Presa (15 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
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—Vagamente.

—No estoy seguro de que podamos negarlo sin más. —La voz tímida.

—Sí, hay que negarlo, joder.

—¿No hay fotografías? Creo que los ecologistas tomaron fotografías.

—¿Y eso qué más da? ¿Qué se ve en las fotografías? ¿Un coyote muerto? Nadie va a alterarse mucho por un coyote muerto. Confiad en mí. ¿Piloto? Piloto, ¿dónde carajo estamos?

Abrí los ojos. Iba en la parte delantera del helicóptero, al lado del piloto. Volábamos en dirección este, hacia el resplandor del sol bajo de la mañana. Abajo veía básicamente terreno llano, con grupos de cactus, enebros y alguna que otra yuca raquítica.

El piloto volaba junto a las torres de alta tensión que cruzaban el desierto en fila india, un ejército de acero con los brazos extendidos. Las torres proyectaban sombras alargadas bajo la luz matutina.

Un hombre corpulento se inclinó desde el asiento trasero. Llevaba traje y corbata.

—¿Piloto? ¿Aún no hemos llegado?

—Acabamos de cruzar la frontera de Nevada. Diez minutos más.

El hombre corpulento lanzó un gruñido y volvió a recostarse en su asiento. Nos habíamos presentado antes de despegar, pero ya no recordaba su nombre. Eché un vistazo atrás, a los otros tres pasajeros, todos con traje y corbata. Los tres eran asesores de relaciones públicas contratados por Xymos. Por sus aspectos, era fácil adivinar a quiénes correspondían las respectivas voces: un hombre delgado y nervioso que se retorcía la manos; un hombre de mediana edad con un maletín en la falda; y el hombre corpulento, mayor que los otros dos y malhumorado, obviamente al mando.

—¿Por qué demonios la instalaron en Nevada?

—La normativa es menos estricta, las inspecciones más fáciles de pasar. Últimamente California es muy exigente con los nuevos complejos industriales. La puesta en marcha iba a retrasarse solo por el informe de evaluación del impacto medioambiental. Y un proceso de licencias mucho más complicado. Así que vinieron aquí.

El malhumorado contempló el desierto por la ventanilla.

—Esto es el culo del mundo —comentó—. Me importa una mierda lo que pase allí abajo, no es un problema. —Se volvió hacia mí—. ¿Y usted a qué se dedica?

—Soy programador.

—¿Ha firmado un ADC?

Se refería a si había aceptado un acuerdo de confidencialidad que me impedía hablar de lo que acababa de oír.

—Sí —contesté.

—¿Va a trabajar en la fábrica?

—Como asesor externo, sí.

—La asesoría externa es lo ideal —dijo, asintiendo con la cabeza como si yo fuera un aliado—. Sin responsabilidad. Sin obligaciones. No tiene más que dar su opinión y quedarse cruzado de brazos viendo que no le hacen caso.

La voz del piloto irrumpió en los auriculares en medio de una ráfaga de interferencia estática.

—Manufacturas Moleculares Xymos está justo enfrente —anunció—. Ya se ve.

A unos treinta kilómetros al frente vi un grupo aislado de edificios bajos recortándose contra el horizonte. Los tres relaciones públicas se inclinaron hacia delante.

—¿Es eso? —preguntó el malhumorado—. ¿Solo eso?

—Es más grande de lo que parece desde aquí —aseguró el piloto.

Cuando el helicóptero se acercó, advertí que los edificios eran bloques de hormigón interconectados y sin rasgos distintivos, todos enjalbegados. Los tres hombres quedaron tan complacidos que casi aplaudieron.

—¡Es precioso!

—Joder, parece un hospital.

—Una magnífica obra arquitectónica.

—Quedará magnífico en las fotografías.

—¿Por qué quedará magnífico en las fotografías? —pregunté.

—Porque no tiene proyecciones —explicó el hombre del maletín—. No hay antenas, ni salientes, ni nada que asome. A la gente le asustan los salientes y las antenas. Existen estudios al respecto. Pero un edificio sencillo y cuadrado como ese, y blanco… una elección de color perfecta: se asocia con lo virginal, los hospitales, la curación, la pureza… Un edificio así no es motivo de alarma.

—Esos ecologistas la han cagado —declaró el hombre malhumorado con satisfacción—. Aquí llevan a cabo investigaciones médicas, ¿no?

—No exactamente…

—Las harán cuando yo acabe con esto, créame. Las investigaciones médicas son la solución para esto.

El piloto señaló los distintos edificios mientras los sobrevolábamos en círculo.

—El primer bloque de hormigón es el generador. En ese otro edificio bajo está la sección residencial. El edificio contiguo contiene la zona de mantenimiento, los laboratorios, etcétera. Y aquel bloque cuadrado de tres plantas sin ventanas es el edificio principal de la fábrica. Me han dicho que es un caparazón; dentro contiene otro edificio. A la derecha, en aquel anexo bajo, está el aparcamiento y el área de almacenaje externo. Aquí los coches han de guardarse a la sombra, o se deforman los salpicaderos. Si uno toca el volante, sufre quemaduras de primer grado.

