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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (3 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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Ración extra, y el pan está incluido. Tenemos que hacerte engordar, porque tengo entendido que piensas dejarnos pronto, ¿no es así?

—Sí, muchacha. Las calzadas empiezan a estar transitables. En realidad ya voy con retraso, pero estoy esperando a que Tanis regrese de la visita a sus parientes en Qualinesti. Se supone que tendría que haber vuelto hace una quincena, pero todavía no hay señales de su fea cara.

—Confío en que se encuentre bien —dijo la camarera afectuosamente—. No me fío de los elfos, te lo aseguro. Por lo que he oído, no se lleva muy bien con sus parientes.

—Es como un hombre que tiene un diente malo —rezongó el enano, aunque Antimodes percibió un timbre de ansiedad en el tono gruñón—. Tiene que moverlo de vez en cuando para comprobar que aún le duele. Tanis va allí sabiendo que sus finos parientes elfos no soportan verlo, pero abrigando la esperanza de que las cosas sean diferentes esta vez. Pero no. El condenado diente continúa tan podrido como la primera vez que lo tocó y no va a mejorar hasta que se lo arranque y acabe con el problema de manera definitiva. —A estas alturas, el rostro del enano estaba congestionado por la indignación, y puso punto final a su arenga con el comentario, hasta cierto punto incongruente, de:

»Y, mientras tanto, nuestros clientes esperándonos. —Dio un sorbo de cerveza.

—No tienes motivo para llamarlo feo —objetó la camarera, que sonrió con afectación—. Tanis parece humano; apenas se le nota la sangre elfa. Me encantará volver a verlo. Si no te importa, dile que pregunté por él, Flint, ¿vale?

—Sí, sí. Tú y todas las mozas de la ciudad —masculló el enano en voz tan baja que sólo debió de oírlo su barba, pero no la camarera, que se dirigía de vuelta a la cocina.

Un enano y un semielfo que eran socios, pensó Antimodes sacando conclusiones de lo que había oído. Un semielfo que había sido expulsado de Qualinesti. No, su deducción era equivocada, ya que si lo hubieran expulsado no podría regresar a casa, y éste lo hacía. Entonces, es que se había marchado voluntariamente de su patria. Bueno, no era de sorprender. Los qualinestis eran más liberales respecto a la pureza racial que sus parientes, los silvanestis, pero para ellos un semielfo era un semihumano y, como tal, un paño fino manchado.

Es decir, que el semielfo se marchó de casa, vino a Solace y se asoció con un Enano de las Colinas quien a su vez, probablemente, también había abandonado su clan o había sido expulsado. Antimodes se preguntó cómo se habrían conocido los dos y dedujo que sería una historia interesante.

Aunque seguramente no se enteraría de ella. El enano se había puesto a comer las judías con entusiasmo. También llegó el plato de Antimodes, y el archimago dedicó su atención a la comida, que lo merecía y bien.

Acababa de terminar y estaba rebañando el último resto de jugo con el trocito de pan que le quedaba, cuando la puerta de la posada se abrió. Otik apareció al momento para dar la bienvenida al nuevo cliente. El posadero se quedó perplejo al encontrarse con una jovencita, la misma muchacha de cabello rizoso que Antimodes había visto antes en el camino.

— ¡Kitiara! — exclamó Otik —. ¿Qué haces aquí, chiquilla? ¿Algún recado de tu madre?

La muchacha le lanzó una mirada que habría levantado ampollas y sacudió el oscuro y corto cabello al tiempo que resoplaba.

—Tus patatas tienen más cerebro que tú, Otik —replicó—. Yo no hago recados a nadie.

Apartó sin contemplaciones al posadero, y sus oscuros ojos recorrieron la taberna hasta detenerse en Antimodes, cosa que molestó y sorprendió al archimago.

—He venido a charlar con uno de tus clientes —anunció la jovencita, que hizo caso omiso del revoloteo de manos de Otik.

—Vamos, vamos, Kitiara, no molestes al caballero —protestó el posadero. Kit se dirigió hacia Antimodes, se plantó junto a su mesa y lo miró fijamente.

—Sois un hechicero, ¿verdad? —preguntó. El archimago manifestó su desagrado no levantándose de la silla para recibirla como habría hecho con cualquier otra fémina. Esperando ser el blanco de las burlas de esta maleducada marimacho o recibir alguna propuesta rara de ella, adoptó un aire desaprobador.

—Lo que sea sólo me incumbe a mí, señorita —replicó, dando un énfasis sarcástico a la última palabra. Volvió deliberadamente la vista hacia la ventana para dejar claro que daba por terminada la conversación.

—Kitiara... —Otik se acercó a la mesa, inquieto—. Este caballero es mi huésped y, sinceramente, no es el momento ni el lugar para...

La muchacha plantó las manos sobre la mesa y se inclinó sobre el tablero. Antimodes empezaba a estar realmente furioso con la entrometida mozuela, de modo que volvió la cabeza hacia ella y reparó —tendría que haber sido de piedra para no hacerlo— en la curva de sus pechos marcados bajo el chaleco de cuero.

