Read Presa Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (12 page)

BOOK: Presa
8.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Ya lo sé. Es solo que quiero salir de aquí. Necesito un descanso. Hasta luego, Jack.

Y me colgó.

Así que ahora ella tomaba las decisiones por mí.

En cualquier caso decidí que no tenía sentido telefonear a un abogado ese mismo día. Estaba muy ocupado. Debía recoger la ropa de la tintorería, así que lo hice. Había una cafetería en la otra acera, y pasé a buscar un café con leche para llevármelo.

Y allí estaba Gary Marder, mi abogado, en compañía de una rubia muy joven con vaqueros cortos y un top que dejaba la cintura al descubierto. Estaban muy amartelados en la cola de la caja. La chica no parecía mucho mayor que una universitaria. Abochornado, me di media vuelta, y cuando me disponía a marcharme, Gary me vio y me saludó con la mano.

—Eh, Jack.

—Hola, Gary.

Me tendió la mano y se la estreché.

—Te presento a Melissa —dijo.

—Hola, Melissa.

—Ah, hola.

Pareció vagamente molesta por la interrupción, pero no habría podido asegurarlo. Tenía esa expresión distraída que algunas muchachas adoptan en presencia de los hombres. Pensé que no podía ser más de seis años mayor que Nicole. ¿Qué hacía con un tipo como Gary?

—¿Qué tal Jack? —preguntó Gary, rodeando con el brazo la cintura desnuda de Melissa.

—Bien —contesté—. Bastante bien.

—¿Sí? Me alegro. —Pero me miraba con el entrecejo fruncido.

—Bueno, esto, sí… —Permanecí allí vacilante, sintiéndome como un estúpido ante la chica. Obviamente quería que me marchara. Pero pensé qué diría Ellen: «¿Te encuentras a tu abogado y ni siquiera le preguntas?».. Así que dije—: Gary, ¿podría hablar un momento contigo?

—Claro.

Dio a la muchacha dinero para pagar el café, y nos fuimos a un rincón.

Bajé la voz.

—Verás, Gary —empecé—, creo que necesito ver a un abogado matrimonial.

—¿Para qué?

—Porque creo que Julia tiene una aventura.

—¿Lo crees? ¿O estás seguro de ello?

—No. No estoy seguro.

—¿Así que solo lo sospechas?

—Sí.

Gary suspiró. Me lanzó una mirada.

—Y además están pasando otras cosas —añadí—. Ha empezado a decir que intento volver a los niños contra ella.

—Enajenación del afecto —dijo, asintiendo con la cabeza—. El tópico jurídico del momento. ¿Y cuándo hace esa clase de declaraciones?

—Cuando discutimos.

Otro suspiro.

—Jack, las parejas dicen muchas barbaridades cuando discuten, y no significan nada forzosamente.

—Yo creo que sí.

—¿Y eso te preocupa mucho?

—Sí.

—¿Tienes un asesor matrimonial?

—No.

—Ve a ver a alguno.

—¿Por qué?

—Por dos razones. En primer lugar, porque te conviene. Llevas muchos años casado con Julia, y que yo sepa la mayor parte del tiempo os ha ido bien. Y en segundo lugar, porque así empezarás a dejar constancia de que intentas salvar el matrimonio, lo cual contradice el alegato de enajenación del afecto.

—Sí, pero…

—Si es cierto que empieza a reunir argumentos para acusarte, debes andarte con mucho cuidado, amigo mío. Es muy difícil plantear una defensa ante una acusación de enajenación del afecto. Los niños están hartos de la madre, y ella dice que están bajo tu influencia. ¿Cómo puedes demostrar lo contrario? Es imposible. Además, has pasado mucho tiempo en casa, así que resulta más fácil imaginar que eso puede ser verdad. El tribunal te considerará un marido insatisfecho y posiblemente resentido con el cónyuge que sí trabaja. —Levantó la mano—. Ya lo sé. Sé que nada de eso es verdad, Jack; pero es un alegato fácil de mantener, eso quiere decir. Y su abogado lo utilizará. En tu resentimiento, has vuelto a los niños contra ella.

