Eché un vistazo a mi alrededor. En el camarote había algunos muebles: un par de sillas antiguas forradas de gastado cuero rojo y en el centro una gran mesa con algunos mapas desplegados encima. Al darles una ojeada, las líneas y los dibujos que había en ellos no me dijeron nada. Pero también había un par de cajones bajo la mesa. Los abrí y encontré una pistola, una tabaquera con joyas incrustadas y varios documentos. Con mano trémula, agarré el fajo de papeles y me puse a hojearlos. Algunos de ellos parecían muy importantes, con grandes sellos marcados sobre lacre rojo, pero, por lo que pude deducir, no eran demasiado interesantes. Cuando iba a volverlos a guardar, me llamó la atención una palabra escrita en letras gruesas al final de una de las hojas.
DAMYATA
Había algo en esa palabra que me puso los pelos de punta. Allí estaba otra vez. La palabra que no era palabra. ¿Sería el nombre de alguien? En uno de los otros documentos había una lista de nombres bajo el título de
Mercantes Autorizados por la Compañía de Su Majestad de Comerciantes Ingleses con Trato con las Indias Orientales
. Al lado de cada nombre había una fecha y una suma de dinero. La letra era florida y difícil de leer, pero ninguno de los nombres que pude descifrar me dijo nada. No sabía si debía llevarme esa lista de nombres, pero su aspecto oficial y los grandes sellos me hicieron pensar que, si me cazaban con esos documentos encima, podía meterme en un lío enorme. Cuando los devolví al cajón, vi de refilón una inscripción en pan de oro en la tapa de la tabaquera, con los mismos extraños garabatos que había visto en la nota entre los papeles de Coben y Jiggs. Parecía como si fuera una escritura, pero en este caso las letras parecían colgar de la línea en lugar de descansar sobre ella.
No tuve mucho tiempo para contemplarla, porque de repente oí ruidos por encima de mi cabeza. Unos golpes regulares… pam… pam… pam… Alguien caminaba por cubierta, y los pasos avanzaban con determinación hacia el castillo de proa y la escalera por la que yo acababa de bajar.
Comencé a sentir pánico. Se abrió la puerta del castillo de proa y los pasos empezaron a resonar sobre los escalones, hacia mí. Sentí como si mis tripas se hubiesen convertido en plomo ardiente. ¡Me iban a pillar! Cuando la puerta del camarote se abrió y las fuertes pisadas entraron, yo ya me había lanzado sobre la litera y estaba acurrucado tras la cortina.
Oía a un hombre respirar con dificultad, casi gruñendo. No me atreví a mover ni un solo músculo, ni a respirar; simplemente rezaba para que ese hombre, fuera quien fuese, saliera de una vez de allí. Estaba de pie a menos de un metro de mi cabeza, sus botas hacían crujir los tablones del suelo. Aguanté la respiración, aterrorizado, atrapado, y mis pulmones empezaron a pedir aire con urgencia. Me iba a morir.
Los segundos se alargaban. Me parecían horas. Estaba inmóvil, con los ojos cerrados, repitiendo en mi cabeza «¡Vete ya! ¡Venga, vete ya!», pero seguía oyendo la trabajosa respiración al otro lado de la cortina. El hombre esperaba inmóvil, escuchando.
Y entonces las botas crujieron de nuevo y casi respiré aliviado pensando que iba a salir por fin del camarote. Pero no salió. Como un rayo, la cortina de mi escondite se descorrió y me encontré ante un marinero gigantesco de cara plana. Yo estaba demasiado asustado para chillar; me quedé mirándolo, como si quedándome callado él fuera a cerrar la cortina y a marcharse, y yo fuera a despertarme y a descubrir que todo había sido la peor pesadilla de mi corta vida. Durante lo que me parecieron siglos no pasó nada.
Luego todo empezó a moverse frenéticamente. De un espasmo, casi como si le hubiera dado un ataque, el marinero alargó sus musculosos brazos hacia mí, me sacó violentamente de la litera y me lanzó contra el suelo de madera. Entonces, con la misma rudeza, me puso en pie de tal tirón que pensé que me sacaba los brazos de sitio. Me quedé mirándolo. Una sonrisa le atravesó el rostro, chato y curtido, mientras me agarraba con fuerza por los hombros con sus fuertes manos. Vi en su boca un largo horizonte irregular de dientes amarillentos y espaciados.
—Te he pillado con las manos en la masa —me dijo, saboreando cada palabra y riendo de manera horrible a pocos centímetros de mi cara—. Un ladrón a punto de escaparse con
El Sol de Calcuta
¡y yo lo atrapé! ¡Yo lo pillé con las manos en la masa y lo estrangulé antes de que pudiera decir ni pío! ¡Buen trabajo, marinero! ¡Raciones extra, marinero! —Noté cómo me apretaba con más fuerza alrededor del cuello. Me había quedado completamente mudo de terror. Era como si la muerte me hubiese paralizado con anticipación, incluso antes de ser asesinado.
