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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (8 page)

BOOK: Rastros de Tinta
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Recogí esa nota y el resto de papeles y me los metí dentro de la camisa. Antes de salir, bajé la tapa del baúl y lo cerré con llave, para que no fuera tan obvio que me había escapado. Me cercioré de cerrar la puerta del sótano, subí las escaleras corriendo y salí al exterior.

Me encontré en un patio lleno de malas hierbas y un pequeño manzano tullido, con las raíces medio sumergidas en ladrillos y cristales rotos, esforzándose al máximo por abrirse paso entre los escombros y extender las ramas por encima del techo de aquella casucha decrépita. Estaba dudando hacia dónde ir para buscar a
Lash
, cuando oí un ladrido inconfundible, y allí estaba él, junto a mis pies, encerrado en una perrera con forma de pirámide, hecha de madera vieja y con unos tablones clavados a través como si fuera una jaula. Mientras arrancaba furioso los tablones, pensé que ahí dentro no había espacio suficiente para un conejo, y mucho menos para un perro como
Lash
. Pero éste pareció olvidar la incomodidad de su prisión casi al instante, y se lanzó sobre de mí, apoyó las patas sobre mi pecho y se puso a lamerme la cara, incluso más feliz por aquel reencuentro de lo que yo lo estaba.

Al salir a la calle, no tenía ni idea de dónde nos hallábamos, pero por los edificios que había alrededor no creía que se tratara del mismo lugar donde aquel chico me había tirado el ladrillo. Los ladrones debían de haberme llevado hasta allí. Un hormigueo de miedo me recorrió el cuerpo al pensar en el ojo dibujado con carboncillo de la nota del contramaestre, y me pregunté qué ojos podían estar observándonos mientras corríamos, tan rápido como podíamos, en la dirección en que supuse que se hallaba el centro de la ciudad. Estaba atardeciendo, y el resplandor de la puesta del sol cortaba con rayos de luz anaranjada el aire cargado de humo que circulaba entre los edificios. Atraído por el ruido de voces y de cascos de los caballos, doblé una esquina y me encontré en una calle ancha. Los edificios se separaban formando un claro en ese bosque de ladrillos y yeso, y me permitieron ver la sombría mole de la iglesia de San Pablo, como un monstruo flotante recortado contra la luz del crepúsculo. Mantuve la iglesia a mi izquierda y rápidamente me encontré en Cheapside, con su típico bullicio disminuyendo al mismo tiempo que oscurecía, y mientras corría hacia casa, esperaba ser capaz de recordar el camino hasta la guarida de Coben y Jiggs, por si necesitaba volver alguna vez.

Cuando llegué a la imprenta de Cramplock ya era casi de noche. Entré y descolgué un farol de detrás de la puerta. Estaba muy cansado y me dolía la cabeza, y una parte de mí sólo quería hundirse en la cama, pero también me estaba muriendo de hambre, y estaba seguro de que, después de haber estado encerrado tantas horas en aquella horrible caseta,
Lash
también debía de estarlo. Fui a echar un vistazo a la despensa de Cramplock y encontré los restos del jamón que le había traído de la taberna de Tassie la noche anterior. También quedaba algo de pan y un par de trozos de queso bastante duro, que seguramente debían llevar mucho más tiempo allí. Agarré todos los restos de comida y, con
Lash
a mis talones, subí corriendo a la minúscula habitación donde dormía y extendí nuestro festín sobre la cama.

Sin dejar de masticar, y dando a
Lash
comida trocito a trocito, bajé del armario mi caja de tesoros. En realidad era una vieja lata para guardar las galletas, pero para mí era el almacén de todo lo que más apreciaba en este mundo, sin contar a
Lash
, por supuesto. Mis pertenencias eran escasas. Con mi paga, no me podía permitir comprar casi nada, sólo lo justo para comer, e incluso si hubiera podido comprarme algo, no tenía donde guardarlo. Pero a menudo, antes de irme a dormir, bajaba del armario mi caja de tesoros y admiraba su contenido. Una muñequita de madera con unos mechones enmarañados de cabello lanoso, que tenía desde el orfanato y para la que yo ya era demasiado mayor, pero de la que nunca había tenido el valor de deshacerme. Un grueso libro con las páginas en blanco, bastante gastado, que Cramplock me había dejado hacer. En la primera página se podía leer el título:
El libro de Mog
, y en él solía escribir o enganchar lo que encontraba particularmente interesante o importante. Una pluma, algunas monedas y una pesada llave decorada que una vez me había encontrado, que no tenía ninguna utilidad, pero la guardaba porque me parecía fenomenal.

