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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (12 page)

BOOK: Rastros de Tinta
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—Mog —respondí—. ¿Dónde está tu papá?

—Ni idea, y tampoco sé cuánto puede tardar. Todo el día y toda la noche. Tres meses. Cinco minutos. Seguro que está emborrachándose en cualquier taberna. Y tienes suerte de que mamá Muggerage tampoco esté, porque seguro que te habrías ganado una buena si te pilla rondando por aquí.

Hasta entonces no había visto a
Lash
, que estaba metiendo el hocico entre las barras de la reja. El chico sonrió, y de repente, vi algo en sus ojos que me pareció reconocer.

—¿Puedes salir? —le pregunté.

Se le iluminaron los ojos.

—No, pero tu puedes ayudarme a salir. ¿Ves esa puerta rosada? No tiene cerradura. Detrás, en el fregadero, verás un barril muy pesado. Si lo consigues mover, hay una trampilla por la que puedo escapar.

Me levanté y fui con
Lash
hasta la puerta del fregadero. Cedió con facilidad, y al abrirse soltó virutas de vieja pintura rosada. Detrás había una habitación vacía, con el suelo de piedra. Las telarañas colgaban del techo como banderas. No había muebles, a excepción de una inmensa bañera vacía y un gran barril apoyado contra la pared.

Con algunas dificultades, fui apartando el barril a un lado, un centímetro a cada nuevo empujón, hasta que quedó al descubierto una trampilla cuadrada de madera. Cuando me agaché para golpear la madera, se abrió hacia mí, e hizo que
Lash
volviera a soltar un ronco bufido de sorpresa.

—¿Alguien te tiene prisionero? —le pregunté al chico, todavía jadeando por el esfuerzo de mover el barril.

—Más o menos —gruñó él, levantándose. Llevaba una ropa muy parecida a la mía. De hecho, allí de pie, en ese fregadero minúsculo, de repente me di cuenta de que nos parecíamos mucho, y algunos de los acontecimientos de los pasados días empezaron a cobrar más sentido—. Qué bien que hayas venido —dijo el hijo del contramaestre, sonriendo agradecido—. Perdona, ¿cómo has dicho que te llamas?

—Mog —repetí—, y éste es
Lash
.

El chico le alargó la mano y
Lash
le acercó el hocico húmedo, pero al instante lo apartó decepcionado, al descubrir que no había nada para comer. El chico se echó a reír. Por primera vez me miró detenidamente.

—Estás completamente empapado —dijo.

—Perdona. He… bueno… he estado jugando en un surtidor.

—Suena divertido —repuso el chico—, hace tanto calor. Lo he pasado fatal estos últimos días en el sótano. Pero papá, y mamá Muggerage también, piensan que así evitan que me meta en líos. Y yo pienso que son ellos dos los que tendrían que estar encerrados aquí abajo. Están metidos en más líos que cualquier otra persona en todo Londres.

—No querían que te escaparas fácilmente —le comenté. Y entonces añadí—: ¿Qué tipo de líos?

—Exactamente no lo sé —confesó el chico—. No me explican nada. Pero los dos están metidos en algo. Les viene a visitar gente en mitad de la noche. Se van a cualquier hora, persiguen a gente, transportan cosas, traen dinero a casa. La gente les deja notas. Cazo cosas al vuelo de aquí y de allá, pero nunca me entero de toda la historia. ¿Sabes qué trajo papá a casa el otro día? Un camello.

Me quedé mirándolo fijamente.

—Creo que te tengo que explicar una historia —le informé.

Se llamaba Nick («me bautizaron con el nombre de Dominic, pero desde ese día nadie me ha vuelto a llamar así») y era el hijo del contramaestre. Su madre había muerto cuando era muy pequeño y desde entonces lo dejaron al cargo de una enorme mujer llamada señora Muggerage. Él la odiaba y ella lo odiaba a él. Raramente veía a su padre, porque la mayor parte del tiempo estaba lejos, embarcado, y sólo volvía a visitarles entre viaje y viaje para pagar a la señora Muggerage por el cuidado de la casa. Al principio, la señora Muggerage hacía ver que cuidaba a Nick como a un rey, pero cuando quedó claro que al contramaestre no le importaba el trato que recibiera el niño, la mujer dejó de lado las apariencias.

