¡Plop!, ¡plop!
Alex intuyó lo que eran cuando Skinner cayó hacia atrás y sobre ellos. Sin tiempo para reaccionar, intentaron sin éxito sostener al historiador, que parecía haber perdido su tensión muscular. Al final les hizo perder el equilibrio, y se fueron los tres al suelo. Alex tuvo tiempo de ver que el vehículo que le había llamado la atención tenía la ventanilla del copiloto bajada, y por ella asomaba lo que a todas luces era una pistola con silenciador. Era la primera vez que veía una en la vida real. Entonces sintió un crujido sordo que le atravesó el cráneo, cuando este impactó contra el suelo.
Se le nubló la vista. Horrorizado, tuvo tiempo para pensar que, si se desmayaba, podía darse por muerto. Le dispararían y no volvería a despertar. Angustiado por la idea buscó fuerzas, y las encontró gracias a la oleada de dolor que emergió del punto en el que su cabeza había impactado contra el suelo. Este se expandió por todo su cuerpo, casi como una sacudida eléctrica, y la descarga de adrenalina surtió su efecto: la niebla se deshizo y volvió a ser consciente de su entorno: vio, por el rabillo del ojo, que la puerta del vehículo se abrió. Desesperado, bregó como pudo, intentando quitarse a Skinner de encima. Jadeando, se dio cuenta de que pesaba demasiado.
¡Nos van a acribillar!
, pensó, buscando a Lia con la mirada, mientras forcejeaba con el cuerpo del escritor. Sintiendo cómo se desgarraban algunas fibras musculares en sus brazos, empujó con todas sus fuerzas. En el momento en el que el cuerpo de Skinner por fin se movió, oyó varias detonaciones sin silenciador. Instintivamente relajó los brazos, dejando que el cuerpo del historiador volviera a caer sobre él, a modo de escudo.
Sorprendido, oyó un golpe sordo en el suelo, a su derecha. Giró la cabeza y vio un tipo con traje oscuro tumbado a escasos centímetros de él, mirándole fijamente. Dio un brinco cuando vio que le faltaba un fragmento del hueso frontal y que parte del cerebro se le estaba desparramando sobre la cara. El miedo le hizo por fin reaccionar. Estiró los brazos con toda la fuerza que pudo y empujó a un lado a Skinner, como si fuera un fardo. Si sobrevivía, pensó, luego le iba a doler todo el cuerpo.
Miró a Lia, estaba horrorizada,
pero entera
, pensó.
Gracias, Dios mío…
Dos nuevas detonaciones le hicieron girar la cabeza, y abrió la boca de par en par cuando vio a Jones que acababa de descerrajar dos tiros en la cabeza al conductor del vehículo, atravesando el parabrisas. El responsable de seguridad del laboratorio se volvió hacia Alex, y este se dispuso a abalanzarse sobre él.
—¡Estoy aquí para protegerles, doctor! —bramó el gigante, dando un paso hacia él, con el arma apuntando hacia el suelo—. ¡Esto estará lleno de policías enseguida, deben marcharse ahora!
—¡No! —exclamó Alex desesperado, agachándose al lado de Skinner, y palpándole el cuello, en busca de pulso.
—¡Está muerto! —le gritó Jones, a su lado—. ¡Deben marcharse ahora mismo!
Vio que Lia contemplaba la escena como si estuviera viviendo un mal sueño. Tenía restos de sangre en el rostro, pero era evidente que no eran suyos. Alex dio un brinco al encontrar lo que estaba buscando:
—¡Tiene pulso! —exclamó—. ¡Necesito hablar con él!
—¡No, deben irse los dos ahora mismo! —gritó aún más fuerte Jones, señalando el corro de curiosos que estaba empezando a formarse alrededor.
Algunos de ellos estaban hablando por sus móviles, así que en unos minutos aquello estaría infestado de policías.
Y quién sabe de qué más
, pensó Alex, desesperado.
—Milas, ¿¡dónde encontró el chip!? —gritó Alex, a escasos centímetros del oído del historiador.
Un reguero de sangre corría alrededor de su pabellón auricular.
Por favor, que pueda oírme…
, suplicó Alex. El pulso de Skinner era cada vez más rápido, señal de que estaba perdiendo sangre rápidamente. En la parte alta de su tórax dos manchas rojas no paraban de extenderse por su camisa. Gruñendo, Alex supuso que debía de estar en coma.
Se llevó un susto de muerte cuando el historiador abrió los ojos y pareció querer murmurar algo. Alex rápidamente pegó su oreja a los labios del moribundo, y apenas logró oír un susurro. En ese momento sintió cómo algo tiraba de él hacia arriba con una fuerza descomunal.
