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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (18 page)

BOOK: Presa
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Así que uno encontraba programadores estudiando un agrupamiento de hormigas o termiteros o los movimientos de las abejas a fin de escribir programas para controlar los horarios de aterrizaje de los aviones, el rastreo de paquetes o la traducción de uno a otro idioma. Con frecuencia estos programas funcionaban a la perfección, pero podían fallar, en especial si las circunstancias variaban drásticamente. En tales casos perdían de vista sus objetivos.

Por eso, cinco años atrás, empecé a tomar como modelo las relaciones entre depredador y presa para fijar objetivos, porque un depredador hambriento no se distraía. Las circunstancias podían obligarlos a improvisar métodos, y podían llevar a cabo numerosos intentos antes de conseguir su propósito… pero nunca perdían de vista su objetivo.

Así que me convertí en un experto en relaciones entre depredador y presa. Conocía las manadas de hienas, los perros de caza africanos, las leonas al acecho y las columnas de hormigas guerreras al ataque. Mi equipo había estudiado la literatura de los biólogos de campo, y habíamos generalizado esos hallazgos en un módulo de programa llamado PREDPRESA que podía utilizarse para controlar cualquier sistema de agentes y dotar su comportamiento de una meta, para que el programa se centrara en un objetivo.

Contemplando el monitor de Ricky, viendo moverse fluidamente por el aire las unidades coordinadas, pregunté:

—¿Usáis PREDPRESA para programar vuestras unidades independientes?

—Así es. Utilizamos esas normas.

—Bueno, el comportamiento me parece bastante aceptable —comenté, observando la pantalla—. ¿Dónde está el problema?

—No estamos seguros.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que sabemos que hay un problema, pero no estamos seguros de cuál es la causa, si el problema está en la programación o en otra parte.

—¿En otra parte? ¿Dónde, por ejemplo? —Fruncí el entrecejo—. No te entiendo, Ricky. Eso es solo un grupo de microrrobots. Puede obligársele a hacer lo que se quiera. Si el programa falla, debe ajustarse. ¿Qué es lo que se me escapa?

Ricky me miró con inquietud. Apartó su silla de la mesa y se puso en pie.

—Te enseñaré cómo fabricamos estos agentes —propuso—. Así entenderás mejor la situación.

Habiendo visto la demostración de Julia, sentí gran curiosidad por conocer lo que Ricky iba a mostrarme a continuación, ya que mucha gente a la que yo respetaba consideraba imposible la manufacturación molecular. Una de las principales objeciones teóricas era el tiempo que se requeriría para construir una molécula operativa. Para ser viable, la cadena de nanoensamblaje debería ser mucho más eficiente que cualquier otra cosa previamente conocida en manufacturación humana. En esencia, todas las cadenas de montaje creadas por el hombre avanzaban aproximadamente a la misma velocidad: podía añadirse una pieza por segundo. Un automóvil, por ejemplo, contenía unos cuantos millares de piezas. Podía construirse un coche en cuestión de horas. Un avión comercial se componía de seis millones de piezas, y su montaje requería varios meses.

Pero una molécula manufacturada media constaba de 10
25
piezas. Es decir, 10.000.000.000.000.000.000.000.000 piezas. A efectos prácticos, esta cifra era inimaginablemente grande. El cerebro humano era incapaz de abarcarla. No obstante, los cálculos demostraban que incluso si pudiera ensamblarse a un ritmo de
un millón de piezas
por segundo, el tiempo necesario para completar una molécula seguiría siendo de tres mil billones de años, más que la edad conocida del universo. Y eso representaba un problema. Se lo conocía como el «problema del tiempo de construcción».

—Si hacéis manufacturación industrial… —empecé a decir.

—Eso es lo que hacemos, sí.

—Se sobreentiende, pues, que debéis de haber resuelto el problema del tiempo de construcción.

—Así es.

—¿Cómo?

—Espera y lo verás.

La mayoría de los científicos suponían que este problema se resolvería mediante la construcción a partir de subunidades de mayor tamaño, fragmentos moleculares compuestos de miles de millones de átomos. Eso reduciría el tiempo de ensamblaje a un par de años. Entonces, con un autoensamblaje parcial, podría acortarse el tiempo a unas horas, quizá incluso una sola hora. Pero aun con posteriores depuraciones, sería un desafío teórico producir cantidades comerciales del producto, ya que el objetivo no era fabricar una sola molécula en una hora. El objetivo era fabricar varios kilos de moléculas en una hora.

Nadie había concebido jamás la manera de hacerlo.

Pasamos frente a un par de laboratorios, uno de ellos con el aspecto de un laboratorio de microbiología o genética corriente. Vi a Mae en este laboratorio, yendo de un lado a otro. Empecé a preguntarle a Ricky por qué había allí un laboratorio de microbiología, pero él se desentendió de mi pregunta con un gesto. Estaba impaciente, tenía prisa. Lo vi echar un vistazo a su reloj. Justo enfrente había un último compartimiento estanco de cristal con cierre hermético. Grabado en el cristal, se leía el rótulo
MICROFABRICACIÓN
. Ricky me indicó que entrara.