—Siempre me trata a palos —me explicó—, como si fuera un perro. Peor que un perro —añadió, acariciando el cuello de
Lash
—. Y ahora es todavía mucho peor, porque papá está en casa, y el uno me trata tan mal como la otra. Al menos cuando papá está embarcado sólo tengo que huir de ella.

Durante toda su vida se había visto obligado a apañárselas solo, y admitía sin tapujos que se había convertido en un ladronzuelo habitual. Su padre se lo había llevado a alguno de sus viajes, y en ciudades del extranjero había visto gente de una riqueza asombrosa, animales de los que nunca antes había oído hablar y mujeres más bellas de lo imaginable. Pero la violencia y la dureza de la vida de marinero lo asustaban, y odiaba las tormentas y la escasez de comida; y la vergüenza que sentía su padre por la falta de aptitudes marineras de su hijo rápidamente se convirtió en resentimiento.

—Dice que soy débil —gruñó—, siempre me dice que soy débil, haga lo que haga. Me odia por eso, Mog, me odia de veras. Pero es que a bordo, hacen cosas… bueno, hacen cosas que no te creerías si te las contara.

Se suponía que tenía que haber acompañado a su padre en el viaje del que acababa de volver
El Sol de Calcuta
, pero una hora antes de que la nave zarpara, se había escabullido, había desembarcado y se había escondido hasta estar seguro de que el barco había salido del puerto. En estos momentos, tras la vuelta de su padre, estaba pagando por ello.

—Por una cosa así, a los marineros los azotan hasta morir —me explicó—. Así que supongo que tengo suerte estando encerrado en el sótano.

—Tú por lo menos tienes un padre —repliqué—. Yo no tengo ni padres ni familia, que yo sepa.

—A veces creo que estaría mejor sin familia —dijo en voz baja.

La verdad es que Nick conseguía escaparse del contramaestre y de mamá Muggerage con cierta regularidad y durante largos periodos de tiempo, sin que ellos se preocuparan mucho por saber dónde se había metido. Se conocía las calles de Londres al dedillo, y no sólo sabía dónde estaban en el mapa, sino que conocía su diferente personalidad, cuáles eran peligrosas y cuáles seguras, quién vivía en ellas, por cuáles era mejor transitar y cuáles convenía evitar, cómo ir de un sitio a otro por el camino más corto y cómo desaparecer por completo. Su mejor amigo era un enano de Aldgate, que le había enseñado a leer.

—Nunca vi qué sentido tenía eso de leer —decía—. Siempre pensé que si querías saber algo, ¿por qué no preguntárselo a quién lo sepa? Todo lo que alguien puede poner por escrito, también lo puede decir en voz alta. Pero cambié de idea. Créeme, Mog. Aprendo más cosas de los libros y los periódicos que de lo que pueda explicar la gente. Pero hago ver que no sé leer, ¿sabes? Así dejan notas por ahí. Es mi mayor secreto.

—Yo no me acuerdo de cuándo aprendí a leer —comenté—. Simplemente… he sabido siempre, supongo. Debí de aprender cuando estuve en el orfanato. Pero no sabría decirte quién me enseñó.

—¡Tú también! —exclamó entusiasmado—. Vaya, entonces ya sabes lo que es. Así es más fácil descubrir cosas, es más fácil engañar a la gente y despistarla ¿Sabes qué hago? A veces escribo notas para que mi padre las encuentre, ¡haciéndome pasar por otra persona! Sé descubrir qué negocios tiene una persona con sólo vaciarle los bolsillos. Oh, sé cosas que no habría llegado a saber ni en un millón de años si no supiera leer.

