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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (4 page)

BOOK: Rastros de Tinta
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—Bueno, si me lo pones así —replicó Flethick—. Cramplock no se lo tomará muy bien. No podemos dejar que eso pase.

La sonrisa que continuaba dibujada en sus labios ya no era una sonrisa divertida sino que había tomado un aspecto siniestro. De repente, me dio mucho miedo.

—Entonces dame la factura —ordenó. Y con un lento movimiento de todo su cuerpo, me arrebató el sobre de la mano y lo pasó directamente sobre la llama de la vela más cercana. El fuego prendió en la carta y en pocos segundos las llamas ya la habían consumido. Las delgadas cenizas negras de lo que había sido la carta se esparcieron alrededor de la vela, tan lentamente como la nube de humo ascendía por el aire.

Todo en la habitación pasaba lentamente. Sentía el cerebro como si lo tuviera atrapado en una pesada quietud, como cuando una mosca intenta salir de una taza de miel. Me lagrimeaban los ojos y, cada vez que parpadeaba, los hombres parecían estar más lejos. Los cuatro sentados en las butacas se habían alejado tanto que casi los había perdido de vista más allá del horizonte.

Oí un eco y me di cuenta de que alguien me había hecho una pregunta.

—¿Qué? —dije.

—¿Hay alguien más fuera? —me preguntaba Flethick.

—No he visto a nadie —contesté frotándome los ojos.

—No vendrá aquí esta noche —dijo otro de los hombres en voz baja—. Habrá preferido las tres amigas.

—No somos suficientemente buenos, ¿verdad? —gruñó otro desde el horizonte.

—Esperará el momento oportuno. En las tres amigas no levanta sospechas.

—Siempre que la cosa no vaya mal.

El hombre sentado al fondo de la habitación parecía estar muy interesado en que nada fuera mal. Flethick chupaba su pipa y me observaba, atentamente, quizá demasiado atentamente, con unos ojos que parecían mirar más allá de mi cuerpo, hacia otra dimensión. «Está viendo mi fantasma», pensé sintiendo un escalofrío.


El Sol de Calcuta
—canturreó uno de los hombres con voz suave—. ¡
El Sol de Calcuta
! ¡Cuánta riqueza! —Se puso a reír, pero no fue para nada gracioso. Nadie rió con él, y además reía sin hacer ruido. Tan sólo le temblaba el cuerpo, como si le doliera.

—Cállate —le ordenó Flethick con voz clara y amenazante.

Se volvió hacia mí. Su imagen bailoteaba ante mis ojos. Sin mover los labios, me dijo—: Ya te puedes largar, diablillo, y si puedes recoger las cenizas de tu factura, mejor que te las lleves. —A pesar de que arrastraba las palabras, pude detectar la violencia que había en su voz—. Y no has estado nunca en esta habitación, ni tampoco has visto nunca a estos hombres. Todo ha sido un sueño. ¿Entendido?

Me encontré asintiendo con la cabeza. Me lo creí a medias. No me habría extrañado si de repente lo hubiese visto desvanecerse en el aire y me hubiese despertado en mi cama.

—Porque si recuerdas más de la cuenta —continuó Flethick—, hay hombres en Londres que pueden ayudarte a olvidar.

—Pídeselo bien al contramaestre —soltó el hombre de las risitas—, ¡y te cortará el pescuezo!

—Cállate —ordenó Flethick de nuevo—, ya te has ido demasiado de la lengua. —Volvió a mirarme como si yo fuera su peor enemigo. Me había dicho que me largara, y yo seguía delante de él—. ¡Fuera de aquí! —masculló furioso—. ¡Y OLVÍDALO TODO!

Bajé las escaleras a trompicones, y estuve a punto de caerme de bruces en medio de la noche, con la cabeza turbia por el aire enrarecido de aquella pequeña habitación y con la amenaza final de Flethick resonándome en los oídos. Empecé a captar, como si los viera por primera vez, los detalles del encuentro que había tenido. Arriba había sido incapaz de pensar con claridad. Me llené los pulmones de aire fresco y limpio, y empecé a comprender lo que acababa de ver. A pesar de la actitud letárgica de esos hombres, había violencia en sus palabras. Me di cuenta de que seguía temblando de miedo. Seguro que estaban tramando algo turbio. «¡Qué riqueza! —había soltado riendo el hombre indiscreto—. ¡
El Sol de Calcuta

Atravesé el arco de ladrillos y parpadeé al encontrarme ante la pared de la prisión, alta, negra y húmeda.
Lash
seguía atado a la farola, y escarbaba entre los adoquines. Al verme, tiró de la correa para darme la bienvenida, y cuando lo desaté casi me lanzó al suelo de alivio al ver que había conseguido escapar.

