Sacó el móvil de su bolsillo, y al hacerlo reparó en la multitud de cristales que colgaban de la manga de su camiseta y en lo mucho que le dolía el brazo. Se subió la manga, y respiró tranquilo al comprobar que no sangraba, aunque tenía un amplio hematoma en el antebrazo. Un objeto, y bastante contundente debido al tamaño del impacto, debía de haberle golpeado. Sintió como si el mundo empezara a girar a su alrededor.
¡Sabía que iba a ocurrir el accidente!
, se dijo, mirando de nuevo el hematoma. Se había detenido, esquivando el vehículo y protegiéndose con el brazo, antes de oír el ruido del motor. Y si no lo hubiera hecho así, miles de cristales hubieran impactado en su cabeza y la contusión del brazo hubiera sido craneal…
Pero, ¿cómo es posible?
, se preguntó, una vez más, aturdido. Se dio cuenta de que estaba temblando. Y una idea, en lo más profundo de su cerebro, comenzó a pugnar por salir a la superficie. En las últimas semanas no se le escapaba nada: intuía lo que iban a pensar los demás; había encontrado a Lia dos veces, una de ellas, sin el dispositivo; había conseguido que ella cambiara de opinión sobre el proyecto e incluso sobre él, eligiendo las palabras adecuadas.
¡He conseguido hasta que me bese!
, pensó, respirando de forma cada vez más agitada. También había conseguido provocar a Baldur para que mostrase su verdadera identidad; y, hacía unos segundos, acababa de evitar ser aplastado contra un escaparate por un vehículo que ni había oído acercarse.
Respirando aceleradamente y con el teléfono aún en la mano, recordó que era imposible adivinar el futuro o intuir lo que pensaban los demás. Sin embargo, había enfermedades, como la esquizofrenia o ciertos tumores cerebrales, que sí podían hacer creer que se tenía esa capacidad.
—Perdón, pero aquí no se pueden utilizar teléfonos móviles.
La mirada de Alex fue suficiente para silenciar primero, y ahuyentar después, al enfermero que se había atrevido a recriminarle. Habían pasado tres horas desde que había evitado, sorprendentemente, ser arrollado por un conductor borracho. Tras llamar a emergencias, había hecho lo propio con Boggs, al que había convencido de la necesidad de hacerse una revisión neurológica completa, que él mismo había dirigido, en un hospital privado cercano. Una resonancia magnética cerebral, una analítica y un electroencefalograma le habían ayudado a tranquilizarse, aunque solo parcialmente. Había decenas de procesos que podían escapar a esas pruebas, pero al menos había descartado los más llamativos.
Como un tumor cerebral
, se repitió, sintiendo un estremecimiento. A pesar de estar ligeramente más tranquilo seguía sin saber qué estaba ocurriendo en el interior de su cráneo.
Sacudiendo la cabeza, se centró en la llamada que había interrumpido por culpa del empleado que ahora se alejaba por el pasillo.
—Continúa… —dijo, sin alzar la voz.
—¡Le he localizado! —contestó Owl.
—¿¡Qué!? —preguntó sin creérselo. Una noticia positiva le pareció fuera de lugar en aquel día que había comenzado de forma tan extraña.
—¡Un fallo de principiantes! —exclamó el pirata—. ¿Te acuerdas del blog de donde extrajimos su nombre? Pues resulta que la base de datos de sus colaboradores está en otro ordenador, el de contabilidad… ¡que está conectado al resto! No me ha costado nada arrancarlo por vía remota y extraer el archivo. El resto, un par de contraseñas, ha sido pan comido… —dijo Owl, riéndose y con la boca llena de comida—. Si tu amigo supiera lo imprudentes que han sido en el blog, te aseguro que la próxima vez que vaya por allí, ¡la noticia la van a protagonizar ellos, pero en la sección de sucesos! Ese tío es jodido, ya lo verás en la información que te mando.
—¡Adelántame algo, Owl, me muero de impaciencia! —le pidió Alex.
—¿No eres tú el que dice que hablemos poco por teléfono…? —dijo el pirata, burlón—. Te lo acabo de enviar todo en un email. Va encriptado, pero estoy seguro de que sabrás abrirlo… —después bostezó y añadió:—. Estoy rendido, he estado toda la noche trabajando en esto, así que me voy al curro a dormir un rato, ¡ya voy tarde!
Alex se preguntó cómo pensaba su amigo «dormir un rato» en el trabajo, cuando un punto de color rojo apareció sobre el icono del programa
Mail
. Pinchó y se abrió un correo, por supuesto sin remitente, que solo contenía una frase: «Acechado por el Trance
»,
y un archivo en formato mp3. Hizo clic sobre él, y un estruendo brotó de los altavoces del portátil, inundando la sala de espera:
¡Piiiii-tchundatchunda-tchunda!
Cerró el archivo a toda velocidad y en la sala de espera volvió a oírse, muy lejano, el suave hilo musical que resonaba por todo el centro. Una pareja de ancianos le miraba con gesto adusto y murmurando entre sí.