Cuando le dije que trabajaba en una imprenta, los ojos se le tiñeron de envidia.

—Imagínate —dijo—. ¡Carteles, periódicos y anuncios! ¡Debes de saber lo que pasa en Londres mejor que cualquier otro chico!

Sus ganas de escucharme me animaron. Le hablé sobre los hombres en casa de Flethick, del hombre del bigote, de Coben y Jiggs, de cómo me golpearon en la cabeza, y del baúl, de la gran espada y de
El Sol de Calcuta
, y de la lámpara dorada y del hombre tartamudo, y cada vez Nick tenía los ojos más y más abiertos, hasta que casi parecía que le fueran a saltar de la cara.

—¡Estás hecho un gran investigador! —exclamó. Yo me puse a reír. —Pero escucha —añadió en tono de urgencia—, el camello que busca toda esa gente todavía está aquí. ¡Dentro de casa!

—¿Dónde? —le pregunté—. ¿En el establo?

Nick soltó una risotada forzada.

—Qué chiste más divertido —me dijo. Entonces vio que yo no lo había entendido—. No es un camello de verdad —me explicó—. Ven conmigo y te lo enseñaré.

Detrás de una puerta del fregadero había una escalera que conducía a la casa.

—¿Quién es el hombre que hay en el establo? —se me ocurrió preguntar, mientras Nick me guiaba a través de habitaciones desordenadas.

—¿Qué hombre?

—En el establo hay un viejo durmiendo debajo de una manta de caballo.

—Pues no sé. El establo no es nuestro. Debe de ser un borracho —supuso Nick—. Bien… Seguro que lo tiene escondido en esta habitación.

Estábamos en medio de un montón de trastos tan enorme que habría hecho parecer ordenada la tienda de un trapero. Relojes viejos, trozos de ropa, troncos, cuerdas, baratijas de lata, cazos de cobre, zapatos viejos, alfombras enrolladas, botes, velas, una pierna de madera, sombreros, jaulas para pájaros y tenedores para la carne… Todas esas cosas estaban metidas en arcones, y rebosaban extendiéndose por el suelo.
Lash
fisgoneaba con el hocico entre la chatarra, haciendo estrépito a cada paso y con la cola yendo de un lado a otro, completamente absorto.

—A mí todo esto me parecen trastos inútiles —dije examinando la chatarra amontonada.

—Quizá sí —repuso Nick—. Pero precisamente es eso lo que se espera que piense la gente. ¿Lo entiendes? Es un buen sitio para esconder cosas valiosas, debajo de la chatarra. —Apartó unas mantas de un baúl que había cerca y añadió—: Por ejemplo, mira lo que hay aquí.

Lo había encontrado. Una figurita con la forma de un camello, de algo más de un palmo de altura, con una sola joroba y un largo cuello que sobresalía arqueado, y una expresión algo aturdida en el rostro, como si le hubieran acabado de aporrear la cabeza con una sartén. Estaba hecho de metal y se podía aguantar de pie sobre las patas. Algunas partes de su superficie se habían vuelto de color verde.

—¿Esto es el camello? —pregunté decepcionado.

—Sí, pero por alguna razón debe de ser muy valioso, porque cuando lo trajo a casa estaba más contento que unas pascuas —replicó Nick—. Lo oí charlar con mamá Muggerage y no paraba de reír, como si se hubiera hecho con las joyas de la corona.

—Me parece —aventuré—, que Coben y Jiggs esperaban encontrárselo en el baúl que robaron. No paraban de decir que el contramaestre lo tenía, y me preguntaron a mí dónde estaba. —Di la vuelta al camello—. ¿Estás seguro de que éste es el de verdad? ¿No crees que podría ser uno falso, para despistar a la gente?

—Este es del que está tan contento —me aseguró Nick—. Lo vi con mis propios ojos. Y déjame decirte otra cosa. Tiene clientes interesados en comprarlo. Le dijo a mamá Muggerage que tenía que encontrarse con unos hombres en Las Tres Amigas para cerrar un trato.