—No soy ningún ladrón —oí que mi voz decía, débilmente.
—¿Ah, no? ¿Atrapado con las manos en la masa en el camarote del capitán y no eres un ladrón?
A cada palabra apretaba más y más las manos, estrangulándome, y pronto lo único que pude ver fueron manchas de sangre arrastrándose ante mis ojos, y lo único que pude oír fue el borboteo de mi propia respiración.
Pero en el último momento debió de cambiar de idea, porque de repente me encontré tragando aire a grandes bocanadas, y me di cuenta de que había apartado las manos de mi cuello.
—Explícate —me repetía, mientras las nubes de algodón se dispersaban gradualmente de mi cabeza—. ¿Qué hacías aquí dentro?
Tosí unas cuantas veces, recuperándome, intentando desesperadamente encontrar algo que decir. Cuando lo volví a mirar a la cara, grande y plana, todavía tenía la misma sonrisa en los labios, pero creí detectar una sombra en sus ojos, como si se hubiera dado cuenta de golpe que no era capaz de soportar la idea de matarme.
—Quiero ver al capitán —le respondí con mi mejor voz de gamberro—. He venido a verlo.
—Has venido a buscar algo, claro que sí —replicó el marinero con voz seria—. Te he visto subir sigilosamente a cubierta. Estaba arriba, en la cofa, vigilando. No se te ocurrió mirar arriba, ¿verdad? ¡No se te ocurrió que te podían vigilar desde arriba! —Se puso a reír triunfalmente y de repente volví a sentir pánico, convencido de que iba a matarme.
—Ya te lo he dicho, lo que quiero es ver al capitán —insistí. Había visto su nombre en los documentos, ¿cómo se llamaba? Oh, ¿cómo?—. El capitán… capitán… capitán Shakeshere —solté aliviado.
El marinero me seguía mirando con sospecha, pero pude ver como su hostilidad disminuía, mientras su cerebro trabajaba para intentar comprender cómo podía saber el nombre del capitán.
—¿Quién te envía? —me preguntó.
Tuve un arrebato de inspiración. El día anterior, cuando iba con la ropa sucia de alquitrán, me habían tomado por el hijo del contramaestre. Bien, en ese caso, ya tenía una buena razón para estar a bordo.
—El contramaestre —mentí—. Tengo un mensaje del contramaestre para el capitán Shakeshere. —Algo en el rostro del gigante me dijo que había dado con lo que me salvaría el pescuezo—. Me dijeron que podía encontrarlo a bordo. Es un mensaje importante. —Notaba como me volvía el valor—. Y al capitán no le gustará saber —continué— que el hijo de su contramaestre ha muerto estrangulado antes de darle el mensaje. Y a mi padre tampoco le gustará demasiado que me devuelvan muerto a sus brazos. —Conocía suficientemente la vida en el mar para saber que un marinero común preferiría estar a buenas con el contramaestre, y las consecuencias de dañar a su hijo estaban claramente empezándose a filtrar en el entumecido cerebro del marinero—. Y a la Compañía de Comerciantes de Su Majestad con Tratos con las Indias Orientales tampoco le gustaría saber —añadí grandilocuente, casi disfrutando de mis palabras—, que sus negocios se han visto perjudicados por culpa de un mensajero estrangulado.
Lógicamente se puso nervioso.
—Vaya —dijo cabizbajo—, eso no lo podía saber cuando te he visto subir así a cubierta, ¿no crees? Podías haber sido cualquier pillastre intentando ver qué podía afanar. De todas maneras —continuó—, el capitán no está a bordo. Está en las tres amigas.
Abrí los ojos como platos.
—¿Dónde?
—En Las Tres Amigas. La taberna Las Tres Amigas. —Señaló vagamente hacia los edificios del muelle, y antes de que tuviera tiempo de añadir nada más, me escabullí hacia cubierta. Cuando bajaba por la escalera, me recibieron los ladridos de mi perro, todavía sentado en el bamboleante bote de remos, mientras el sol de la mañana brillaba en las aguas.
Encontramos Las Tres Amigas sin ninguna dificultad. Estaba en una callejuela empinada, frente a una vieja iglesia con un campanario muy alto y ennegrecido. Era una casa estrecha y alta, con el tejado en punta. Formaba parte de la mugre de la ciudad; los cristales de las ventanas estaban opacos por los rayazos y la piedra de los muros había perdido su color bajo grandes manchas de suciedad y humedad. Proclamaba su función con un cartel de taberna con forma de lápida, que colgaba de una barra de metal de la misma manera que un hombre cuelga de la horca, balanceándose ligeramente de vez en cuando y soltando un débil chirrido. Pero la mayoría de los marineros reía cuando posaban los ojos sobre el cartel, porque en el dibujo desconchado que lo adornaba, se veían tres mujeres desnudas. Y no sólo reían por eso, sino porque sabían que aquel establecimiento significaba una oportunidad de beber tanta cerveza, tanto ron y otros tantos intoxicantes como su miserable paga les permitiera.
