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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (55 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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—¿Disculpa?

Jenks me miró, alzó los ojos mientras el sol refulgía en su pelo, negro gracias al disfraz.

—Siempre te metes en los asuntos más turbios para ponerte a la mayoría de gente le basta con hacerlo en un ascensor, pero tú no eres así. No, tú tienes que asegurarte que estás jugando a los lametones con un vampiro.

Sentí una ola de calor en mi interior, mezcla de rabia y vergüenza. Ivy había dicho lo mismo.

—¡No es cierto!

—Rache —se burló, irguiéndose para adquirir la misma postura que yo—, mírate. Estás enganchada a la adrenalina. No solo necesitas el peligro para pasarlo bien en la cama, lo necesitas para vivir un día normal.

—¡Cierra la boca! —gritó, pegándole con el revés de la mano contra el hombro—. Me gusta la aventura… solo eso.

El se rió de mí, con los ojos brillando de alegría mientras arrancaba otro pedazo de pastel.

—¿Aventura? —repitió, con la boca llena—. Si sigues tomando esas decisiones tan estúpidas te meterás en tantos problemas que habrá un momento en que no puedas salir de ellos. Trabajar como red de seguridad tuya ha sido mucho más divertido que todos los años que pasé en la SI.

—¡Eso no es cierto! —protesté de nuevo.

—Pero mírate… —dijo él, con la cabeza inclinada de nuevo sobre la caja del dulce—. Mírate ahora mismo. Estás moribunda a causa de la pérdida de sangre y has salido de compras. Estos disfraces son geniales, pero son solo disfraces: pequeñas capas que se interponen entre tú y los problemas.

—Es culpa del azufre —me defendí, arrebatándole la caja de pastel de las manos y cerrándola—. Te hace sentir indestructible. Te obliga a cometer estupideces.

El levantó la vista de la caja blanca y me miró.

—El azufre no es lo que te ha hecho salir aquí. Son tus decisiones penosas, lamentables… Vives en una iglesia con una vampira, Rache. Salías con un tipo que invocaba demonios. Atacando a los malos acompañada de un vampiro. Las fundas que lleva Kisten no servirán de nada si pierde el control, y lo sabes. Llevas un año flirteando con la idea de que te muerdan, colocándote una y otra vez en una posición en la que puede llegar suceder… y la primera vez que logras arrancara Ivy de la influencia de Piscary, ¿qué haces? La manipulas para que te muerda. Eres una adicta a la adrenalina… Al menos, sacas dinero de ello.

—¡Ey! —exclamé, pero bajé la voz al ver que dos mujeres que pasaban cerca se me quedaban mirando—. Creo que Ivy también tuvo algo que ver con lo que sucedió ayer.

Jenks se encogió de hombros, estiró las piernas y unió las manos tras la cabeza.

—Sí, vino aquí a buscarte… Aunque creo que una parte de ella venía porque sabía que podía haber alguna posibilidad de morderte después de que te dedicases a hacer ejercicios con la ropa de Kisten. Y supongo que no te costó mucho convencerla para que te acabase mordiendo, ¿verdad? No, tú estabas preparada y ella lo sabía.

Maldición, se estaba burlando de mí. Fruncí el ceño, dejé caer el pastel de nuevo en la bolsa y lo puse fuera de su alcance. No era tan idiota. No vivía la vida metiéndome en problemas solo para pasarlo bien en la cama.

—Siempre tengo buenos motivos para hacer lo que hago —le respondí, fastidiada—. Y mis decisiones no dependen de lo que puede traer un poco de emoción a mi vida. Desde que abandoné la SI, no he tenido la oportunidad de tomar buenas decisiones… Siempre estoy esforzándome por salir con vida. ¿Crees que no me gustaría instalarme en una tiendecita de amuletos? ¿Qué no me gustaría tener un marido y dos coma dos niños? ¿Una casa normal, con su verja y su perro que hace agujeros en el patio del vecino y persigue al gato hasta que se suba a un árbol?