—¿Cuándo? —le pregunté ansioso.

—No sé. Quizá ahora. Pero lo más seguro es que haya quedado por la noche. Ésa es la mejor hora para sus negocios turbios, por lo que sé… —Se calló de golpe, con el ceño fruncido—. No estoy muy seguro de que deba explicarte todo esto. Además, ¿cómo es que estás tan interesado en el asunto?

Me encogí de hombros.

—No lo sé —le dije sinceramente.

—Para ser un tipo honrado, pareces saber mucho de ladrones. Se te ve muy entusiasmado con todo esto, ¿no?

Tuve que confesar que sí lo estaba.

—Pues bien, no deberías estarlo tanto —me advirtió—. Si quieres que te dé un consejo, no te metas en estos asuntos, y así podrás seguir siendo un tipo honrado cuando todos esos granujas acaben entre rejas o muertos. Mira esto.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de papel arrugado. Me lo pasó y yo lo desplegué con curiosidad.

No creaz estar seguro en tu territorio.

Puede que tengaz menos amigos

de lo que creaz. Ay ojos que te vijilan

cada noxe. Ay ojos que te vijilan aora.

—Llegó anoche —me explicó Nick—. Lo colgaron del marco de la ventana. Hay hombres que quieren su sangre por haberse quedado con esto.

Levantó el camello y el animal se me quedó mirando con cara de estúpido.

—Escribió una nota a Coben y Jiggs —recordé—, y dibujó un gran ojo en la nota para que fueran con ojo. Parece que todos se están vigilando los unos a los otros.

De repente se oyó ruido en el piso de abajo.

—¡Oh, no! ¡Alguien ha vuelto! —Nick lanzó el camello dentro del baúl y me agarró del brazo—. Vete, desaparece o nos matarán a los dos.


Lash
—murmuré y su cabeza apareció de golpe detrás de una silla—. Ven aquí, guapo.

Pero los pasos ya subían la escalera.

—¡NICK! —gritó una voz de mujer.

—Demasiado tarde —dije, mirando alrededor con terror—. Tendremos que escondernos.

—¡NICK!

Al abrirse la puerta, me zambullí entre los trastos para pasar inadvertido.
Lash
se quedó inmóvil a mi lado, y dejamos al pobre Nick de pie en medio de la habitación, con las manos metidas en los bolsillos.

—¿Quién te ha ayudado a escapar? —gritó la mujer, y mientras avanzaba por la habitación, vi que se trataba de una gruesa mujer; la mole de su cuerpo se tambaleaba como un carro de heno mal cargado. Llevaba un vestido sin mangas que dejaba los brazos al descubierto, y mientras los movía enrabiada, me recordaron un par de jamones colgados en el aparador de una charcutería. De repente, me di cuenta de que en uno de los puños llevaba un gran cuchillo de carnicero, de los de cortar huesos. Cualquiera que se cruzara con eso tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Vi que Nick me lanzaba una mirada y movió la cabeza ligeramente para decirme que me fuera.

—¿A quién le haces señas? —le gritó la mujer. Se acercó a él con el brazo flexionado, como si fuera a darle un tortazo.
Lash
respondió a ese gesto con un gruñido inesperado, que la hizo pararse de golpe.

—¿Qué ha sido eso? —bufó—. ¿Hay un perro aquí dentro?

No pensaba dejar que
Lash
se acercara a ese cuchillo de carnicero, con el que esa espantosa mujer podía partirle la cabeza en dos de un solo golpe. La única escapatoria era salir corriendo. Tiré de la correa de
Lash
, me escabullí entre la puerta y la espalda de la señora Muggerage y nos precipitamos de cabeza hacia las escaleras. Ella se volvió sobre los talones demasiado tarde, pero pudo vernos medio corriendo, medio cayendo en dirección al fregadero.

BOOK: Rastros de Tinta
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