Para reforzar su sentimiento de superioridad, se inclinó hacia mí y, con su bigotito haciéndome cosquillas en la oreja, me habló en voz baja.
—¿No tienes nada que explicarme? No estarás escondiendo nada, ¿verdad, muchacho?
—Sólo sé lo que he leído, señor —contesté, haciéndome el inocente—. ¿Ya han pillado al preso, señor? —insistí.
—Todavía no —me respondió—. Sigue suelto. Debe de estar escondido en alguna parte, sin ninguna duda, pero lo cazaremos. En la comisaría de la calle Bow están al acecho, y no podrá salir de Londres ni por tierra ni por mar.
—Seguro que no —repuse, dándole el fajo de carteles. Justo cuando se volvía para marcharse, añadí—: Oh. ¿Entonces fue con veneno?
—¿Perdón? —dijo parándose de golpe bajo el marco de la puerta.
—¿Fue con veneno, señor? ¿Fue así como murió el señor del carruaje abandonado?
—En cierta manera, sí —respondió Glibstaff—. Si quieres saberlo, hay razones para pensar que fue una mordedura de serpiente. Que tengas un buen día.
Creó que debí soltar un silbido, porque cuando Glibstaff se hubo ido, Cramplock asomó la cabeza por la puerta.
—¿Algún problema con los carteles? —preguntó.
—No —dije—. Le han gustado.
La sangre me corría por las venas a toda velocidad por la emoción y el horror de lo que acababa de saber. De repente me sentí completamente despierto. Si no explicaba a alguien lo de la mordedura de serpiente, acabaría por explotar. Sobre todo, por supuesto, me moría de ganas de explicárselo a Nick, y sabía que contárselo a Cramplock no tendría el mismo impacto. Pero simplemente no pude contenerme.
—Glibstaff me ha explicado una historia interesante sobre el asesinato —dije alegremente.
—¿Ah, sí? —gruñó, absorto en su trabajo y sin demostrar demasiado interés por si le explicaba la historia o no.
—La víctima del asesinato —continué entusiasmado—, el que murió en el carruaje, ¿sabe, señor Cramplock?, el del anuncio del asesinato; pues bien, según Glibstaff, parece increíble, pero dice que…
—Mog, necesito concentrarme unos minutos —me interrumpió Cramplock, sin brusquedad, levantando por un segundo la mirada antes de volver al trabajo. No hizo falta que lo repitiera. Sabía cuándo tenía que callar y seguir con mis taras. Mis ganas de hablar tendrían que esperar.
Pero los hechos del día anterior y ese nuevo dato me fueron dando vueltas y más vueltas por la cabeza durante toda la mañana. Con la lista de Coben y Jiggs en manos del hombre de Calcuta, pensé que seguramente en cuestión de días todos los bajos fondos de Londres recibirían un mordisco mortal. Cuando Cramplock acabó de componer la plancha en la que había estado trabajando, se relajó un poco. Recordé que quería pedirle otra cosa, y aunque había estado reuniendo el valor para hacerlo, todavía no había encontrado el momento.
—Señor Cramplock —le pregunté—, ¿entiende usted de filigranas?
—¿Qué clase de filigranas?
—Bueno —dije detenidamente—, vi una filigrana muy interesante el otro día. He perdido… vaya… he perdido el trozo de papel donde la vi. Pero puedo recordar cómo era. Salía un perro durmiendo.
—¿Cómo? —exclamó Cramplock bruscamente—. ¿Cómo dices?
—Un perro —repetí—. Más o menos así. —Agarré un lápiz y garabateé la filigrana que había visto en la hoja que había desaparecido de mi caja de galletas. Cramplock observó el dibujito a través de sus gafas de media luna, y después me contempló con lo que me pareció desconfianza.
—Sólo sé de un fabricante de papel —repuso ásperamente—. Un hombre llamado Fellman.
—¿Usted le compra papel? —le pregunté.
Pareció como si la pregunta lo molestara.
—¿Quién te ha llenado de repente la cabeza con todas esas preguntas? —me preguntó irritado.
—Nadie —contesté—. Simplemente me interesa, eso es todo.
Agarró un libro grueso, lo dejó de un golpe sobre la mesa, lo abrió e hizo ver que se ponía a leer. Hubo un silencio. Era evidente que mis preguntas lo habían puesto de mal humor y estaba seguro de que tenía algo que ver con el pedazo de papel que había encontrado en el almacén con aquel extraño mensaje escrito en él. Aquel papel también lo había guardado en mi caja de las galletas, y en consecuencia lo había perdido junto con todo el resto. «No me gustan los engaños», empezaba la nota. Tenía el aire siniestro de una amenaza escondiéndose detrás de un lenguaje educado. Cramplock ocultaba algo. Estuve dando vueltas a su alrededor sin hacer ruido durante unos minutos, ocupándome en pequeñas tareas de limpieza. Mientras tanto, él no me prestaba ninguna atención, estudiando minuciosamente aquel grueso volumen que yo sabía a ciencia cierta que no le interesaba para nada.