¡Yo mato a este tío!
, pensó, furioso. Revisó de nuevo el correo, no había nada más. Con curiosidad, pasó el ratón por encima del texto, y la flecha se transformó en una mano con el dedo índice extendido: era un enlace. Se trataba de una forma sutil de ocultar un mensaje muy propia de Owl. Aliviado, hizo clic sobre él, y una ventana apareció en el centro de la pantalla. Contenía una pregunta: «¿Hay alguien ahí dentro…?»
Un cursor parpadeó, pidiendo lo que a todas luces debía de ser una contraseña, y conociendo a su amigo, si fallaba una sola vez, esa ventana se desactivaría y no volvería a aparecer. Sonriendo, tecleó «McFly», por la mítica trilogía del cine de los ochenta,
Regreso al Futuro
.
Tiene que ser McFly, tiene que serlo…
, se dijo, nervioso. Pulsó la tecla «Intro» y una frase apareció en pantalla: «¿Carreteras? Adonde vamos no necesitamos… carreteras.» Soltó una sonora carcajada y la pareja de ancianos volvió a mirarle.
Esta vez no les hizo caso y se centró en la pantalla. Ante sus ojos apareció una carpeta llena de archivos, la mayoría de texto y algunos con imágenes. Abrió una de estas y apareció un tipo moreno de unos cuarenta años, con el pelo muy corto, los ojos pequeños y de aspecto amenazante. Su mirada era inquietante y sus facciones angulosas.
Sí que parece un tipo peligroso
, pensó.
Empezó a leer documentos rápidamente, saltando entre líneas. En pocos minutos supo que Milas Skinner, en la vida real, era un tipo de lo más anodino: hijo de unos británicos que se habían quedado a vivir en Ibiza tras unas vacaciones, había estudiado Historia en la Universidad Autónoma de Madrid, donde había conseguido una plaza de profesor asociado a poco de finalizar los estudios. En su tiempo libre —que al parecer era abundante— colaboraba en revistas, libros y fascículos de historia contemporánea, en la que era especialista. Tenía publicados tres libros y, a pesar de que habían recibido críticas favorables, sus ventas eran escasas y circunscritas al ámbito universitario. Parecía que ni siquiera sus alumnos los compraban. Decepcionado, Alex buscó en otra carpeta. Otro documento, bastante diferente, le mostró una información con más mordiente: Owl había concluido que cuando Skinner utilizaba alguno de sus múltiples seudónimos (Azabache era uno de ellos), el escritor realizaba trabajos de investigación que rozaban la ilegalidad. Estos «trabajos» habían originado innumerables quebraderos de cabeza a sus víctimas, que solían ser políticos corruptos o famosos de medio pelo que se habían metido en líos. Tras pasar por el escrutador ojo de Skinner, sus «víctimas» normalmente acababan en las portadas de prensa y, en la mayoría de los casos, imputados en diversos delitos. Alex se sorprendió al ver la cantidad de casos conocidos que el periodista había destapado.
Eso explica que se esconda tanto, no deben de faltarle enemigos
, pensó. Al contrario que su paupérrima plaza de profesor, los artículos sí le generaban unos considerables ingresos que al parecer desviaba a cuentas en el extranjero, ya que todos eran abonados en dinero contante y sonante. Aun consciente de que habían topado con una perla de considerable interés, Alex siguió sin entender cuál podía ser la relación entre un historiador y un chip de alta tecnología.
Consciente de que el tiempo corría en su contra siguió abriendo archivos, y cada vez más deprisa. Tras unos cuantos que no le aportaron nada de interés decidió ir directamente al último de ellos. La ley de Murphy se aplicó, una vez más, y por fin encontró una dirección al final del texto. Al leerla ahogó una exclamación de sorpresa; según ese archivo la persona a la que buscaba vivía cerca del local al que él había llegado, con el simulador, haciendo la última prueba con el aparato de realidad aumentada. Un pub donde estaba seguro que el propio Skinner se habría tomado más de una copa, el sitio donde esa historia parecía haber empezado, muchos años atrás, una fría noche de invierno, la misma en la que Lia le besó a tan solo unos metros de donde residía Milas Skinner.
Alex se sintió extraño al darle su tarjeta de embarque a la azafata. Aún no podía creer que estuviera a punto de subirse a un avión junto a Lia. Sonrió al pensar que era lo mejor que le había sucedido desde que comenzó a trabajar en el proyecto, aunque también temió que la rapidez con la que se estaban sucediendo los acontecimientos les terminara pasando factura: en solo unas horas había averiguado (gracias a Owl) el paradero de Milas Skinner, la persona que podía arrojar algo de luz sobre los graves problemas del proyecto; a duras penas había convencido a Lia de la necesidad de ir a su encuentro. Bastante más difícil de persuadir fue Boggs: su súbita necesidad de viajar a Madrid le cogió desprevenido y respondió negativamente. Para convencerlo había apelado a la necesidad de consultar a un amigo que era una referencia mundial en procesadores, y que trabajaba en un centro de alta tecnología en las afueras de la capital española. El amigo existía, pero visitarle era lo último que entraba en sus planes.