—Conozco a alguien que quiere convertirse en hechicero —dijo la chica con un timbre serio e intenso—. Deseo ayudarlo, pero no sé cómo. Ignoro qué hay que hacer. —Gesticuló con aire de frustración—. ¿Dónde he de ir? ¿Con quién debo hablar? Vos podéis decírmelo.

Si de repente la posada se hubiera ladeado sobre las ramas y Antimodes hubiera salido lanzado por la ventana, la sorpresa del archimago no habría sido mayor. ¡Esto era totalmente irregular!

¡Las cosas no se hacían así! Existían las vías normales para...

—Mi querida jovencita —empezó.

—Por favor. —Kitiara se acercó más a él.

Sus ojos eran oscuros y brillantes, enmarcados por las espesas pestañas negras, como también las cejas, que trazaban un delicado arco. Tenía la piel tostada por el sol; debía de hacer la vida al aire libre. Su cuerpo era esbelto y bien musculado, superada ya la desgarbada constitución de la adolescencia para alcanzar la gracia, no de una mujer hecha y derecha, sino de un felino. Lo atraía, y él se dejó llevar gustosamente a pesar de tener edad y experiencia de sobra para saber que no le permitiría llegar demasiado cerca. Era de las que dejarían que muy pocos hombres se solazaran con su calor, y que los dioses tuvieran compasión de aquellos que lo consiguieran.

—Kitiara, deja en paz al caballero. —Otik le tocó el brazo.

La muchacha se volvió hacia él. No pronunció una palabra, sino que se limitó a mirarlo de hito en hito, y el posadero retrocedió.

—No importa, maese Sandhal —se apresuró a intervenir Antimodes. Le caía bien Otik y no quería causarle problemas. El enano, que había terminado de comer, observaba con interés la escena, al igual que dos de las camareras—. La... eh... señorita y yo tenemos que tratar de un asunto. Por favor, toma asiento, joven.

Se incorporó ligeramente e hizo una inclinación de cabeza. La muchacha se acomodó en la silla que había enfrente de él. La camarera se apresuró a recoger los platos, sin duda con la esperanza de satisfacer su curiosidad.

— ¿Deseáis alguna otra cosa? —le preguntó a Antimodes.

— ¿Quieres tomar algo? —ofreció educadamente el archimago a su joven invitada.

— No, gracias —fue la cortante respuesta—. Ocúpate de tus asuntos, Rita. Si necesitamos algo ya te llamaremos.

La camarera se marchó visiblemente ofendida. Otik dirigió una mirada de disculpa al archimago, que le sonrió para indicarle que no estaba molesto en absoluto, y el posadero, encogiéndose de hombros y agitando las manos en el aire, se alejó también. Por fortuna, la llegada de nuevos clientes, mantuvo ocupado a Otik.

Kitiara enlazó las manos ante sí, dispuesta a ir directamente al grano con una actitud de seria madurez que agradó a Antimodes.

— ¿Quién es esa persona? — preguntó el archimago.

— Mi hermano pequeño. Es decir, mi hermanastro —rectificó.

Antimodes recordó la cáustica mirada que había asestado la chica a Otik cuando el posadero mencionó a su madre. Llegó a la conclusión de que no había una relación afectuosa entre ellas.

— ¿Qué edad tiene el niño?

— Seis años.

— ¿Y cómo sabes que desea estudiar para mago? —inquirió, aunque creía saber la respuesta.

Había oído lo mismo con anterioridad:

Le encanta vestirse como un mago y hacer que ejecuta hechizos. ¡Es tan listo! Tendríais que
verlo arrojando tierra al aire como si estuviera llevando a cabo un conjuro. Por supuesto, asumimos que es una etapa difícil por la que está pasando y pero en realidad no lo aprobamos. Lo
decimos sin intención de ofender, señor, pero no es la clase de vida que deseamos para nuestro
hijo. En fin, si quisierais hacernos el favor de hablar con él y explicarle lo difícil que...

—Porque hace trucos —contestó la chica.

— ¿Trucos? —Antimodes frunció el entrecejo—. ¿Qué clase de trucos?

—Bueno, ya sabéis, trucos. Sacar una moneda de la nariz de alguien. Lanzar una piedra al aire y hacerla desaparecer. Cortar un pañuelo por la mitad con un cuchillo y después devolvérselo a su dueño en una pieza, como nuevo. Ese tipo de cosas.

—Prestidigitación. Supongo que te das cuenta de que eso no es magia.

— ¡Por supuesto! — Resopló Kitiara, desdeñosa—. ¿Por quién me tomáis? No soy una palurda.

»Mi padre, mi verdadero padre, me llevó una vez a presenciar una batalla, y había un hechicero que hizo magia de verdad. Magia de combate. Mi padre es un Caballero de Solamnia —añadió con un orgullo ingenuo que de repente la hizo parecer una niñita.

Antimodes no la creyó, por lo menos en lo relativo a que el padre fuera Caballero de Solamnia.