—¡Cuánto me alegro de verte! —murmuré. Me acuclillé a su lado unos segundos y dejé que me lamiera la cara, mientras lo acariciaba por debajo de la barbilla.

A lo lejos, una campana dio las horas. Ocho… nueve… diez… once… De repente me sentí inmensamente cansado. Eché un vistazo a ambos lados de la callejuela y vi que estaba desierta. La única luz que se veía brillaba tenuemente desde la esquina siguiente, muy lejos de donde nos hallábamos. En mi cabeza se repetían las palabras del hombre de las risitas: «Pídeselo bien al contramaestre, ¡y te cortará el pescuezo!». Y de repente, con una desagradable sensación, recordé dónde me encontraba: a pesar de que los letreros de la calle la designaran por el nombre de Corporation Row, el callejón oscuro y de altos muros que rodeaba el perímetro de la prisión tenía otro nombre. Casi toda la gente que vivía en el barrio lo llamaba el Callejón de los Degolladores.

Me levanté, recogí la correa de
Lash
hasta notarlo bien pegado a mis talones e hice que me siguiera. A ninguna persona con un mínimo de sentido común se le ocurriría entretenerse por esas calles después de oscurecer. Al pasar delante de un portal estrecho, oí un silbido apagado, como el ulular de un búho, y supe que era una señal que le hacía un ladrón a otro, el lenguaje secreto de los niños y jóvenes harapientos que se ganaban la vida vigilando cuando el resto de la gente descansaba despreocupada.
Lash
gruñó, y el corazón me empezó a latir más de prisa al pensar en los posibles asesinos que acechaban por allí, en los hombres siniestros de la habitación llena de humo, en Cockburn y en la prisión de la que acababa de huir, cuyos muros se alzaban ominosos a mi derecha. Corría a ciegas, y al doblar la esquina, tropecé con alguien que avanzaba en dirección contraria.

Estuve a punto de soltar un grito, pero antes de que pudiera hacerlo, la otra persona ya se había desvanecido en la oscuridad.
Lash
se puso a aullar y a tirar de la correa, queriendo perseguir a aquella figura sombría, cuyos pasos ya se perdían entre los altos muros de ladrillo. Pero le había visto bajo la luz de la farola, y tenía clavada en la memoria la imagen de su cara de asombro. Un hombre alto con un grueso abrigo negro, de cuyo cuello surgía una cabeza oscura, casi calva, con la frente amplia brillando como una cúpula bajo la luz de gas; tenía los ojos muy blancos, duros y penetrantes, la nariz curvada como el pico de un cuervo y bajo ella, un bigote negro acabado en punta a ambos lados. ¡No podía ser ningún vecino de Clerkenwell! Tenía prisa por llegar a alguna parte, eso era evidente. Un extranjero perdido en Londres, buscando a alguien, o quizá huyendo de alguien. Y la mirada que había en sus ojos, y que todavía se clavaba en mí, aunque él ya se había ido, escondía alguna intriga tan oscura y amenazadora como las puntas de su bigote.

2. TINTA CHINA

Tassie se acercó a la barra de La Cabeza de la Muñeca, envuelta en un aroma sabroso y tentador, y plantó ante mis ojos un humeante pastel recién salido del horno.

—¿Y bien? ¿Qué me dice a eso? —me preguntó, con una sonrisa burlona tan amplia que le pude contar las muelas, aunque no le quedaban muchas.

—Gracias —le dije como pude, con la boca llena.

—El muchacho se comería todo lo que tengo si le dejara —informó jovialmente Tassie al resto de la clientela, el grupo de habituales de aspecto descuidado que se sentaban a las mesas para disfrutar de un cigarro y de la comida del sábado—. Aunque yo diría que hoy el chico no parece el de siempre. Es como si le faltaran horas de sueño, ¿no le parece, señor Gringle?

El hombre orondo que estaba en la barra me echó un vistazo y asintió con su cabeza sebosa.

—Vaya ojeras —dijo significativamente—. La verdad es que el muchacho está en los huesos.