La mirada de Jenks estaba calmada, era sabia y tal vez estaba un poco triste. El viento jugueteaba con su pelo, y el ruido de los pixies se hizo más evidente.

—No, creo que no quieres nada de eso. —Como lo miré inquisitiva, añadió—: Creo que eso te mataría más rápidamente que ira visitara Piscary llevando lencería gótica. Creo que la única forma que has encontrado de sobrevivir es descubrir un equilibrio de sangre con Ivy. Además… —sonrió con aspecto travieso— solo Ivy podría aguantar todas tus necesidades y toda la mierda que sacas a tu alrededor.

—Muchísimas gracias —farfullé, reclinándome con los brazos cruzados sobre el pecho. Entristecida, le lancé una mirada a los pixies, y volvía fijarme en ellos cuando me di cuenta de que se habían cargado al pájaro y estaban recogiendo las plumas. Mierda, los pixies eran verdaderamente peligrosos cuando se veían amenazados—. No es tan difícil vivir conmigo.

Jenks lanzó una carcajada y yo lo miré, atraída por el sonido diferente.

—¿Y qué ha y de esa exigencia inminente que vas a hacer, lo de ser libre para acostarte con quien puñetas quieras mientras compartes sangre con ella aunque sabes que ella preferiría que te acostaras con ella? —preguntó.

—Cállate —dije, avergonzada, porque esa era una de las cosas que tenía en la lista y sobre las que quería hablar con Ivy—. Sabe que nunca me voy a acostar con ella.

El hombre que pasaba junto a nosotros se volvió y después le susurró algo a su novia, que me miró también al momento. Les hice una mueca pero me alegré de llevar un disfraz.

—Hace falta ser una persona increíblemente fuerte para alejarse de la persona a la que amas —dijo Jenks, que había levantado dos dedos como si estuviera haciendo una lista—. Sobre todo sabiendo que va hacer una estupidez, por ejemplo irse de compras cuando tiene el recuento globular tan bajo que tendría que estar en el hospital. Deberías reconocerle el mérito de respetarte como te respeta.

—Oye —exclamé, molesta—. Dijiste que no le importaría. Jenks esbozó una gran sonrisa y se repanchingó un poco más.

—En realidad dije que lo que ella no sabe, no te puede hacer daño a ti. —Después levantó un tercer dedo—. Dejas las ventanas abiertas con la calefacción encendida.

Una familia con tres hijos pasó a nuestro lado, los niños todos seguiditos y llenos de vida. Los vi pasar y pensé que eran el futuro para el que había estado trabajando tanto, y resultaba que ellos pasaban de largo y me dejaban atrás. ¿Y eso era un problema?

—Me gusta el aire fresco —protesté mientras recogía mis cosas. Era hora de irse.

—Y además siempre te estás quejando —dijo Jenks—. Jamás he visto a nadie tan patético cuando está enfermo. «¿Dónde está mi amuleto del dolor?», «¿Dónde está mi café?». Por Dios todopoderoso, y yo que creía que lo mío era de juzgado de guardia.

Me levanté, me sentía renovada tras el chute de azufre. Era una fuerza falsa pero ahí estaba, de todos modos.

—Baja esos dedos, Jenks, o te los voy a arrancar ya metértelos por alguna parte.

Jenks también se levantó y se estiró la cazadora de aviador.

—Te traes a casa siervas de demonios. «Oh, ¿no es un encanto?» —dijo con voz de falsete—. «¿Podemos quedarnos con ella?».

Me subí más el bolso por el hombro y sentí el peso consolador de la pistola de hechizos en el interior.

—¿Me estás diciendo que debería haber dejado que Al matara a Ceri? —dije con tono seco.

Jenks se echó a reír, recogió todas sus bolsas y lo metió todo en solo dos.

—No. Estoy diciendo que hace falta ser una persona muy fuerte para dejarte ser tú misma a mí no se me ocurre nadie mejor que Ivy.