—¿Y hay una sección residencial? —pregunté.

El piloto movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Sí, por fuerza. El motel más cercano está a doscientos sesenta kilómetros, casi en Reno.

—¿Y cuántas personas viven aquí? —quiso saber el hombre malhumorado.

—Puede alojar a doce personas —contestó el piloto—. Pero generalmente hay entre cinco y ocho. No se requiere mucho personal para controlar la fábrica. Todo está automatizado, según he oído.

—¿Qué más ha oído?

—Poca cosa —respondió el piloto—. Hay mucho secretismo en torno al proyecto. Yo ni siquiera he entrado.

—Estupendo —dijo el malhumorado—. Asegurémonos de que las cosas sigan así.

El piloto hizo girar la palanca. El helicóptero se ladeó y empezó a descender.

Abrí la puerta de plástico de la cabina climatizada y me dispuse a salir. Fue como entrar en un horno. El golpe de calor me cortó la respiración.

—¡Esto no es nada! —gritó el piloto por encima del zumbido de los rotores—. Aquí es casi como si fuera invierno. No debemos de estar a más de cuarenta grados.

—Magnífico —contesté, inhalando aire caliente. Cogí mi bolsa de viaje y mi ordenador portátil, que había colocado bajo el asiento del hombre tímido.

—He de ir a mear —anunció el malhumorado mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad.

—Dave… —dijo el hombre del maletín con tono admonitorio.

—Joder, es solo un momento.


Dave…
—Le dirigió una mirada incómoda. Bajando la voz añadió—: Dijeron que no saliéramos del helicóptero, ¿recuerdas?

—Vamos, no puedo esperar una hora más. ¿Qué problema hay? —señaló hacia el desierto—. Joder, no hay nada en kilómetros a la redonda.

—Pero, Dave…

—Me sacáis de quicio. Voy a mear, maldita sea. —Se levantó torpemente y se encaminó hacia la puerta.

No oí el resto de la conversación porque ya me había quitado los auriculares. El hombre malhumorado bajaba del helicóptero. Cogí mi equipaje, me di media vuelta y me alejé, agachado bajo las aspas, que proyectaban una sombra parpadeante en el suelo. Llegué al borde del helipuerto, donde la plataforma de hormigón terminaba repentinamente en un camino de tierra que serpenteaba entre los grupos de cactus y yucas hacia el compacto edificio blanco que albergaba el grupo electrógeno, a cincuenta metros de distancia. Nadie salió a recibirme; de hecho, no había nadie a la vista.

Mirando atrás, vi al hombre malhumorado subirse la cremallera del pantalón y volver al helicóptero. El piloto cerró la puerta y se elevó, despidiéndose de mí con un gesto mientras ascendía. Le devolví el saludo y me alejé del remolino de arena. El helicóptero trazó un círculo y se dirigió hacia el oeste. El sonido se desvaneció.

El desierto estaba en silencio excepto por el zumbido de los cables de alta tensión, a unos cientos de metros. El viento me agitó la camisa y las perneras del pantalón. Me di la vuelta lentamente, preguntándome qué hacer, y pensando en las palabras del hombre del maletín: «Dijeron que no saliéramos del helicóptero, ¿recuerdas?»..

—¡Eh! ¡Eh, usted!

Mire hacia atrás. Se había abierto una puerta en el edificio blanco del generador. Un hombre asomaba la cabeza. Gritó:

—¿Es usted Jack Forman?

—Sí —contesté.

—¿A qué demonios espera? ¿Una invitación? Entre, por Dios.

Y volvió a cerrar la puerta.

Esa fue mi bienvenida al centro de fabricación de Xymos. Cargando el equipaje, recorrí el camino de tierra hacia la puerta.

Las cosas nunca salen como uno prevé.

Entré en una pequeña sala con paredes de color gris oscuro en tres lados. Eran de un material liso parecido a la formica. Tardé un momento en adaptarme a la relativa oscuridad. Finalmente vi que la cuarta pared, justo frente a mí, era completamente de cristal y daba a un pequeño compartimiento, delimitado en el lado opuesto por otro panel de cristal. Los paneles de cristal estaban provistos de brazos articulados de acero con placas metálicas de presión en los extremos. Aquel espacio recordaba en cierto modo a la cámara acorazada de un banco.

Más allá del segundo panel de cristal vi a un hombre robusto con una camisa y un pantalón azules de trabajo, con el logotipo de Xymos en el bolsillo. Obviamente era el ingeniero de mantenimiento de la fábrica. Con un gesto, me indicó que me acercara.

—Es un compartimiento estanco. La puerta es automática. Avance hacia ella.

Avancé, y la primera puerta de cristal se abrió. Se encendió una luz roja. En el siguiente compartimiento vi rejillas en el suelo, en el techo y en ambas paredes. Vacilé.

—Parece una tostadora, ¿no? —dijo el hombre, sonriendo. Le faltaban varios dientes—. Pero no se preocupe, solo le soplará un poco. Adelante.

