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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (11 page)

BOOK: Presa
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—¡No puedo dormir con tanto ruido!

—¡Una palabra más, y te quedas una semana sin televisión! —grité yo en respuesta.

—No es justo.

Entré en la habitación y encendí el televisor para ver el resto del partido. Al cabo de media hora fui a ver a los niños. La pequeña dormía plácidamente. Eric estaba dormido, con las mantas a un lado. Volví a taparlo. Nicole estudiaba. Al verme, pidió disculpas. La abracé.

Volví a la habitación y vi el partido durante unos diez minutos hasta que me venció el sueño.

Día 5
07.10

Cuando desperté por la mañana, vi que el lado de la cama de Julia seguía hecho, la almohada sin una sola arruga. Había pasado la noche fuera de casa. Comprobé los mensajes en el contestador; no había ninguno. Entró Eric y vio la cama.

—¿Dónde está mamá?

—No lo sé.

—¿Se ha ido ya?

—Supongo.

Me miró fijamente y luego volvió a mirar la cama sin deshacer. Y salió de la habitación. No le correspondía a él afrontarlo.

Pero empezaba a pensar que yo sí debía afrontarlo. Quizá incluso me convenía hablar con un abogado. Salvo que para mí, hablar con un abogado tenía algo de irrevocable. Si el problema era así de grave, probablemente era fatal. Me negaba a aceptar que mi matrimonio estuviera acabado, así que prefería aplazar la consulta con un abogado.

Decidí entonces telefonear a mi hermana, que vivía en San Diego. Ellen es psicóloga clínica y tiene un gabinete en La Jolla. Era aún temprano y supuse que no habría salido hacia el trabajo; en efecto, atendió el teléfono en casa. Pareció sorprenderse al oírme. Quiero a mi hermana pero somos muy distintos. En todo caso, le conté brevemente mis sospechas acerca de Julia, y las causas.

—¿Estás diciéndome que Julia no volvió anoche a casa ni telefoneó?

—Exacto.

—¿La has llamado?

—Todavía no.

—¿Y eso?

—No sé…

—Quizá ha tenido un accidente, quizá esté herida…

—No lo creo.

—¿Por qué no?

—Uno siempre se entera si ha habido un accidente. No se trata de un accidente.

—Te noto alterado, Jack.

—No sé… quizá.

Mi hermana guardó silencio por un momento y finalmente dijo:

—Jack, tienes un problema. ¿Por qué no haces algo?

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, ir a ver a un asesor matrimonial, o a un abogado.

—¡Vamos, por favor!

—¿No te parece necesario? —preguntó.

—No lo sé. No. Todavía no.

—Jack. Anoche no volvió a casa y no se molestó en telefonear. Me parece un aviso más que evidente. ¿Te hacen falta pruebas aún más claras?

—No lo sé.

—Repites mucho «no lo sé», ¿te has dado cuenta?

—Supongo que sí.

Un silencio.

—Jack, ¿te encuentras bien?

—No lo sé.

—¿Quieres que vaya a pasar un par de días ahí? Porque podría, no hay problema. Iba a salir de viaje con mi novio, pero acaban de comprar su empresa. Así que estoy disponible si me necesitas.

—No. Está bien.

—¿Seguro? Me preocupas.

—No, no —contesté—. No tienes por qué preocuparte.

—¿Estás deprimido?

—No. ¿Por qué?

—¿Duermes bien? ¿Haces ejercicio?

—Bastante bien. Ejercicio en realidad apenas hago.

—Ajá. ¿Aún no tienes trabajo?

—No.

—¿Y perspectivas?

—En realidad, no. No.

—Jack, tienes que consultar a un abogado.

—Quizá dentro de un tiempo.

—Jack, ¿qué te pasa? Tú mismo me lo has contado. Tu mujer actúa con frialdad y tiene ataques de ira. Te miente. Tiene un comportamiento extraño con los niños. Da la impresión de que la familia le trae sin cuidado. Está de mal humor y se ausenta con frecuencia. Las cosas van de mal en peor. Crees que está liada con otro. Anoche no apareció ni llamó siquiera. ¿Ibas a dejarlo pasar sin hacer nada?

—No sé qué hacer.

—Ya te lo he dicho: ve a ver a un abogado.

—Tú crees.

—Claro que lo creo.

—No sé…

Dejó escapar un largo y sonoro suspiro de exasperación.

—Oye, Jack, ya sé que a veces eres un poco pasivo, pero…

—No soy pasivo —repliqué. Y añadí—: Me molesta cuando me hablas como una psicóloga.

—Tu mujer te hace la vida imposible; crees que está preparando una acusación para quitarte a los niños, y te quedas de brazos cruzados. Yo a eso lo llamo pasividad.

—¿Qué debo hacer?

—Ya te lo he dicho. —Otro suspiro de exasperación—. De acuerdo, me tomaré un par de días libres e iré a verte.

