Los ruidos también se habían detenido. Subí de nuevo para meterme en la cama, medio creyéndome que me lo había inventado todo y que el cansancio, el dolor de cabeza y las extrañas aventuras por las que había pasado me habían hecho oír ruidos inexistentes.
A pesar del cansancio, no pude irme a dormir sin haber anotado en el papel parte de mis confusos pensamientos. Por escrito, en blanco y negro, quizá tuvieran más sentido, quizá se pudieran domesticar, hacerlos menos terroríficos. Siempre hacía eso cuando me podía el agobio.
Lash
se acercó y se acurrucó a mis pies, en la cama. Me subí la sábana hasta los sobacos, enterré los pies bajo el peso de
Lash
para mantenerlos calientes y me acerqué la caja de tesoros. Cogí un lápiz, abrí
El libro de Mog
por la primera página en blanco, pensé durante unos segundos y me puse a escribir.
Han empezado a pasar cosas raras
, escribí.
Me metí el lápiz en la boca y acaricié a
Lash
en las orejas, mientras pensaba si eso era lo que quería decir. Me lo volví a pensar, y decidí añadir unas palabras de más a la frase.
Han empezado a pasar cosas raras, MUY raras
, —corregí.
Hoy estamos a martes
—continué—.
Que yo recuerde, nunca había hecho tanto calor, y las cosas se han vuelto increíbles. Un barco, El Sol de Calcuta, ha provocado un gran revuelo entre los peores ladrones de Londres. Sólo hace dos días que atracó en el puerto y no hay manera de escapar de las habladurías que corren sobre sus tesoros. Un hombre extraño ha venido en él y ya me lo he encontrado dos veces. Su presencia aquí parece haber causado una gran agitación entre los malhechores, como cuando un pájaro huele la presencia de un gato
.
Me sentía inspirado.
No sé decir qué está pasando, pero presiento que estoy metido en una aventura y parece mucho más importante e interesante que todo lo que me ha pasado en mi vida. He visto unos dibujos en una espada robada que son exactamente iguales a los que hay en mi brazalete. Anoche soñé con mi madre; parecía más real que nunca, y sentí…
Me detuve, mascando la punta del lápiz. ¿Qué había sentido?
… como si mi madre intentara decirme que todo esto lo afecta de alguna manera. Además, no paro de encontrarme gente que me toma por otra persona. Primero un marinero y después Coben, el ladrón, me hablaron de mi padre. ¿Por qué se creen que conocen a mi padre? Me hace sentir algo muy raro
.
Releí lo que había escrito y me estremecí. Estaba rendido. Metí entre las páginas los documentos que había cogido en la guarida de los ladrones y cerré el libro.
De repente, se me ocurrió una idea, y volví a sacar los papeles para hojearlos. Rápidamente encontré lo que buscaba. La nota escrita en ese alfabeto misterioso. La dejé sobre la sábana ante mí y copié esos extraños dibujos, con la mano ligeramente trémula, en
El Libro de Mog
, debajo de lo que acababa de escribir.
Examiné el dibujo que había hecho. De mi puño, aún tenía menos sentido. Solté un bostezo enorme.
—No me aguanto despierto ni un segundo más —le dije a
Lash
.
Como respuesta, un rítmico ronquido se alzó desde mis pies.
Lash
estaba dormido. Sólo espero, por su bien, que aquella noche tuviera sueños más agradables que los que tuve yo.
Me desperté muy temprano con un gran dolor de cabeza y, después de ponerme en la frente un trapo para que me hiciera de venda, salí de casa sin hacer ruido.