Se me escapó el aire en un resoplido.

—Bueno, pues me alegro que contemos con tus bendiciones.

Jenks bufó mientras pasaba la mirada por encima de las cabezas de los turistas hasta el arco de entrada y el aparcamiento donde teníamos el coche.

—Sí, contáis con mis bendiciones y también estás advertida.

Lo miré pero él no me estaba prestando atención, estaba examinando la zona puesto que ya estábamos listos para ponernos otra vez en movimiento.

—Si crees que vivir con Ivy e intentar evitar un mordisco fue difícil, ya verás cuando intentes vivir con ella mientras intentas encontrar un equilibrio de sangre. No es una vía más fácil la que quieres tomar, Rache —dijo con la mirada distante y sin ser consciente de la cantidad de preocupaciones que me estaba provocando—. Es mucho más difícil. Y te va a doler todo el camino.

25.

El viento azotaba las banderas decorativas de la arcada que llevaba al aparcamiento; las miré parpadeando, fascinada. Tenía los restos de una hamburguesa en una mano y un refresco con burbujas en la otra. Jenks había insistido en que tomara alguna proteína rica en hierro para bajar el azufre, pero yo sospechaba que solo había sido una excusa para comprar la bebida, qué después él había aderezado con más azufre. ¿Por qué otra razón me iba a sentir tan bien cuando mi vida se estaba yendo a la mierda? Y el caso era que me sentía bastante bien, como si me hubieran quitado un peso de encima y el sol comenzara a brillar. Ivy no tardaría en volver y aunque yo me había portado como una chica dura y había salido del motel, parecía prudente regresar antes de que ella averiguara que me había ido. Si había que creerles a Jenks ya ella, yo estructuraba mi vida de forma que fuese lo más horrible posible para así poder pasármelo bien en la cama; pero tener a Ivy cabreada conmigo quizá fuera demasiado incluso para mí en aquellos momentos.

—¿Qué hora es? —pregunté, guiñé los ojos entre la fuerte brisa y busqué el coche. La gente a la que le molestaba nuestro paso de caracol nos adelantaba casia empujones, pero yo estaba disfrutando del viento y la vista de los estrechos. Jenks lanzó una risita disimulada, estaba claro que había adivinado por dónde iban mis pensamientos. Se había metido entre pecho y espalda su Dew de medio litro y se había pasado temblando sus buenos treinta segundos, nervioso y con los ojos muy brillantes, lo que me hizo preguntarme cuál de los dos estaba en mejores condiciones para llevar el coche. Se pasó las bolsas de una mano a otra y se miró la muñeca con una sonrisa radiante.

—Las cuatro cuarenta y seis —dijo—. Solo voy con un minuto de retraso respecto a esa hora.

—Para cuando te acostumbres, ya estaremos de camino a casa —dije, después me puse en movimiento—. ¿Cuándo te compraste un reloj?

—Ayer, con Jax —dijo y se estiró para ver el aparcamiento por encima de las cabezas de las personas que nos rodeaban—. También te compré una cámara y mi navaja. No me gusta ser tan grande.

No iba a decirle que era ilegal llevar un cuchillo escondido. Además, él era pixie. La ley no se aplicaba a él. Sonreí al ver el modo en el que el sol se reflejaba en su pelo, a pesar de que era negro.

—Lobos feroces —dije, después tomé otro gran trago del refresco y tropecé con el bordillo cuando encontramos la calle—. Soplaremos y soplaremos y su maldita casa tiraremos.

Con un simple y fluido movimiento, Jenks me quitó el vaso y lo tiró al cubo de basura más cercano.

—¿Estás bien?

—Oh, sí —dije entusiasmada. Después le di el resto de mi hamburguesa, que también tiró por mí—. Y tú deberías saberlo. Eres el que no deja de meterme cosas en la comida.