—Ellen…

—No discutas. Voy a ir. Puedes decirle a Julia que voy para ayudarte con los niños. Llegaré esta tarde.

—Pero…

—No discutas.

Y colgó el auricular.

No soy pasivo. Soy reflexivo. Ellen es muy enérgica. Tiene la personalidad perfecta para una psicóloga, porque le encanta decir a los demás qué deben hacer. Para ser sincero, la considero agresiva. Y ella me considera pasivo.

Esta es la idea que Ellen tiene de mí. Que fui a Stanford a finales de los setenta y estudié biología de poblaciones, una especialidad puramente académica, sin aplicación práctica, sin posibilidad de empleo excepto en las universidades. Por aquel entonces la biología de poblaciones vivía una verdadera revolución gracias a ciertos estudios de campo acerca de los animales y a los grandes avances en el área de la investigación genética. Tanto lo uno como lo otro requerían análisis informático, utilizándose complejos algoritmos matemáticos. Yo no encontraba la clase de programas necesarios para mis estudios, así que empecé a elaborarlos yo mismo. Y me desplacé hacia el terreno de la ciencia informática, otra especialidad extravagante y puramente académica.

Pero casualmente mi licenciatura coincidió con el auge de Silicon Valley y la eclosión del PC. El escaso número de especialistas empleados en empresas en formación ganaban una fortuna en los ochenta, y a mí me fueron bien las cosas en mi primer trabajo. Conocí a Julia, nos casamos y tuvimos hijos. Todo iba sobre ruedas. Los dos nos ganábamos muy bien la vida solo con presentarnos a trabajar. A mí me contrató otra empresa: más ventajas, mayores oportunidades. Seguí en la cresta de la ola hasta los noventa. Por entonces ya no programaba; supervisaba el desarrollo de programas. Y todo fue acomodándose en mi beneficio sin que yo hiciera un verdadero esfuerzo. Simplemente hice mi vida. Nunca tuve que ponerme a prueba.

Esa es la idea que Ellen tiene de mí. Mi idea es muy distinta. Las empresas de Silicon Valley son las más ferozmente competitivas en la historia del planeta. Todo el mundo trabaja cien horas por semana. Todo el mundo se ve comparado con otros continuamente. Todo el mundo recorta los ciclos de desarrollo. Inicialmente los ciclos eran de tres años para un nuevo producto, una nueva versión. Luego se redujeron a dos años. Luego a dieciocho meses. Ahora es de doce meses, una nueva versión cada año. Si se tiene en cuenta que la depuración beta de la versión final lleva cuatro meses, quedan solo ocho meses reales para trabajar. Ocho meses para revisar diez millones de líneas de código y asegurarse de que todo funciona correctamente.

En pocas palabras, Silicon Valley no es lugar para una persona pasiva, y yo no lo soy. No paraba quieto ni un minuto en todo el día. Tenía que demostrar mi valía a diario, o me despedían.

Esa es mi idea de mí mismo, y estaba seguro de que era la correcta.

Ahora bien, Ellen tenía la razón en un aspecto. A lo largo de toda mi carrera la suerte ha desempeñado un papel importante. Dado que mi especialidad inicial fue la biología supuso para mí una gran ventaja cuando los programas informáticos empezaron a imitar explícitamente los sistemas biológicos. De hecho, hubo programadores que alternaban entre la simulación informática y los estudios de grupos animales en la naturaleza, aplicando las conclusiones de un campo al otro.

Pero además yo había trabajado en biología de la población, el estudio de los grupos de organismos vivos. Y la ciencia informática había evolucionado en dirección a las estructuras masivamente organizadas en redes paralelas: los programas de poblaciones de agentes inteligentes. Se requería una manera especial de pensar para tratar con poblaciones de agentes, y yo me había preparado en esa forma de pensar durante años.

Así que era extraordinariamente apto para las tendencias de mi especialidad, y progresé mucho cuando surgieron esos campos. Estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado.

Esa parte era verdad.

Los programas basados en agentes que tomaban como modelo poblaciones biológicas tenían una importancia creciente en el mundo real. Como mis propios programas, que emulaban la recolección de comida en las hormigas para controlar grandes redes de comunicación. O los programas que emulaban la división del trabajo en las colonias de termitas para controlar los termostatos de un rascacielos. Muy afines eran los programas que emulaban la selección genética, utilizados para una amplia gama de aplicaciones. En un programa, a los testigos de un crimen se les mostraban nueve rostros y se les pedía que eligieran el que tenía mayores probabilidades de ser el criminal, aunque ninguno lo fuera realmente; a continuación el programa les presentaba otras nueve caras y les pedía que volvieran a escoger; y a partir de muchas generaciones repetidas el programa desarrollaba lentamente una imagen muy precisa del rostro, mucho más precisa que la que podía conseguir un dibujante de la policía. Los testigos nunca tenían que especificar qué rasgo identificaban en concreto; simplemente elegían, y el programa desarrollaba la imagen.

