costaría mucho atacara uno y saltar del vehículo, si me apetecía arriesgarme a que me dispararan. Pero Jenks seguía sangrando de su herida en la cabellera, y temblaba a mi lado, mientras presionaba contra la herida la gasa que le habían proporcionado. Cuando le había examinado el corte, no me había parecido que tuviese mal aspecto, pero a juzgar por su reacción, podía estar muerto en cinco minutos. Quería asegurarme de que no fuese muy malo antes de que hiciésemos nada espectacular.
El que seguía con forma de lobo estaba en la parte delantera del coche, con el conductor, bizqueando a causa del viento y con la lengua fuera. Si no fuese por las armas, hasta habría resultado divertido.
—¿Tienen que conducir tan rápido? —le musité a Jenks—. Hay ciervos por ahí fuera.
El líder me miró a los ojos. Eran castaños, y bajo los destellos de luz que se colaban entre las copas de los árboles parecían muy bonitos; me recordaban al jefe de David, ya que miraban a todas partes ya ninguna en particular al mismo tiempo.
—No se mueven mucho… Solo al atardecer, señorita —me comunicó, y yo asentí con la cabeza.
Sobre todo, silos han destripado no deben moverse mucho
, pensé amargamente.
Como no me importaba mucho, me di la vuelta. Ya sabía lo que quería: no se negaría a hablarnos a Jenks o a mí. Pero aún no sabía si éramos prisioneros o invitados. Y estaba el tema de las armas…
Don Al Cargo se ajustó la gorra y le dio un golpecito al conductor en el codo, mientras señalaba la radio.
—Hola —dijo por el micrófono cuando el conductor le hubo pasado el aparato— que alguien responda.
—¿Qué? —crepitó la respuesta unos segundos después.
Los labios del hombre, ya muy delgados, se hicieron todavía más finos.
—Tres miembros de la manada de Aretha han caído en el coto de Saturday. Enviad un remolque allí ahora mismo. Saca un juego completo de datos después de aplacarlos.
—No tengo agua salada —se quejó quien hablaba al otro lado de la línea—. Nadie me había dicho que este mes recogeríamos datos.
—Y es que este mes no lo haremos —contestó, con el rostro congestionado por el enfado, aunque su tono de voz no lo reflejase—. Pero han sido derribados, y como Aretha tendrá cachorros, quiero una ecografía. Ve con cuidado; estarán irritados y seguramente serán impredecibles.
—¿Una ecografía? —sonó la voz, indignada—. ¿Quién diablos eres?
—Soy Brett —pronunció lentamente, tirando la gorra hacia atrás y bizqueando de cara al sol. Pasamos por encima de un bache y tuve que sujetarme a una de las barras verticales—. ¿Quién eres tú?
No hubo ninguna respuesta, solo la estática, y yo solté una risita; me encantaba no ser la única con problemas.
—Vaya —dije cuando Brett le hubo devuelto la radio al conductor y se había vuelto a sentar—, ¿sois un grupo de obsesionados por la supervivencia o un equipo de estudio de los lobos?
—Ambas cosas. —Sus ojos castaños se posaron en algún punto entre Jenks y yo. El enorme pixie tenía la cabeza colocada entre las rodillas, e ignoraba a todo el mundo en su esfuerzo por mantener la mano sobre la herida.
Me saqué un mechón de pelo de la boca, deseando ir vestida con algo más que aquellas mallas negras. Tenía todo el aspecto de un ladrón, y los hombres que me rodeaban, además, se lo estaban pasando de maravilla. Iban vestidos de camuflaje, y por lo que pude comprobar, cada uno de ellos llevaba un nudo celta tatuado tras la oreja que coincidía con los emblemas de sus gorras.
Hum
.
La mayoría de manadas compartían un tatuaje, que todos los miembros se hacían, pero normalmente lo colocaban en un lugar más tradicional a los hombres lobo les encantaba la decoración corporal, a diferencia de los vampiros, que rechazaban la idea de la tinta en su cuerpo, aunque fuese en un salón de belleza prestigioso. Parecía que el dolor era parte del ritual del tatuaje, y como los vampiros podían convertir el dolor en placer, había pocos artistas que deseasen trabajar sobre un vampiro. Los hombres lobo se permitían estos caprichos, y los mejores artistas del tatuaje podían correr a cuatro patas con tanta facilidad como podían caminar sobre dos piernas. Suerte que a David no se le había ocurrido la idea de hacernos un tatuaje de manada.
Jenks empezaba a hiperventilar, y le coloqué una mano en el hombro.
—Tranquilo, Jenks —le calmé, pero yo me puse más nerviosa al ver que la luz se hacía más intensa, y que refrenábamos un poco, hasta llegar a un complejo de aspecto acogedor. Cerca había un lago, con un grupito de cabañas pequeñas y unas casas mayores que las rodeaban, con caminos de tierra que las conectaban—. En cuanto nos detengamos, te daré algo.
—¿De verdad? —preguntó, alzando la cabeza para mirarme a la cara—. ¿Lo arreglarás?
Casi me reí al ver su expresión de pánico, hasta que recordé que era la labor ancestral de la esposa de los pixies ocuparse de la supervivencia de su marido… y que Matalina no estaba allí.