Tras un rato volví a intentarlo.
—¿Le queda algún pedazo del papel con esa filigrana? —le pregunté, tratando de sonar inocente—. ¿Del de Fellman?
Cramplock suspiró.
—Nunca te rindes, ¿verdad, Mog? —replicó resignado—. Ya no le compro papel, aunque antes sí que solía hacerlo. Pero tuve algunas… diferencias con ese hombre, si quieres saberlo. Tiene muy mal carácter. Hace unos años mucha gente dejó de hacer negocios con él, cuando su nombre empezó a relacionarse con… ah… ciertos criminales.
Eso era lo que quería oír.
—Pero no ha dejado de fabricar papel, ¿verdad? Es decir, he visto que… —Me mordí la lengua. Quizá no debía hablar más de la cuenta—. ¿Y entonces ahora quién le compra papel?
—Oh, no creo que haga mucho negocio. Algunas de las imprentas más pobres y una gacetilla o dos, supongo.
—Pero nada de cosas oficiales, ¿verdad? —le pregunté—. No trabaja para la Aduana, ¿verdad?, ni para nadie por el estilo.
—Seguro que no —respondió Cramplock—, esos sitios sólo trabajan con la papelería de Su Majestad, y para los documentos oficiales se utiliza una filigrana real. —Me vio escuchándolo atentamente—. ¿Y ahora me vas a decir para qué quieres saber todo esto?
—Oh… para nada en especial, señor Cramplock.
Estaba más preocupado que nunca por Nick. Si el contramaestre estaba en peligro, entonces también lo estaba Nick, y el hombre de Calcuta ya había matado a alguien.
Había quedado con Nick en la fuente después del trabajo, pero cuando ya era muy tarde, Cramplock insistió en que limpiásemos a fondo todo un cajón de tipos, y después de andar liado con el alcohol, los trapos y el papel usado, finalmente salí del taller una hora después de lo que pretendía. Los puños de la camisa me olían a alcohol, y no podía deshacerme de una sensación aceitosa en las manos por mucho que me las frotara, o por mucho que
Lash
me las lamiera. Tuve que decirle que dejara de hacerlo porque seguro que acabaría sentándole mal.
Cuando llegamos, un reloj daba las ocho en punto. Todavía hacía calor, pero las sombras ya se alargaban y el número de gente en la calle era cada vez menor. Me quedé en la esquina, vigilando, intentando estar en un sitio donde pudiera ver a Nick cuando llegara, pero al mismo tiempo donde estuviera fuera de la vista, hasta asegurarme de que nadie lo seguía.
Pero no había ni rastro de él. Quizá se había cansado de esperar y se había vuelto a casa. O quizá ni se había presentado. Esperé un rato y luego decidí preguntar a alguien. Había una viejecita sentada junto a la fuente, rodeada de su falda negra y con una mata de pelo rojo en lo alto de la cabeza que la hacía parecer un volcán. Vendía flores, y vi que charlaba con los transeúntes y que olía las flores cuando no había nadie con quien hablar.
—Perdone —dije—, ¿ha visto a un chico que se parece un poco a mí? ¿Hace una hora o así?
—Veo gente de todo tipo —me contestó—. Desde aquí, sentada. He visto soldados. He visto ganado. Hombres con horcas, hombres con botellas, hombres con carretillas. Y también he visto chicos. —Agarró una flor y se la llevó a la nariz. Esperé a que siguiera hablando, pero al parecer, se había quedado absorta en la flor. Al final pensé que no diría nada más, si no la pinchaba.
—Así… —insistí—, ¿ha visto a un chico o no? Un poco más alto que yo, algo delgado, con una gran herida aquí.
Me sonreía desde detrás de la flor.
—Chicos —repuso—, de todas las formas y de todos los tamaños, algunos bajos, otros gordos, algunos rubios, otros morenos. Tan variados… —meditó—, tan variados como las flores. Hoy he visto a un hombre sin piernas, que se empujaba con los puños. Y a otro hombre impresionante con una peluca tan larga como la cola de un caballo. He visto a un hombre con una gran cesta. Y he visto a un hombre que pegaba a un niño —acabó tristemente, y se volvió a llevar la flor a la nariz.
—Un momento —dije—. ¡
Lash
, ven aquí! ¿Ha dicho un hombre con una gran cesta?