—Eso es una gilipollez.

—Por supuesto, y yo lo sé. —Me dio una palmada en el hombro—. Así que visita a un buen asesor. Si necesitas nombres, telefonea al bufete, y Barbara te proporcionará un par de confianza.

Telefoneé a Julia para decirle que Ellen vendría a pasar unos días. Naturalmente no pude ponerme en contacto con ella; salió su buzón de voz. Dejé un mensaje muy largo para explicárselo. Luego fui a comprar, porque con la llegada de Ellen necesitaríamos más provisiones.

Empujaba el carrito por un pasillo del supermercado cuando recibí una llamada del hospital. Volvía a ser el médico imberbe de urgencias. Telefoneaba para preguntar por el estado de Amanda, y le dije que los hematomas casi habían desaparecido.

—Excelente —dijo—. Me alegra oírlo.

—¿Y la resonancia magnética?

El médico respondió que los resultados de la resonancia magnética carecían de interés, porque el aparato había fallado sin llegar a examinar a Amanda.

—De hecho, nos preocupan todas las lecturas de las últimas semanas —explicó—, porque aparentemente la máquina venía averiándose de manera gradual.

—¿Qué quiere decir?

—Estaba corroyéndose o algo así. Todos los chips de memoria estaban reduciéndose a polvo.

Recordando el MP3 de Eric, sentí un escalofrío.

—¿Cómo es posible que ocurra algo así?

—Según suponen, lo más probable es que la corrosión se deba a algún gas que escapó de los conductos empotrados, probablemente durante la noche. Por ejemplo, corrientes gaseosas de cloro; eso lo explicaría. Pero lo raro es que solo estaban dañados los chips de memoria. Los otros estaban bien.

Las cosas eran cada vez más extrañas. Y resultaron más extrañas aún unos minutos más tarde, cuando Julia telefoneó feliz y contenta para anunciar que llegaría a casa a primera hora de la tarde, mucho antes de la cena.

—Será un placer ver a Ellen —dijo—. ¿Para qué viene?

—Creo que quería salir unos días de San Diego.

—Bueno, te vendrá bien tenerla aquí un tiempo, un poco de compañía adulta.

—Seguro —dije.

Esperé a que explicara por qué no había vuelto a casa la noche anterior. Pero se limitó a decir:

—Oye, Jack, ahora tengo prisa. Ya hablaremos luego.

—Julia —dije—. Un momento.

—¿Qué?

Titubeé, preguntándome cómo expresarlo. Finalmente dije:

—Anoche estaba preocupado por ti.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Porque no volviste a casa.

—Cariño, te telefoneé. No podía moverme de la fábrica. ¿No comprobaste los mensajes?

—Sí.

—¿Y no había un mensaje mío?

—No.

—Vaya, pues no me lo explico. Te dejé un mensaje, Jack. Telefoneé primero a casa y se puso María, pero ella no… ya sabes, era demasiado complicado…, así que te telefoneé al móvil y te dejé un mensaje para avisarte de que no podría moverme de la fábrica hasta hoy.

—Pues no lo recibí —contesté, procurando que no pareciera una queja.

—Lo siento, cariño, pero tendrás que consultar con tu operador. Ahora tengo que dejarte. Esta noche nos vemos, ¿de acuerdo? Besos.

Y colgó.

Saqué el teléfono móvil del bolsillo y lo comprobé. No había ningún mensaje. Comprobé las llamadas perdidas. No había recibido ninguna llamada la noche anterior.

Julia no me había telefoneado. Nadie había telefoneado.

Empezó a invadirme una sensación de abatimiento, una vez más esa caída en la depresión. Estaba cansado, no podía moverme. Fijé la mirada en la sección de frutas y verduras del supermercado. No recordaba a qué había ido allí.