Jenks me lanzó una mirada irónica y me cogió del brazo como todo un galán. Se me escapó una risita ante semejante muestra de apoyo, lo que me dejó horrorizada. Maldita fuera, no era justo. Si terminaba enganchada al azufre por culpa de aquellos dos, iba a pillar un cabreo de aúpa, si es que podía recordar por qué tenía que cabrearme con ellos, claro está.

Sin dejar de reírme levanté la cabeza y me atravesó un escalofrío de miedo. Apoyados en el Corvette de Kisten vi a Brett y Walter Vincent, el primero examinando las caras de las personas que salían del centro comercial y el segundo haciendo lo mismo pero con una intensidad asesina. Me di cuenta de inmediato de lo que había pasado y di gracias a Dios por no estar en el motel, atrapados en una habitación que era como una caja. Jenks y yo íbamos disfrazados y aunque los lobos no sabían nada del coche de Kisten, seguramente el vehículo olía a pixie, puesto que él lo había conducido el día anterior. Nos habían encontrado.

—Oh, vaya —susurré y me apoyé mucho más en el brazo de Jenks. Así de rápido había pasado de la euforia al pánico; era el azufre, que controlaba mis cambios de humor—. ¿Llevas encima algo más letal que la navaja? —le pregunté.

—No. ¿Por qué? —S u impulso apenas vaciló cuando levantó la cabeza, había estado vigilando por donde pisaba yo—. Oh —dijo en voz baja y por un instante me apretó el brazo con los dedos—. Vale.

No me sorprendió cuando giró en redondo y nos llevó otra veza toda prisa al centro comercial. Jenks se inclinó sobre mí y me envolvió el aroma a pradera seca.

—Tus disfraces funcionan —susurró—. Finge que se nos ha olvidado algo y tenemos que ir a recogerlo.

Me encontré asintiendo y examinando los rostros satisfechos que nos rodeaban en busca de algún matiz de cólera entre la gente que disfrutaba de sus vacaciones. Se me había acelerado el pulso y me cosquilleaba la piel. Pam estaba muerta, irían a por mí aunque solo fuera por eso. Los lobos eran seres tímidos, aparte del alfa y unos cuantos más peces gordos de la jerarquía, y dado que el círculo estaba roto, se quedarían al fondo, sin acercarse, y mantendrían nuestra riña en privado. No tendríamos problemas a menos que nos metiéramos en un callejón sin salida. Y en Mackinaw no había muchos de esos.

—Voy a llamar a Ivy —dije, cogí el bolso con las dos manos y lo abrí.

Con el cuerpo tenso, Jenks me hizo parar para apoyarme en una pared de ladrillo y se colocó en parte delante de mí. Era una confitería (qué sorpresa) y el estómago me gruñó cuando apreté el botón de marcado rápido.

—Vamos, vamos —me quejé mientras esperaba a que descolgaran.

El circuito se conectó con un chasquido y se filtró la voz de Ivy por el auricular.

—¿Rachel?

—Sí, soy yo —dije, bajé los hombros de puro alivio—. ¿Dónde estáis?

—En el puente, ya de regreso. ¿Por qué? —Dudó y pude oír el sonido inconfundible de la camioneta de Nick—. ¿Por qué oigo gente? —añadió con tono suspicaz.

Jenks hizo una mueca y yo entrecerré los ojos bajo el sol, después di unos pasos atrás hasta que el alero me puso a la sombra.

—Esto… Jenks y yo salimos a procurarnos unas cosas.

—¿De compras? —gruñó—. ¡Rachel! Maldita sea, ¿es que no puedes quedarte quieta un par de horas?

Pensé en el azufre que galopaba por mi organismo y decidí que no, no podía. Jenks giró la cabeza y yo seguí su mirada lúgubre hasta un par de turistas vestidos con elegancia. Llevaban varias bolsas, pero parecían demasiado atentos a su entorno. Jenks les dio la espalda y se ladeó para evitar que ellos me vieran. Maldita fuera, aquello se estaba poniendo peliagudo. Se me aceleró el pulso y me encorvé sobre el teléfono.

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