La hija de un solámnico no andaría zascandileando por Solace como un golfillo. Pero de lo que no le cabía la menor duda era de que a esta mozuela le interesaban las cosas militares. En más de una ocasión se había llevado la mano a la cadera izquierda como si estuviera acostumbrada a portar una espada o a simular que la llevaba.

La mirada de la jovencita se apartó de Antimodes y se quedó prendida en la ventana con una expresión ausente como contemplando, anhelante, tierras lejanas, aventuras, el final del aburrimiento que seguramente estaba a punto de ahogarla. Así pues no lo sorprendió lo que dijo a continuación:

—Veréis, señor, me voy a marchar de aquí muy pronto, y mis hermanos pequeños tendrán que arreglárselas solos cuando yo no esté.

»Caramon no me preocupa —continuó, todavía con la mirada clavada en las brumosas colinas y la lejana extensión de agua—. Tiene madera de guerrero y le he enseñado cuanto sé. El resto lo irá aprendiendo con la práctica. —Habríase dicho que era una veterana baqueteada hablando de un nuevo recluta en lugar de una muchachita de trece años refiriéndose a un mocoso. El archimago casi se echó a reír, pero la seriedad de la chica era tal que, en lugar de ello, se sorprendió a sí mismo observándola y escuchándola completamente fascinado.

»Pero Raistlin me preocupa —prosiguió Kitiara, que frunció el entrecejo, perturbada—. Es distinto de los demás. No es como yo. No lo entiendo. He intentado enseñarle a luchar, pero es un niño enfermizo. No puede seguir el ritmo de los otros chiquillos. Enseguida se cansa y se queda sin resuello. —Miró de nuevo a Antimodes—. He de marcharme —repitió—, pero antes quiero saber si Raistlin será capaz de cuidar de sí mismo, si podrá ganarse la vida de algún modo. Se me ocurrió que si valía para estudiar magia ya no tendría que preocuparme por él.

— ¿Qué edad dijiste que tiene el niño? —preguntó Antimodes.

—Seis años.

—Pero ¿y sus padres? Tus padres. Sin duda ellos...

Se calló porque la muchacha ya no lo escuchaba. Tenía esa expresión de extremada paciencia que los jóvenes adoptan cuando sus mayores están particularmente pesados dándoles una aburrida charla. Antes de que el archimago hubiera terminado de hablar ya se había puesto en pie.

—Voy a buscarlo para que lo conozcáis.

—Querida... —empezó a protestar Antimodes. Había disfrutado conversando con esta interesante y atractiva jovencita, pero no le apetecía nada dedicar un rato a un chiquillo de seis años.

La chica no hizo caso de sus objeciones, y salió por la puerta de la posada antes de que tuviera ocasión de detenerla. La vio correr ágilmente escaleras abajo, apartando bruscamente a cualquiera que se cruzaba en su camino.

Antimodes se encontraba en un dilema. No quería que le impusieran la obligación de atender a ese niño. Ahora que la chica se había marchado no deseaba tener que ver con ella nada más. Lo había alterado, provocándole una sensación molesta, como la resaca ocasionada por un exceso de vino. Un vino que había tomado con agrado, pero ahora tenía dolor de cabeza.

El archimago pidió la cuenta. Llevaría a cabo una retirada estratégica a su habitación; se sintió irritado al comprender que estaría enclaustrado como un prisionero lo que restaba de su estancia en la ciudad. Al levantar la vista se encontró con los ojos del enano que, según recordaba, se llamaba Flint. Había una beatífica sonrisa en su semblante.

Seguramente el enano ni siquiera estaba pensando en Antimodes y si sonreía debía de ser de satisfacción por la deliciosa comida que acababa de ingerir o por la sabrosa cerveza o simplemente porque se sentía a gusto. Pero el archimago, con su habitual prepotencia, dio por sentado que Flint se burlaba de él porque le hacía gracia que un poderoso hechicero huyera de dos chiquillos.

En consecuencia, Antimodes decidió en ese mismo instante que no le daría tal satisfacción al enano. No permitiría que nadie lo echara de la agradable y cómoda sala; se quedaría allí, se libraría de la muchacha despachando rápidamente al niño, y ahí acabaría todo.

— ¿Os apetece compartir mi mesa, señor? —invitó al enano.

Flint frunció el ceño y se puso colorado; se llevó la jarra de cerveza a los labios mientras rezongaba entre dientes que prefería que se le quemara la barba antes que compartir mesa con un hechicero.

Antimodes sonrió fríamente. Era de todos sabido que los enanos albergaban una gran desconfianza y un mayor desagrado por cuanto estuviera relacionado con la magia. El archimago se había asegurado ahora de que Flint lo dejaría en paz. De hecho, el enano se apresuró a terminar la cerveza, echó una moneda sobre la mesa, se despidió de Antimodes con un leve cabeceo y salió precipitadamente de la posada.

Y en la puerta, casi topándose con él, apareció la muchacha arrastrando tras de sí no a un niño, sino a dos.

Antimodes suspiró y pidió a Otik otra jarra de su exquisita reserva de dos años. Mucho se temía que iba a necesitar algo fuerte.

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