—Nadie diría que se ha zampado más pasteles de los míos que cualquier otro en Clerkenwell —sentenció Tassie, abrillantando los grifos.

Clavé los ojos en la mesa, con irritación. ¿A ellos qué les importaba? Yo me sentía completamente feliz con tan poca carne, sobre todo si tener carne quería decir parecerse al señor Gringle, cuya grasienta barriga sobresalía por debajo de su sucio chaleco a punto de estallar, a pocos centímetros de mi plato. Pero Tassie tenía razón al decir que yo necesitaba dormir. Tras mi visita nocturna al señor Flethick, me había pasado la noche dando vueltas en la cama, y los ratos que había conseguido conciliar el sueño había tenido las pesadillas más inquietantes.

En una, caminaba a ciegas envuelto en una especie de neblina, como la de la habitación de Flethick, en la que rostros humanos aparecían y desaparecían. Algunos eran amables; otros, amenazadores, pero en cualquier caso, si intentaba hablarles, se apartaban de mí. Una figura sombría emergió de repente de la niebla y reconocí en su rostro al presidiario del cartel. Otro resultó ser el misterioso hombre del bigote con quien me había topado en la callejuela. Y mientras avanzaba flotando hacia mí, mirándome con sus penetrantes ojos blancos, su cabeza pareció transformase en la de un cuervo y su prominente nariz se convirtió en un gran pico negro.

A decir verdad, había tenido esa pesadilla, o alguna parecida, de manera recurrente desde la infancia. Me resultaba tan familiar, que cuando empezaba, siempre sabía lo que iba a pasar, y me daba tanto miedo que muchas veces intentaba despertarme para no tener que soportarla. Lo que más odiaba de la pesadilla era cuando aparecía la cara de
Lash
ladrando; yo alargaba los brazos intentado abrazarlo, y entonces él desaparecía; yo intentaba tirar de la correa para hacerlo volver, pero no podía cogerla, y él ladraba y ladraba sin hacer ningún ruido hasta que desaparecía.

El último sueño de esa noche, justo antes de despertarme, había sido particularmente vivido. Una figura humana, brillante y delicada, flotaba hacia mí y de repente, me encontraba admirando el precioso rostro de mi madre, que yo nunca había visto. Pero en esos sueños siempre reconocía su rostro al instante, envuelto en un gran pañuelo de seda verde y dorada. Movía los labios formando palabras sin sonido, de una forma ferviente y suplicante, como si intentara hacerme comprender algo terriblemente importante. Sin embargo, por mucho que yo lo intentara, no lograba entenderla.

—¡Mamá! —la llamaba—. ¡No puedo oírte! ¡Háblame! ¡Repítelo de nuevo!

Sus labios seguían moviéndose, pero la figura empezaba a desvanecerse, con unos ojos cargados de urgencia, gritándome en silencio. Me brotaron lágrimas reales, por la frustración y el dolor de la separación, mientras la veía alejarse más y más, todavía hablando.

Me estremecí. No me atrevía a decir a la gente de La Cabeza de la Muñeca ni una sola palabra de lo sucedido la noche anterior; sabía que se reirían de mí y además, ya no me parecía algo tan serio, a la luz del día, con el sol de primavera en lo alto y las calles llenas de carros de fruta y del griterío de los niños y los animales. Además tenía el terrible presentimiento de que, en el momento en que dijera alguna cosa, unas fuerzas maléficas estarían al acecho, esperando para atraparme.

La imagen de mi madre me perseguía. Estaba seguro de que lo que había intentado decirme estaba relacionado de alguna manera con los hechos de la noche anterior. Mi cabeza trabajó febrilmente toda la mañana, tratando de comprender lo que había visto y oído. Flethick había hecho callar a su amigo cuando éste había hablado más de la cuenta sobre algo que tenía por nombre
El Sol de Calcuta
. «¡Cuánta riqueza!», había dicho entre risas. También parecían estar inquietos por una persona que creían que debía estar esperando fuera, en la calle. Estaba convencido de que el extraño con quien me tropecé en el Callejón de los Degolladores era la persona de la que hablaban, ése que estaba con tres amigas, y que tenía algo que ver con
El Sol de Calcuta
, fuera eso lo que fuera.

Gringle tomó un sorbo de cerveza de su vaso y se fue a sentar con unos amigotes, sin parar de toser. Pensé que era un momento seguro para hacer un par de preguntas a Tassie.

—Tassie —dije en voz baja—, ¿dónde está Calcuta?

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