Y por otra parte estaban las compañías biotecnológicas, que habían descubierto que no podían crear eficazmente nuevas proteínas porque las proteínas tendían a desplegarse de manera anómala. Así que ahora utilizaban la selección genética para «desarrollar» las nuevas proteínas. Todos estos procedimientos se habían convertido en la práctica habitual en cuestión de unos años, y eran cada vez más útiles, cada vez más importantes.

Así que, efectivamente, yo había estado en el lugar idóneo en el momento idóneo. Pero no era pasivo sino afortunado.

Aún no me había duchado ni afeitado. Entré en el cuarto de baño, me quité la camiseta y me miré en el espejo. Me sorprendió ver lo blando que estaba en la cintura. No me había dado cuenta. Tenía ya cuarenta años, y el hecho era que últimamente no hacía apenas ejercicio. No porque estuviera deprimido. Estaba muy ocupado con los niños, y cansado la mayor parte del tiempo. No me apetecía hacer ejercicio, sencillamente.

Contemplé mi propio reflejo y me pregunté si Ellen tendría razón.

Hay un problema con el conocimiento psicológico: nadie puede aplicárselo a sí mismo. Las personas pueden ser extraordinariamente sagaces respecto a las carencias de sus amigos, esposas o hijos. Pero no tienen la menor percepción sobre sí mismas. Aquellas que ven con fría lucidez el mundo que las rodea no albergan más que fantasías en cuanto a su propia realidad. El conocimiento psicológico no sirve de nada si uno se mira en el espejo. Este extraño hecho, que yo sepa, no tiene explicación.

Personalmente siempre había pensado que la programación informática podía aportar cierta luz al respecto, concretamente un procedimiento llamado recursión. La recursión consiste en hacer que el programa entre en un bucle y vuelva sobre sí mismo a fin de utilizar su propia información para repetir un proceso hasta obtener un resultado. Se emplea la recursión para ciertos algoritmos de distribución de datos y cosas así. Pero debe usarse con cuidado o se corre el riesgo de que el ordenador caiga en lo que se conoce como una regresión infinita. En programación, es el equivalente a esos espejos de las ferias que reflejan otros espejos, y más espejos, cada vez menores, hasta el infinito. El programa sigue adelante, repitiéndose y repitiéndose, pero nada ocurre. El ordenador se bloquea.

Siempre he pensado que algo parecido debe de suceder cuando las personas dirigen hacia sí mismas su aparato de percepción psicológica. El cerebro se bloquea. El proceso de pensamiento sigue y sigue, pero no va a ninguna parte. Debe de ser algo así, porque nos consta que la gente es capaz de pensar en sí misma indefinidamente. Algunos apenas piensan en nada más. Sin embargo da la impresión de que la gente nunca cambia como resultado de una intensiva introspección. Nunca se comprenden mejor. Es muy poco habitual encontrar un auténtico conocimiento de uno mismo.

Casi se diría que uno necesita a otra persona para que le diga quién es o le sostenga el espejo. Lo cual, si uno se para a pensarlo, resulta muy extraño.

O quizá no lo sea.

En inteligencia artificial existe la vieja duda de si un programa puede llegar a tener conciencia de sí mismo. La mayoría de los programadores afirmarán que es imposible. Algunos lo han intentado y han fracasado.

Pero existe una versión más fundamental de esa duda, una duda filosófica respecto a si una máquina puede comprender su propio funcionamiento. Algunos afirman que también eso es imposible. La máquina no puede conocerse por la misma razón que los dientes no pueden morderse a sí mismos. Y desde luego parece imposible: el cerebro humano es la estructura más compleja del universo conocido, y aun así, el cerebro todavía sabe muy poco acerca de sí mismo.

En los últimos treinta años tales dudas han servido para amenizar charlas con una cerveza en la mano los viernes por la tarde después del trabajo. Nunca se habían tomado en serio. Pero recientemente estas dudas filosóficas han adquirido renovada importancia, porque se ha avanzado rápidamente en la reproducción de ciertas funciones cerebrales. No de todo el cerebro; solo de ciertas funciones. Por ejemplo, antes de mi despido, mi equipo de desarrollo utilizaba el procesamiento multiagente para posibilitar que los ordenadores aprendieran, reconocieran las pautas en los datos, comprendieran las lenguas naturales, establecieran prioridades y cambiaran de tarea en función de estas. Lo importante de esos programas era que las máquinas aprendían en sentido literal. Realizaban mejor su trabajo con la experiencia. Que es más de lo que puede decirse de algunos seres humanos.

Sonó el teléfono. Era Ellen.

—¿Has llamado a tu abogado?

—Todavía no, por Dios.

—Tomo el vuelo de las dos y diez a San José. Nos veremos a eso de las cinco en tu casa.

—Oye, Ellen, no es necesario, de verdad…

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