Entré en el compartimiento de cristal y dejé la bolsa en el suelo.

—No, no. Coja la bolsa.

Volví a cogerla. Al instante la puerta de cristal a mis espaldas se cerró con un leve zumbido, desplegándose suavemente los brazos de acero. Las placas de presión se acoplaron con un golpe sordo. El compartimiento estanco se presurizó, y sentí una ligera molestia en los oídos. El hombre de azul dijo:

—Quizá prefiera cerrar los ojos.

Cerré los ojos y de inmediato algo frío me roció la cara y el cuerpo desde los lados. La ropa me quedó empapada. Percibí un penetrante olor parecido a la acetona o al quitaesmalte de uñas. Me estremecí, el líquido estaba muy frío.

La primera ráfaga de aire me llegó desde arriba, un rugido que pronto adquirió intensidad de huracán. Tensé el cuerpo para mantener el equilibrio. La ropa me aleteaba y se me adhería. El viento sopló con más fuerza, amenazando con arrancarme la bolsa de la mano. De pronto la corriente de aire se detuvo por un momento y una segunda ráfaga ascendió desde el suelo. Resultó desorientador, pero duró solo unos instantes. A continuación se pusieron en marcha las bombas de vacío y noté un leve dolor en los oídos cuando la presión bajó, como cuando un avión desciende. Luego silencio.

—Ya está. Adelante —dijo una voz.

Abrí los ojos. El líquido con que me habían rociado se había evaporado. Tenía la ropa seca. Las puertas se abrieron ante mí. Salí del compartimiento y el hombre de azul me miró con expresión interrogativa.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, eso creo.

—¿No le escuece nada?

—No…

—Bien. Algunas personas son alérgicas a esa sustancia. Pero debemos aplicar esta rutina para mantener la asepsia de las salas.

Asentí con la cabeza. Obviamente era un procedimiento para eliminar el polvo y otros contaminantes. El fluido era en extremo volátil y se evaporaba a temperatura ambiente, extrayendo micropartículas del cuerpo y la ropa. Los chorros de aire y la aspiración completaban la limpieza, eliminando cualquier partícula desprendida y absorbiéndola.

—Soy Vince Reynolds —dijo el hombre, pero no me tendió la mano—. Llámame Vince. Y tú eres Jack, ¿no?

Asentí.

—Muy bien, Jack. Están esperándote, así que empecemos. Debemos tomar precauciones, porque esto es un entorno con un campo magnético de alta potencia, superior a 33 teslas. —Sacó una caja de cartón—. Mejor será que dejes aquí el reloj.

Coloqué el reloj en la caja.

—Y el cinturón.

Me quité el cinturón y lo puse en la caja.

—¿Algún otro adorno? ¿Pulseras? ¿Collares? ¿Piercings? ¿Pins o medallas? ¿Placas con información médica para casos de urgencia?

—No.

—¿Y algo metálico dentro del cuerpo? ¿Alguna antigua herida, balas, metralla? ¿No? ¿Algún clavo en un brazo o pierna rota, implantes de cadera o rodilla? ¿No? ¿Válvulas artificiales, cartílago artificial, bombas vasculares?

Contesté que no tenía nada de eso.

—Bueno, aún eres joven —dijo—. ¿Y qué llevas en la bolsa?

Me obligó a sacarlo todo y esparcirlo sobre una mesa para inspeccionarlo. Allí había bastante metal: otro cinturón con otra hebilla metálica, un cortaúñas, un bote de crema de afeitar, maquinilla de afeitar y hojas, una navaja de bolsillo, unos vaqueros con remaches metálicos…

Retiró la navaja y el cinturón, pero dejó el resto.

—Puedes volver a meterlo todo en la bolsa —dijo—. Estas son las normas. Puedes llevarte la bolsa al edificio residencial pero no más allá, ¿de acuerdo? Hay una alarma en la puerta de ese módulo y sonará si intentas pasar cualquier objeto metálico. Pero hazme el favor de no activarla, ¿bien? Porque desactiva los imanes como medida de seguridad y se requieren dos minutos para ponerlos de nuevo en funcionamiento. Molesta mucho a los técnicos, sobre todo si en ese momento están fabricando. Les echa a perder el trabajo.

Le dije que intentaría recordarlo.

—Tus otras cosas se quedan aquí. —Señaló con la cabeza hacia la pared situada a mis espaldas; vi una docena de pequeñas cajas de seguridad, cada una con un panel numérico—. Fija la combinación y guárdalo tú mismo. —Se volvió para permitirme hacerlo.

—¿No necesitaré reloj?

Negó con la cabeza.

—Te proporcionaremos un reloj.

—¿Y el cinturón?

—Te proporcionaremos un cinturón.

—¿Y el portátil? —pregunté.

—Dentro de la caja de seguridad —contestó—. A no ser que quieras que el campo magnético te borre el disco duro.

Dejé el ordenador con el resto de mis cosas y cerré la puerta. Me sentí extrañamente desnudo, como un preso al entrar en la cárcel.

—¿No quieres también los cordones de los zapatos? —bromeé.

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