Boggs se debió de oler algo, pensó Alex, ya que argumentó que no tenía claro que pudiera obtener información útil de ese amigo sin revelar nada de la existencia del procesador. El neurólogo tuvo un nuevo momento de inspiración cuando le pidió que lo consultara con Baldur. Boggs se quedó sorprendido por esa petición. Convencido de la potencial negativa del multimillonario, aceptó: antes de llamarle, recordó a Alex que estaban pasando una auditoría y que, en cuanto esta finalizara, deberían reiniciar el trabajo sin perder más tiempo.
Para sorpresa del propio Alex, minutos después Boggs le devolvía la llamada de muy mal humor. Enseguida comprendió el porqué de su ánimo: tenían luz verde, pues por algún ignoto motivo Baldur había aprobado el viaje. A pesar de ello Boggs insistió en mostrar su desaprobación, molesto además por el hecho de que el multimillonario hubiera aceptado esa absurda propuesta a pesar de su negativa. A Alex también le extrañó la rápida, y sobre todo positiva, respuesta de Baldur. No tenía mucho sentido, pero se limitó a encogerse de hombros. Era su oportunidad de averiguar algo… y de estar a solas con Lia.
—Será un viaje relámpago —le había dicho a Boggs por teléfono—, estaremos de vuelta antes de que acabe la auditoría.
—Alex —respondió el americano, en todo ácido—, soy
yo
quien coordina el proyecto, y quien decide quién debe estar aquí, y cuándo. Esto es completamente absurdo.
—Llevas razón, Stephen, pero creo que puedo aprovechar este intervalo de inactividad para obtener algo de información. Y usaré los ratos muertos para analizar los datos que tengo pendientes —añadió Alex, antes de que Boggs diera por finalizada la conversación con un gruñido.
Poco después, avergonzado por la reprimenda —que, en cierto modo, consideraba comprensible—, había empezado a cumplir su promesa de completar sus análisis: mientras esperaban el embarque de su avión comenzó a repasar las tablas de resultados de los experimentos. Al hacerlo recordó fragmentos de la última conversación con Baldur: este había sugerido que el chip procesaba en exceso los datos que recibía. Y eso podía magnificar una sutil idea: «como una lejana, profunda y casi inconsciente ideación de suicidio —recordó—. Una idea que puede terminar haciéndose consciente y real, sin que el usuario ni siquiera se dé cuenta de ello». En ese momento se hizo una pregunta de lo más simple:
¿Por qué?
Visualizó el chip en su mente, girándolo, dándole vueltas, como si así pudiera encontrar la respuesta. Decenas de preguntas se agolparon en su córtex cerebral: ¿cómo era, realmente? ¿cómo funcionaba? ¿cuáles eran sus límites? El procesador era un enigma y, paradójicamente, la causa de sus problemas seguro que residía en él.
¡Al cuerno con las prohibiciones!
, se dijo: tenían que indagar sobre él.
La cuestión residía en cómo hacerlo sin incumplir la promesa de no abrirlo ni manipularlo. Se le ocurrió una idea; inicialmente le pareció absurda, pero tras unos minutos de reflexión la terminó plasmando en un email que finalmente remitiría a Chen, la persona en quien más confiaba para llevarla a cabo.
Camino del avión Alex consultó su reloj, y comprobó que había pasado una hora desde que le había enviado el email a Chen. Sin duda ya lo habría leído, así que decidió llamarle. El asiático respondió enseguida:
—¡Doctor, creo que se va a hacer turismo! —dijo Chen, en tono alegre—. ¿Se puede creer que aún no conozco Madrid? Dicen que en esta época está precioso.
—Madrid siempre lo está, Lee —contestó él, con una sonrisa—. ¿Has leído mi email?
—¿Que si lo he leído? ¡Varias veces! —dijo Chen, entusiasmado—. ¡Es una idea genial!
Esta era realmente sencilla: Alex le había pedido que desarrollara un nuevo programa al que denominarían
Neo
, rememorando al protagonista de la trilogía
Matrix
. En esta película la mente del héroe se introducía en un mundo creado por ordenadores que parecía real, pero no lo era. Su habilidad consistía precisamente en lograr distinguir el mundo virtual del real, cosa que el resto no podía hacer. El programa haría lo mismo que el personaje de Keanu Reeves, solo que dentro del chip. Primero intentaría obtener una imagen de cómo estaba estructurado este. Luego, e igual que hacía el protagonista de las películas, intentaría forzarlo mediante unas pruebas que se denominaban «de estrés».
Chen añadió:
—Creo que nos va a ayudar mucho a comprobar su teoría. Me gustaría tenerle cerca cuando obtenga los resultados.
Alex estaba pensando exactamente lo mismo, y se preguntó si todos tendrían la capacidad de intuición aumentada. Ya estaban en el interior del avión, y una azafata le señaló su asiento. No podía seguir hablando con tanta gente a su alrededor.