Acababa de decidir marcharme del supermercado cuando sonó el teléfono móvil, todavía en mi mano. Lo abrí. Era Tim Bergman. El tipo que había ocupado mi puesto en MediaTronics.

—¿Estás sentado? —preguntó.

—No. ¿Por qué?

—Tengo una noticia un tanto extraña. Prepárate.

—Está bien…

—Don quiere hablar contigo.

Don Gross era el director de la compañía, el hombre que me había despedido.

—¿Para qué?

—Quiere volver a contratarte.

—Quiere ¿qué?

—Sí. Ya lo sé. Es un disparate. Volver a contratarte.

—¿Por qué? —preguntó.

—Estamos encontrándonos algunos problemas con los sistemas distribuidos que se han vendido.

—¿Cuáles?

—Pues… PREDPRESA.

—Ese es uno de los antiguos —comenté.

—¿Quién lo ha vendido?

PREDPRESA era un sistema que habíamos diseñado hacía más de un año. Como la mayoría de nuestros programas, estaba basado en modelos biológicos. PREDPRESA era un programa orientado a un objetivo e inspirado en la dinámica depredador/presa. Pero tenía una estructura sumamente sencilla.

—Verás, Xymos quería algo muy sencillo —dijo Tim.

—¿Habéis vendido PREDPRESA a Xymos?

—Sí. Registrado, de hecho. Con un contrato de mantenimiento. Nos está volviendo locos.

—¿Por qué?

—Por lo visto, no funciona bien. Falla la orientación al objetivo. La mayor parte del tiempo el programa parece perder el objetivo.

—No me extraña —dije—, porque no especificamos los reforzadores.

Los reforzadores eran controles de programa que fijaban los objetivos. Eran necesarios porque los agentes conectados en red podían aprender. Podían aprender de un modo que los llevaba a desviarse del objetivo. Había que guardar el objetivo original para que no se perdiera. Podía pensarse en los programas agentes como niños. Los programas olvidaban cosas, perdían cosas, se dejaban cosas por el camino.

Todo eso era comportamiento emergente. No estaba programado, pero era el resultado de la programación. Y aparentemente eso estaba ocurriendo en Xymos.

—Y Don calcula que tú eras el supervisor del equipo cuando se escribió el programa, así que eres la persona indicada para arreglarlo. Además, tu esposa es un alto cargo de Xymos, así que tu incorporación al equipo les dará más tranquilidad.

No estaba muy seguro de eso, pero no dije nada.

—En todo caso esa es la situación —prosiguió Tim—. Te llamo para preguntarte si no te importa que Don te telefonee, porque no quiere que le rechaces.

Me asaltó una repentina ira. «No quiere que le rechaces».

—Tim —dije—. No puedo volver a trabajar allí.

—Ah, no estarías aquí. Irías a la fábrica de Xymos.

—¿Ah, sí? ¿Y eso cómo se organizaría?

—Don te contrataría como asesor externo o algo así.

—Ajá —contesté con el tono más evasivo posible. La propuesta parecía mala idea. Nada me apetecía menos que volver a trabajar para el hijo de puta de Don. Y siempre era mala idea volver a una empresa en la que uno había sido despedido, fueran cuales fuesen las causas y las condiciones. Eso lo sabía todo el mundo.

Pero, por otro lado, si accedía a trabajar como asesor resolvería mi problema de estancamiento. Y me permitiría salir de casa. Solucionaría muchas cuestiones al mismo tiempo. Al cabo de un momento dije:

—Mira, Tim, déjame pensarlo.

—¿Me llamarás?

—Sí, de acuerdo.

—¿Cuándo llamarás? —preguntó. La tensión en su voz era evidente.

—Es un asunto urgente…

—Sí, un poco. Como te he dicho, ese contrato de mantenimiento nos está volviendo locos. Tenemos cinco programadores del equipo original prácticamente instalados en la fábrica de Xymos. Y no están llegando a ninguna parte. Así que si tú no nos ayudas, tendremos que recurrir a otra persona inmediatamente.