Aquella noche sí que tenía una buena razón para sacar mi caja de tesoros. Al examinar el mango de la gran espada que había encontrado en el baúl, en la guarida de los ladrones, los dibujos que había grabados me habían resultado familiares. Y allí, en la caja, estaba la razón.

Mi brazalete. El único objeto que tengo que perteneció a mi madre. Un pequeño brazalete, plateado y brillante, demasiado grande para mi huesuda muñeca, pero delicado y precioso; una tira de plata pura elegantemente trabajada y trenzada, del ancho de un par de dedos. Toda la superficie exterior decorada con unos dibujos finamente grabados: líneas curvadas, serpenteantes, entrelazándose en una complicada celosía; un trabajo de artesanía que debía de haber costado horas, días o incluso semanas. Era el único objeto realmente valioso de mi caja de tesoros, y siempre me aseguraba de tenerlo bien escondido, por miedo a que me lo robaran. En ese momento, mientras le daba vueltas en mis manos, tuve momentáneamente la extraña sensación de que algo muy importante, que no sabía cómo explicar, iba a ocurrir.

Ese brazalete había pertenecido a mi madre, que había viajado hasta la India y me había dado a luz en el viaje de vuelta, pero que murió antes de arribar a puerto. Yo llegué a Londres rebosante de vida y hambriento, con dos semanas y necesitado de cuidados. Por eso me enviaron al orfanato cuando todavía era un bebé. Allí encontré el compañerismo de otros niños, unas paredes y un techo donde cobijarme, y lo justo para comer, pero no amor. Tuve la suerte de encontrar trabajo como aprendiz en la imprenta de Cramplock y así pude dejar atrás el orfanato, y ese brazalete me acompañó, la única cosa que aún poseía de aquellos años tan duros. Sus hermosos dibujos habían sido para mí una fuente de fascinación y alivio cuando todo lo demás era cruel y desagradable. En los últimos tiempos casi no había pensado en él, hasta ese día, en que había visto de repente un dibujo casi idéntico en otro hermoso objeto que había venido, sin ninguna duda, de la India.

No puedo describir cómo me hizo sentir eso, mientras descansaba en mi habitación con mi perro, tumbado en la cesta junto a mi cama, con la cabeza recostada sobre las patas. Lo único que sé es que sentí una curiosidad como nunca había sentido en mi vida. La espada, el baúl ornamentado, el hombre de Calcuta, las preguntas incomprensibles de los malhechores y el marinero que me había parado en el muelle como si supiera exactamente quién era yo. Estaba pasando algo, y yo, sin saberlo, formaba parte de ese algo. Y era posible que hubiera formado parte de ese algo desde hacía meses, o incluso años, sin haberlo sabido nunca. Lo único que tenía que descubrir era ¿qué demonios estaba pasando?

Saqué los papeles que me había metido bajo la camisa antes de huir del sótano de los ladrones y los coloqué sobre la cama. Quizá pudieran ofrecerme algunas pistas, por pequeñas que fueran. Era obvio que los dos villanos que me habían atrapado, o al menos uno de ellos, debían saber leer bien, ya que algunas de las hojas estaban cubiertas de una escritura muy pequeña. Me pregunté si ya habrían vuelto al sótano y descubierto que me había esfumado. Instintivamente levanté los ojos hacia la oscura ventana y sentí tal inquietud que me levanté para cerrar la cortina.

Además de la tosca nota del contramaestre, encontré una lista de nombres que cubría ambos lados de una hoja de papel, garabateados en una tinta marrón con una letra casi ilegible. La acerqué a una veía y pude descifrar uno o dos nombres: «Blandarm» parecía ser uno, «Fletchwood» otro, «Jacob Tenderloin» un tercero. En total debía de haber cuarenta o cincuenta nombres. ¿Sería gente involucrada en el asunto? Pensé que, de ser así, no era nada prudente haber hecho una lista con todos ellos. Dejé la lista a un lado y desplegué la siguiente hoja de papel. Era una carta escrita con una letra muy refinada. Se veía que había estado doblada durante mucho tiempo y las palabras que estaban más cerca de los pliegues se habían borrado. Tuve que forzar mucho la vista para poder descifrarla, pero logré entender unas cuantas frases. «Le encomiendo este solemne deber», leí. Luego, un poco más abajo, «sea cual sea el destino inminente de mi alma». ¿Sería un sermón?

Y poco más abajo había una línea que parecía decir: «Por ahora, me temo que será imposible localizar a Damyata».

No le encontraba ningún sentido. Si eso era el nombre de una ciudad, yo nunca había oído hablar de ella. La tinta estaba desvaída y resultaba difícil descifrar las letras con exactitud; quizá dijera «Oomyata», o incluso «Damyalu». Pero ninguna de las combinaciones de letras que probé significaba nada para mí. Me encogí de hombros y volví a doblar la carta.