Lash
se sorprendió agradablemente de estar en pie tan temprano y trotaba en una especie de zigzag de un lado a otro de la calle, con el hocico a ras de suelo, como si los olores de la ciudad fuesen intrigantemente diferentes a esa hora del día, sin gente por doquier que los cubriera. Una luz grisácea empezaba a extenderse perezosamente desde los pantanos del este, y la neblina matinal descansaba sobre las calles, de manera que los edificios parecían emerger de repente de la nada cuando te acercabas a ellos. Smithfield estaba todavía desierto. Desde la torre de cuatro puntas de la iglesia del Santo Sepulcro resonaron las sombrías campanadas de las cinco en punto, mientras pasábamos junto a los gigantescos muros de la prisión de Newgate, altos como un acantilado. En el mercado de pescado, sin embargo, ya había vida y bullicio. Traté de buscar a alguien que me pudiese acercar al muelle en carro. Estaba decidido a volver a intentar colarme a bordo de
El Sol de Calcuta
, o al menos a pasearme por las cercanías para ver qué podía descubrir.
Sobre las aguas neblinosas, las luces pálidas de las barcas, patrullando arriba y abajo como arañas de agua, se deslizaban y balanceaban dibujando constelaciones cambiantes. De la misma manera que las calles tenían sus carroñeros, gente que buscaba entre la basura algo que les fuera de utilidad, el río también tenía sus barqueros que rebuscaban entre los desechos salidos de las alcantarillas y apilaban sus trofeos en las sucias proas. Y también había ladrones, que utilizando las luces para hacerse señales, se deslizaban entre los barcos mercantes y alzaban las manos para recoger el botín que les pasaban sus cómplices de a bordo.
Entre la niebla, me convertí en uno de ellos. Una barquita de remos amarrada cerca de las escaleras del mercado de pescado me ofreció la oportunidad, tras echar una ojeada rápida a mi alrededor para asegurarme de que el propietario no estuviera cerca, me metí dentro e intenté estabilizarla cuando, excitado,
Lash
saltó tras de mí. A tientas, solté el cabo negro que amarraba la barca, grasiento de tantos años en remojo en las aguas del río, y después me puse en marcha. El corazón me latía con fuerza mientras comenzaba a mover los aparatosos remos y trataba de mantenerme lo más cerca posible de la orilla y del casco de los barcos alineados allí, que iban aumentando en número a medida que remaba río abajo. No lo estaba haciendo demasiado bien; tan sólo había remado una vez antes, y en aquella ocasión tampoco había salido muy airoso.
Lash
estaba emocionado y todo el rato tenía que gritarle que se sentara, porque en su afán de mirar primero a un lado y después al otro, estaba haciendo que la barca se bamboleara de forma alarmante. Pero después de dar unas cuantas vueltas en redondo y de chocar contra el casco de una o dos naves, encontré un buen ritmo de remo. Nadie pareció reparar en mí cuando pasé por delante de los embarcaderos y los almacenes.
Pero Londres parecía muy distinta desde el agua, y no supe calcular qué distancia tendría que recorrer para llegar hasta
El Sol de Calcuta
. El día anterior, cuando me llevó el carretero, me pareció que estaba bastante lejos. El bosque de mástiles que veía a ambos lados me ofrecía pocas pistas para orientarme; me sentí como una araña en un campo de trigo, intentando recordar dónde ha dejado atrapada a la última mosca. Además estaba empezando a marearme, resultado de la combinación de la asquerosa peste del río y del hecho de no haber desayunado.
Cuando el sol empezaba a brillar débilmente entre la niebla y mucho rato después de que empezara a pensar que habría hecho mejor quedándome en la cama, pasé por un espacio que había entre un par de cascos quejumbrosos cubiertos de alquitrán, y vi una proa en forma de lanza con las letras «LCUTA» emergiendo por detrás de la nave que tenía más cerca, balanceándose por encima de mi cabeza. Los botes crujían en un coro de notas graves, como si bostezaran despertándose. Remé hacia una escalera de metal que había en la dársena, y mi barca quedó encajada como una cuña entre el muelle y las cuadernas de
El Sol de Calcuta
. Desde donde estábamos me resultaba imposible subir a
Lash
hasta el muelle; tendría que dejarlo en el bote hasta mi vuelta. Pareció entenderlo y, esperando que no se le ocurriera darse un baño en aquellas aguas fétidas una vez que yo me hubiese ido, me encaramé por el casco hasta llegar al alcázar del barco, completamente desierto.