—De uno en uno —dijo—. Es lo que permite el sistema.

Entré. Volvió a oírse el siseo de las puertas y el golpe sordo de las placas de presión. Otra ráfaga de aire: desde abajo, desde los lados, desde arriba. Ya comenzaba a acostumbrarme. La segunda puerta se abrió, y avancé por otro corto pasillo que daba a una sala más amplia. Vi una luz blanca, intensa y resplandeciente, tan intensa que hería los ojos.

Ricky me siguió, sin dejar de hablar. Pero no recuerdo qué dijo. No podía concentrarme en sus palabras. Simplemente miraba asombrado alrededor, porque estábamos en el edificio principal de fabricación, un enorme espacio sin ventanas, como un hangar gigante de tres pisos de altura. Y dentro de este hangar se alzaba una estructura de inmensa complejidad que parecía suspendida en el aire y brillaba como una joya.

Día 6
09.12

Al principio me costó entender lo que veía. Parecía un pulpo gigantesco y reluciente elevándose sobre mí, con tentáculos poliédricos extendiéndose en todas direcciones, proyectando intrincados reflejos y bandas de color sobre las paredes. Pero este pulpo tenía múltiples capas de brazos. Una capa estaba a unos treinta centímetros del suelo; la segunda, a la altura del pecho; la tercera y la cuarta más arriba, por encima de mi cabeza. Y todas resplandecían, destellaban intensamente.

Aturdido, parpadeé. Comencé a distinguir los detalles. El pulpo se hallaba en el interior de un armazón irregular de tres plantas construido íntegramente con cubos de cristal modulares. Suelos, paredes, techos, escaleras…, todo se componía de cubos. Pero parecían dispuestos al azar, como si alguien hubiera vertido una montaña de colosales terrones de azúcar transparentes en el centro de la sala. Dentro de este montón de cubos, los tentáculos del pulpo serpenteaban en todas las direcciones. Toda la estructura se sostenía en una red de puntales y conectores negros anodizados, pero quedaban eclipsados por los reflejos, y por eso daba la impresión de que el pulpo estaba suspendido en el aire.

Ricky sonrió.

—Ensamblaje convergente. Es arquitectura fractal. Increíble, ¿no?

Moví la cabeza en un lento gesto de asentimiento. Iba descubriendo nuevos detalles. Lo que me había parecido un pulpo tenía en realidad estructura de árbol. Un conducto central cuadrado ascendía verticalmente en el centro de la sala, con tuberías más pequeñas saliendo de todos sus lados. De estas ramas partían tubos aún menores, y de estos, a su vez, otros todavía más pequeños. Los más delgados tenían el grosor de un lápiz. Todo brillaba como si las superficies fueran espejos.

—¿Por qué brilla tanto?

—El cristal tiene un recubrimiento de diamantoide —explicó—. A nivel molecular, el cristal es como un queso suizo: está lleno de agujeros. Y desde luego es un líquido, así que los átomos lo traspasan.

—Recubrís el cristal, pues.

—En efecto. Es necesario.

En el interior de aquel reluciente bosque de cristal ramificado, David y Rosie se movían tomando notas, ajustando válvulas, consultando ordenadores de mano. Comprendí que tenía ante mí una descomunal cadena de ensamblaje en paralelo. Diminutos fragmentos de moléculas se introducían en los tubos más pequeños, y a estos se agregaban átomos. Cuando concluía ese proceso, pasaban a los tubos siguientes de mayor tamaño, donde se añadían más átomos. De este modo las moléculas avanzaban progresivamente hacia el centro de la estructura hasta que se completaba el ensamblaje; entonces se descargaban en el tubo central.

—Exactamente —dijo Ricky—. Es lo mismo que una cadena de montaje de automóviles, salvo que esta es a escala molecular. Las moléculas empiezan en los extremos, y descienden hacia el centro. Incorporamos una secuencia proteica aquí, y un grupo metilo allá, tal como se añadirían las puertas y las ruedas en un coche. Al final de la cadena, sale una estructura molecular nueva hecha a medida, construida conforme a nuestras especificaciones.

—¿Y los distintos brazos?

—Producen moléculas distintas. Por eso los brazos tienen un aspecto distinto.

En diversos lugares, los tentáculos del pulpo atravesaban un túnel de acero reforzado con gruesos pernos para la conducción en vacío. En otros lugares, un cubo aparecía recubierto de placas de aislante de plata, y cerca vi depósitos de nitrógeno líquido; en esa sección se generaban temperaturas extremadamente bajas.

—Esas son nuestras salas criogénicas —aclaró Ricky—. Nada extraordinario, unos setenta grados bajo cero a lo sumo. Ven, te lo enseñaré.

Me guió a través del complejo por pasarelas de cristal. En algunos sitios, unos cuantos peldaños nos permitían pasar por encima de los brazos inferiores.