Le brillaban los ojos, pero no decía nada. Até la correa al collar de
Lash
, receloso.
—¿Hacia dónde iba, el hombre de la cesta? ¿Tenía la piel oscura? ¿Llevaba bigote o algo parecido?
Los ojos todavía le brillaban.
—Si me compras una flor —soltó de repente, con voz suave—, quizá te lo diga, ¿eh?
—Por Dios. Espere un segundo. —Me metí las manos en los bolsillos y encontré medio penique—. ¿Cuántas flores me da por esto? —¿Y cuánta información?, me pregunté mentalmente.
—Rosas —contestó—. Tulipanes y rosas. Y altramuces. —Y significativamente levantó los ojos para mirarme—. Y tulipanes blancos —añadió—. Amapolas blancas de Norfolk. Por medio penique, te doy media docena. ¡Preciosas amapolas blancas de Norfolk!
Le di el dinero.
—Muy bien —dije—, ¿y el hombre de la cesta?
—Pasó corriendo —recordó—, no hace ni media hora, mientras yo estaba aquí sentada, pasó corriendo en esa dirección. Sí, era un caballero extranjero, tienes razón. Guapo y alto, y llevaba un abrigo negro y elegante. Pero el caballero estaba nervioso, agarraba bien fuerte la cesta, ¡oh, una cesta tan bonita! ¿Qué debía de llevar dentro? No me lo preguntes, ¡pero debía de ser algo precioso! ¡Seguro que sí! En esa dirección —repitió, señalando hacia la izquierda con un golpe de cabeza—, pasó corriendo.
—¿Y el chico por el que le preguntaba antes? —dije. Negó con la cabeza y volvió a sus flores.
Volvía a estar tras el rastro del hombre de Calcuta. La cara de mi madre me volvió a la cabeza, implorándome de la misma manera que en el sueño, rodeándose la muñeca con los dedos. Tenía que ir tras de él. La dirección que la vieja florista me había indicado era la misma que llevaba a la casa de Nick. También podía pasarme por la plaza de La Melena del León.
Cuando llegué allí, dejé a
Lash
atado en el mismo poste que la vez anterior y le prometí que no tardaría mucho rato. Me lamió la cara confiado. Al atravesar el callejón que llevaba al patio, comprobé que de la casa del contramaestre no salía ningún sonido. No se veía luz en las ventanas, pero pensé que lo mejor era esperar unos minutos para asegurarme de que no había peligro. Así que, como la vez anterior, me metí sigilosamente dentro del establo que pertenecía a la taberna de al lado y que ofrecía vistas inmejorables al patio.
El oscuro rincón donde quería sentarme ya estaba ocupado. Había un objeto de color claro que ya conocía. Tenía la mitad de mi altura y se estrechaba hacia la base. La cesta de la serpiente.
Me quedé inmóvil junto al compartimiento del caballo, esperando que el animal no decidiera darme una coz. Parecía que no había nadie más, sólo la cesta, colocada allí como una escultura oriental. El sol ya se había puesto y no había suficiente luz en el establo para poder ver qué había dentro de la cesta, incluso si me hubiese atrevido a abrir la tapa. Pero conociendo al hombre de Calcuta, no habría dejado su preciosa serpiente desatendida en la cesta. La serpiente debía de estar en otro lugar.
Y mientras estaba allí paralizado, en aquel rincón húmedo del establo, empecé a captar, procedente del exterior, el sonido de una voz suave y sinuosa, cantando.
Seguro que era él. Eché una ojeada por el agujero de la pared del establo y vi la figura alta y oscura del hombre de Calcuta, atravesando la oscuridad e inclinándose sobre la rejilla. Debía de haber enviado la serpiente dentro de la casa.
Le haré ver la muerte en breve.
Me invadió el pánico. ¡Nick! Me lo imaginé contra la pared, aterrorizado, mientras la serpiente, enrollada a sus pies o en su cama, alzaba la cabeza, moviendo la lengua en ese ambiente húmedo. Nervioso en medio de la oscuridad, perdí el equilibro sobre el suelo lleno de paja y me agarré a algo para no caer. Mis manos se aferraron a la cesta, pero no pude evitar precipitarme al suelo y caí de bruces contra la paja fangosa. Con un gran estrépito, la cesta se volcó y golpeó contra la pared de madera. El caballo enfermo se despertó en su compartimiento y soltó una especie de gruñido que rebotó en los tablones del establo, produciendo un eco. Era imposible que el hombre de Calcuta no lo hubiera oído. Maldiciéndome por mi torpeza, me levanté para mirar por el agujero y vi al hombre de Calcuta. Miró hacia el establo, alarmado, y se levantó para dirigirse hacia allí.