—Está bien —dije—. Te telefonearé mañana.

—¿Mañana por la mañana? —preguntó con tono insistente.

—De acuerdo. Sí, mañana por la mañana.

La llamada de Tim debería haber mejorado mi estado de ánimo, pero no fue así. Llevé a la niña al parque y la columpié un rato. A Amanda le gustaba que la meciera en el columpio. Podía pasarse veinte o treinta minutos seguidos, y siempre lloraba cuando la sacaba. Después me senté en el bordillo del recuadro de arena mientras ella gateaba de un lado a otro y se ponía de pie apoyándose en las tortugas de plástico y otros juegos. Uno de los niños mayores la derribó, pero ella no lloró; volvió a levantarse. Al parecer le gustaba estar con niños mayores.

Observándola, pensé en la posibilidad de volver a trabajar.

—Les habrás dicho que sí, claro —me dijo Ellen.

Estábamos en la cocina. Acababa de llegar, y su maleta negra seguía en el rincón sin deshacer. Ellen tenía el mismo aspecto de siempre, delgada, vigorosa, rubia, y en forma. Los años no parecían pasar por ella. Estaba tomándose una taza de té de bolsa. Un té que había traído consigo. Un té orgánico chino especial de una tienda especial de San Francisco. Tampoco eso había cambiado. Ellen siempre había sido muy quisquillosa con la comida, incluso de niña. Ya adulta, viajaba siempre con su propio té, su propio aliño para ensalada, sus propias vitaminas ordenadas en bolsitas de celofán.

—No, aún no les he contestado —dije—. He dicho que lo pensaría.

—¿Pensarlo? ¿Es broma? Jack, tienes que volver a trabajar, y tú lo sabes. —Me escrutó con la mirada—. Estás deprimido.

—No lo estoy.

—Deberías tomar un poco de este té —aconsejó—. Tanto café es malo para los nervios.

—El té contiene más cafeína que el café.

—Jack, tienes que volver a trabajar.

—Lo sé, Ellen.

—Y es trabajo de asesoría… ¿No sería lo ideal? ¿No solucionaría todos tus problemas?

—No lo sé —contesté.

—¿En serio? ¿Qué es lo que no sabes?

—No sé si me han contado toda la verdad. Es decir, si Xymos tiene tantas complicaciones, ¿por qué Julia no me ha dicho nada?

Ellen movió la cabeza en un gesto de negación.

—Según parece, Julia no te cuenta apenas nada últimamente. —Me miró con fijeza—. Así pues, ¿por qué no has aceptado inmediatamente?

—Antes necesito informarme un poco.

—¿Informarte de qué, Jack? —preguntó con tono de incredulidad.

Ellen actuaba como si yo tuviera un problema psicológico que debía resolverse. Mi hermana empezaba a sacarme de quicio, y llevábamos juntos solo unos minutos. Mi hermana mayor, tratándome otra vez como si fuera un niño. Me levanté.

—Mira, Ellen. Llevo toda la vida en este oficio, sé cómo funciona. Si Don quiere que vuelva, existen dos posibles razones. La primera es que la compañía está en un lío y creen que puedo ayudarles.

—Eso te han dicho.

—Sí. Eso me han dicho. La otra posibilidad es que lo hayan estropeado todo tanto que ya no pueda arreglarse… y que ellos no sepan.

—¿Y quieran a alguien a quien echarle la culpa?

—Exacto. Necesitan un cabeza de turco.

Ellen frunció el entrecejo. Vi que vacilaba.

BOOK: Presa
8.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Rebels in White Gloves by Miriam Horn
Try Fear by James Scott Bell
The Song of the Siren by Philippa Carr
In a Moon Smile by Coner, Sherri
Sun Kissed by Catherine Anderson
A Station In Life by Smiley, James
Blood Line by John J. Davis
To Touch a Warrior by Immortal Angel
Last Train from Cuernavaca by Lucia St. Clair Robson
All For Love by Lucy Kevin, Bella Andre