Ricky enumeraba sin cesar datos técnicos: tubos con camisa de vacío, separadores de fase metálicos, válvulas esféricas de retención. Cuando llegamos al cubo aislado, abrió la pesada puerta revelando dos pequeñas habitaciones. Parecían cámaras frigoríficas, y cada una de las puertas tenía una pequeña ventana de cristal. En ese momento todo estaba a temperatura ambiente.

—Aquí puede haber dos temperaturas distintas —explicó—. Pueden cambiarse si se quiere, pero normalmente el proceso está automatizado.

Ricky me llevó de nuevo afuera a la vez que consultaba su reloj.

—¿Llegamos tarde a una cita? —pregunté.

—¿Cómo? Ah, no, no. No es eso.

Dos de los cubos cercanos eran, de hecho, sólidas cámaras de metal, con gruesos cables eléctricos en el interior.

—¿Son las salas de imanes?

—Efectivamente —contestó Ricky—. Tenemos imanes de campo por impulsos que generan treinta y tres teslas. Eso viene a ser un millón de veces el campo magnético de la Tierra.

Lanzando un gruñido, abrió de un empujón la puerta de acero de la sala de imanes más cercana. Vi un objeto enorme en forma de rosquilla, de alrededor de un metro ochenta de diámetro, con un orificio en el centro de dos centímetros y medio de anchura aproximadamente. La rosquilla estaba envuelta por completo en tubos y aislante plástico. Los voluminosos pernos de acero que la traspasaban de arriba abajo mantenían sujeta la carcasa.

—Este artefacto necesita mucha refrigeración, te lo aseguro. Y mucha energía: quince kilovoltios. Los capacitadores tardan un minuto largo en cargarse. Y por supuesto solo podemos utilizarlos de manera intermitente. Si los hiciéramos funcionar continuamente, estallarían, los destrozaría el propio campo generado. —Señaló la base del imán, donde había un botón redondo a la altura de la rodilla—. Ese es el interruptor de seguridad. Te lo digo por si acaso. Golpéalo con la rodilla si tienes las manos ocupadas.

—Así que utilizáis campos magnéticos de alta potencia para parte del ensam… —empecé a decir. Pero Ricky ya se había dado media vuelta y se dirigía a la puerta, consultando otra vez el reloj. Corrí tras él—. Ricky…

—Tengo más cosas que enseñarte —me interrumpió—. Ya acabamos.

—Ricky, todo esto es muy impresionante —comenté, señalando los tentáculos resplandecientes—. Pero la mayor parte de vuestra cadena de ensamblaje funciona a temperatura ambiente… Sin vacío, sin criogenia, sin campo magnético.

—Así es, sin condiciones especiales.

—¿Cómo es posible?

Se encogió de hombros.

—Los ensambladores no las necesitan.

—¿Los ensambladores? —repetí—. ¿Estás diciéndome que tenéis ensambladores moleculares en esta cadena?

—Sí, claro.

—¿Los ensambladores se ocupan de la fabricación?

—Por supuesto. Pensaba que eso ya lo habías entendido.

—No, Ricky —repuse—. No lo había entendido en absoluto. Y no me gusta que me mientan.

Me miró ofendido.

—No te miento.

Pero yo estaba seguro de que sí me mentía.

Una de las primeras cosas que aprendían los científicos respecto a la manufactura molecular era la extraordinaria dificultad que comportaba llevarla a cabo. En 1990 unos investigadores de IBM bombardearon con átomos de xenón una placa de níquel hasta formar las letras «IBM» como el logotipo de la compañía. El logotipo completo tenía una longitud de una diez mil millonésima de pulgada y solo podía verse con un microscopio electrónico. Pero fue muy llamativo visualmente y recibió mucha publicidad. IBM dejó que la gente pensara que aquello era una prueba de concepto, una puerta abierta a la manufacturación molecular. Sin embargo fue un truco publicitario más que otra cosa.

Puesto que manipular átomos aislados para agruparlos de una forma específica era un trabajo lento, laborioso y muy caro, los investigadores de IBM tardaron todo un día en desplazar treinta y cinco átomos. Nadie creyó que fuera posible crear una tecnología totalmente nueva de este modo. En lugar de eso, la mayoría de la gente creyó que con el tiempo los nanoingenieros encontrarían la manera de construir «ensambladores»: máquinas moleculares que podían producir moléculas específicas del mismo modo que una máquina de cojinetes producía cojinetes. La nueva tecnología se basaría en máquinas moleculares para crear productos moleculares.

Era un concepto interesante, pero los problemas prácticos eran desalentadores. Dado que los ensambladores eran mucho más complejos que las moléculas que producían, los intentos de diseñarlos y construirlos habían planteado serias dificultades desde el principio. Que yo supiera, ningún laboratorio del mundo lo había conseguido. Sin embargo ahora Ricky me decía, como si tal cosa, que Xymos podía construir ensambladores moleculares que fabricaban moléculas para la empresa.

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