Aterricé con los pies justo en medio de un rollo de cuerda, enroscada como una serpiente dormida que vigilase los tesoros orientales. Eché un vistazo a mi alrededor. La cubierta estaba húmeda y resbaladiza, y en algunas partes tenía un color verde brillante, especialmente en los bordes. No se veía ni un alma. A mi derecha se alzaba un mástil, más alto que un árbol, con las sucias velas atadas a lo largo de los palos y las redes amontonadas alrededor. A mi izquierda estaba el castillo de proa, en el que escaleras y puertas conducían a los camarotes y a las salas de la parte delantera del navío. Había cabos por todas partes, algunos amarrados, otros que atravesaban la cubierta y se perdían más allá de la barandilla. Vi aparecer de repente la bota de un marinero en una esquina, cerca del mástil que tenía a la espalda. Estaba a punto de saltar por la borda, cuando me di cuenta, aliviado, de que sólo era una bota vacía, sin ningún marinero acompañándola.
La idea de encontrarme a alguien a bordo me aterrorizaba, y me estremecía con cada crujido de los tablones que mi peso provocaba, a pesar de que el ruido que yo hacía se perdía entre el concierto de golpes y chirridos que salía del resto de los barcos congregados. Abrí la puerta del castillo de proa con el corazón latiéndome tan fuerte que me pareció que resonaba en la húmeda sala en la que entré. Noté un hedor cálido, mezcla de sudor y agua sucia, que subía de las profundidades del barco. Era tan intenso que me sentí mareado al instante y tuve que agarrarme al marco de la puerta para evitar caer por el oscuro agujero que tenía a mis pies. Cuando la luz iluminó el suelo, las colas de unas ratas se deslizaron veloces como gusanos, hasta desaparecer en los agujeros de la madera. Me llevó un buen rato reunir el coraje suficiente para mover el primer pie y descender por la escalera de madera que llevaba al interior del barco.
Tras la primera puerta que abrí descubrí un camarote pequeño y mal iluminado, con la más minúscula de las ventanas tapada por una lona. El olor que capté allí era una mezcla de roble y tabaco. En un rincón oscuro, otra cortina escondía una estrecha litera, en la que, se me ocurrió pensar de repente, podía estar durmiendo alguien. Agucé el oído. Pude oír el agua bajo el barco golpeteando el casco, pero la única respiración que detecté en el camarote era la mía, ansiosa y aprensiva. Alargué la mano y aparté la lona de la ventana para que entrara la luz.
Al instante algo destelló en la esquina opuesta. Todo el camarote se iluminó y vi una lámpara dorada que colgaba de la pared, a la altura de mi cabeza. Era el objeto más hermoso que habían visto en toda mi vida. Apagada, se mecía lentamente con el balanceo del barco, devolviéndome en forma de destellos dorados la luz del día que incidía sobre su elaborada superficie. No llegaba a imaginarme cómo un objeto similar podía haber salido de las manos de un orfebre; sin duda habría sido creada, como el sol, por algo o alguien que estaba más allá de nuestra comprensión. Era impresionante, magnífica, una cesta de finísimo encaje, con un denso entramado de miles de hilos de oro entrecruzados, que inundaba con sus reflejos todo el camarote y su mobiliario. Por un momento su belleza me hechizó, me hipnotizó. Una esfera enjoyada; una bola de brillantes tesoros.
¡Ésa era la clase de objetos que Coben y Jiggs querían robar! Si hubiesen conseguido hacerse con un objeto la mitad de valioso que ése, serían ricos. También estaba claro que, con un objeto así colgando de la pared, tan a mano, aquel lugar no permanecería sin vigilancia mucho tiempo más. Sería mejor que no me entretuviera.