Debajo había un pedazo de papel amarillento arrancado de un periódico, con una noticia minúscula en una esquina marcada con un borroso círculo de lápiz.

La nave de la COMPAÑÍA DE LAS INDIAS ORIENTALES,
El Sol de Calcuta
, bajo el mando del capitán Geo. SHAKESHERE, arribará a Londres en la etapa final de su viaje, el próximo DOMINGO 16 de MAYO. Viajan en la nave: empleados de la Compañía que regresan de su Servicio en Calcuta, también el sargento CORNCRAKE de la Tercera Galesa, enfermo de gravedad, y el doctor Hamish LOTHIAN de Edimburgo. La carga consiste principalmente en ESPECIAS, a descargar antes del MARTES. Descarga bajo CUSTODIA.

También había un pedazo cuadrado de pergamino, bastante estropeado, con un mugriento agujero en una de las puntas, como si hubiera estado clavado a algo. En él había la escritura más extraña que nunca había visto, si es que eso eran realmente letras. Lo mirara como lo mirara, no le encontraba ningún sentido a esas curiosas formas.

Me quedé mirándolo un buen rato, intentado grabarme los dibujos en la memoria. Al final lo dejé a un lado y agarré el último trozo de papel, un documento escrito a mano que parecía tener algo que ver con los impuestos aduaneros. La luz de la lámpara, brillando a través del fino papel, reveló una extraña filigrana: un símbolo que recordaba un perro durmiendo hecho un ovillo. La cabeza miraba a la cola y la cola parecía alargarse hasta meterse en la boca del perro, como si éste quisiera iniciar el lento proceso de comerse a sí mismo. Esa filigrana me intrigó tanto que pasó un buen rato antes de que empezara a leer el texto. No lo acabé de entender, pero capté que se trataba de un documento de la aduana que certificaba que alguien había pagado cuatro libras por la recepción de ciertos bienes de ultramar. Llevaba fecha del 17 de mayo, o sea, del día anterior, y al final había una firma que parecía el estallido de un fuego artificial, y debajo el nombre «W. Jiggs» en una letra infantil, como el garabato rudimentario que muchos de los niños del orfanato solían hacer cuando practicaban cómo escribir sus nombres. ¿Era ése el documento que Coben y Jiggs habían recibido del funcionario de la aduana, mientras yo los espiaba? El documento parecía auténtico, realmente oficial, con un elaborado sello y una firma en nombre de la Aduana de Su Majestad: un garabato enmarañado en el que parecía leerse «L. W. Ferryfather» o quizá «L. N, Follyfeather», o un nombre por el estilo.

Bostecé y pensé que le enseñaría esos papeles a Cramplock, ya que él, con sus conocimientos sobre papel y tipografía, me podría decir más cosas sobre ellos: dónde se había fabricado el papel, por ejemplo, o qué significaban las filigranas grabadas. De momento, decidí que para mantenerlos a salvo los guardaría en mi caja de tesoros. Los recogí, los metí dentro, cerré la tapa y estaba a punto de levantarme para devolver la lata al armario, cuando de repente oí un ruido sordo.

Me levanté de un salto.
Lash
se incorporó en su cesta con las orejas levantadas y soltó unos ladridos cortos e insistentes. Parecía como si el ruido hubiese venido de dentro del armario. Quizá algo se había caído de uno de los estantes del interior. Abrí la puerta y miré dentro, pero todo parecía estar en su lugar.

¿Habría alguien en el piso de abajo? ¿Había cerrado bien la puerta de entrada? No me acordaba. Me quedé inmóvil, escuchando, pero no oí ni pasos ni voces en el piso de abajo.

¡Pero entonces lo volví a oír! Un golpe, como si algo hubiera caído al suelo, pero con el armario abierto resultaba evidente que el sonido venía del otro lado de la pared. Sin embargo, no podía ser cierto, porque detrás de aquella pared sólo se hallaba la casa vecina, incendiada y vacía, y en la que hacía años que nadie vivía.

Lash
se puso a lloriquear, y me lanzaba miradas de curiosidad; definitivamente pensaba que algo iba mal. Tendría que bajar a investigar. Lo agarré por el collar y, con el farol en la otra mano, abrí la puerta y dejé que la luz iluminara el empinado hueco de la escalera.

No se oía nada. Respiré profundamente.

—¿Quién anda ahí? —grité con la voz más dura que supe poner. Mis palabras desaparecieron en la oscuridad del piso de abajo.

Me aventuré a bajar, sosteniendo el farol bajo para iluminar la imprenta. No se veía a nadie. Paseé un poco por el piso de abajo. Incluso removí los armarios donde Cramplock guardaba el papel y el resto del material, pero era evidente que
Lash
y yo estábamos solos.

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