Até a
Lash
a un poste de metal que había fuera y me aventuré dentro del local. No hacía mucho rato que había sido la hora del desayuno, pero a pesar de eso la taberna estaba sumergida en un espeso humo amarillento en el que se podían distinguir algunas figuras sentadas, comiendo, bebiendo cerveza o fumando en pipa, en silencio o conversando en voz baja; conversaciones que se interrumpieron cuando todos volvieron la cabeza para echarme un vistazo. El ambiente enrarecido me recordó la extraña guarida de fumadores de Flethick, e intenté saludar a los marineros que me observaban de la manera más jovial que supe. Pero me quedé completamente consternado cuando me di cuenta de que el capitán con quien quería hablar debía de ser uno de esos caballeros desconfiados y recelosos.
Siendo todavía la diana de la mirada colectiva de los clientes, y empezándome a sentir bastante incómodo, avancé en dirección a la sombría barra donde pude ver una cabeza que me contemplaba desde detrás de los surtidores de cerveza. Al acercarme vi que se trataba de una vieja con un bigote considerable. Tenía la cara como si le hubieran arrancado la piel, hubiesen hecho una bola con ella como si fuese un pedazo de papel inservible y luego, otra vez desplegada, se la hubieran enganchado de nuevo. Era tan fea que, de haber sido yo, habría lanzado la bola de piel arrugada a la basura en lugar de volvérsela a pegar en la cara.
—Buen día —graznó de repente al verme. Al principio, pensé que en lugar de hablar había eructado.
—Oh… eh… sí —repuse—. Busco al capitán Shakeshere. ¿Está en el local?
—¿Lo ves? —fue su extraña respuesta.
—Bueno, es que no lo conozco —dije en voz baja—, pero quiero hablar con él, si es que está aquí, por favor.
—Puede que esté —replicó la vieja, y me quedé esperando a que fuera a buscarlo. Pero en lugar de eso se quedo allí quieta. ¿No iba a decirme nada más?
—Bueno, eh… ¿Cómo puedo encontrarlo? —le pregunté.
La mujer seguía inmóvil detrás de la barra. ¿Estaría pensando? ¿O quizá se había muerto de golpe y se había quedado allí tiesa? De repente vi como una lágrima le corría por la mejilla, lentamente, siguiendo el cauce que le marcaban las arrugas más profundas.
—¿Le pasa algo? —le pregunté.
La respuesta, como el chirriar de una puerta vieja, le salió muy despacio.
—¡Qué niño más mono! —exclamó y las lágrimas le inundaron los arrugados ojos y siguieron su camino por la rugosa mejilla—. ¡Qué niño más mono!
—Gracias —contesté algo incómodo, y me volví, convencido de que aquella mujer no me sería de ninguna ayuda. No sabía si preguntar a alguno de los marineros. Ya había dejado de ser, por fin, el centro de atención. La mayor parte de la clientela había vuelto a sus cervezas y a sus conversaciones furtivas—. Perdone —le dije al marinero que tenía más cerca. Se volvió hacia mí—. ¿Qué le pasa? ¿A esa mujer, qué le pasa?
—¿A Meg? —repuso con voz áspera—. Está vieja. Y querría ser joven. Eso es todo.
—¿Llora a menudo? —pregunté.
—Depende —contestó—. ¿Sabes?, no creo que vea chavalitos como tú a menudo por aquí. Le has recordado lo vieja que es. Eso es todo.
—¿Cuántos años tiene? —me atreví a preguntar.
—Oh, no lo sé. Al menos cien años, supongo. Eso es todo.
Me sentí con ganas de acercarme a la mujer, pedirle perdón por tener sólo doce años y jurarle que, si estuviera en mi poder, yo también tendría cien años.
—¿Conoce al capitán Shakeshere? —le pregunté al marinero.
—Allí en la esquina —me respondió, y cuando miré hacia la esquina de la sala, junto a la ventana divisé a un hombre flaco, vestido con una levita y sentado solo; era tan delgado que parecía un limpiapipas envuelto en ropas hechas a medida.
—Esa esquina, no —farfulló el marinero—. En la otra. Allí. —E hizo un gesto con la cabeza para señalarme un grupo de cuatro hombres que se hallaban al otro lado del rincón de la ventana. Estaban discutiendo en voz baja y parecían nerviosos. El que me daba la espalda era el más alto de los cuatro y tenía aspecto de saber mandar.