—¡Noooo! —gritó desesperado, golpeando al aire con los puños.
La voz de Jones sonó como un trueno junto a su oreja, amenazando con reventarle el tímpano:
—¡O se van de aquí o les meto un tiro yo mismo!
Alex intentó protestar, pero la mirada del jefe de seguridad no admitió réplica alguna, así que cogió a Lia de la mano. Por fortuna no dijo nada y se dejó llevar, lo último que necesitaba era discutir con ella. Anduvieron, alejándose del lugar del crimen, y la gente se apartó a su paso. Alex estaba seguro de que en unos instantes nadie se acordaría de sus rostros, habiendo también en escena un negro de casi dos metros y dos cadáveres de unos matones que parecían salidos de una película de Coppola.
Caminaron deprisa y cuando oyeron las primeras sirenas ya se habían deshecho de sus chaquetas. La de Alex estaba manchada de sangre y la de Lia, destrozada por el roce con el suelo. Arrojaron ambas por un colector de alcantarilla después de vaciar los bolsillos, y procurando asegurarse de que caían al agua. Nada más oír el chapoteo, Lia por fin habló:
—¡Nos han disparado, Alex! —exclamó ella, con los ojos húmedos y aún en estado de shock—. ¡Han intentado matarnos!
De un rápido vistazo Alex comprobó que no les seguían y la abrazó con ternura. Ella comenzó a llorar, claramente desesperada, y él la dejó desahogarse. Sentía ganas de hacer lo mismo, pero se contuvo. Cuando ella por fin pareció relajarse un poco, le habló:
—Lia, esto es una locura —dijo, acariciándole el pelo—. No sé quién es esa gente, ni si buscaban a Milas o a nosotros, pero no creo que haya sido casualidad el que le hayan disparado estando con nosotros. Creo que alguien más le buscaba.
—¿Quiénes querrían matarnos, Alex? —preguntó ella, entre sollozos—. ¿Y de dónde ha salido Jones?
—No sé… —contestó él, sinceramente—. Pero sí dónde podemos buscar la respuesta.
Ella le miró con los ojos empapados por las lágrimas.
—Pero, ¿cómo puedes hablar de respuestas? —dijo, rabiosa—. ¿¡Es que quieres seguir con esto? ¿Quieres que nos maten!?
—¡No tenemos otro remedio! —contestó él, sujetándole la cabeza entre sus manos—. ¿Acaso crees que servirá de algo dar media vuelta, volver a casa y fingir que aquí no ha pasado nada? ¿Y que nos acribillen en la primera ocasión en que no esté Jones para defendernos?
—¿Y qué vamos a hacer? —dijo ella, sollozando—. ¡Milas era la persona que podía ayudarnos!
—Y ha cumplido con su palabra —dijo él, acariciándole el rostro.
—¿Qué? —dijo ella, con sus dulces ojos inundados de lágrimas.
Alex sonrió.
A quienes me preguntan la razón de mis viajes, les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco.
MICHEL DE MONTAIGNE
Con los nervios a flor de piel, Alex solo pensaba en llegar al hotel. Caminaban por una calle estrecha. Se fijó en que la luz amarillenta de las farolas se reflejaba en los adoquines, dándole al pavimento un aspecto mojado. Desde hacía unos minutos no oían ningún ruido,
algo poco habitual en el centro de Madrid
, pensó Alex mirando alrededor de forma suspicaz. Apretó con fuerza los brazos rodeando a Lia, que no había vuelto a decir nada desde que huyeron de la calle Malasaña. Iba a susurrarle unas palabras de ánimo cuando unas luces inundaron la calle de forma súbita a sus espaldas, proyectando sus sombras por delante de ellos.
Cuando el neurólogo se volvió, se deslumbró y apenas pudo distinguir el vehículo: parecía grande, de color oscuro y de gran cilindrada. Sintió que sus temores se hacían realidad por lo que agarró la mano de Lia con fuerza, intentando transmitirle lo que no tenía tiempo de decirle con palabras: la presencia de ese vehículo, tan parecido al otro, no podía ser fruto de la casualidad.
Ella se echó hacia un lado cuando el turismo los alcanzó y se detuvo a un par de metros de donde permanecían, impávidos. Alex vio cómo se abría la puerta del acompañante. Intentó relajarse pensando que si les hubiesen querido disparar ya lo habrían hecho a través de la ventanilla. Sin embargo, su intuición, a la que ya había aprendido a escuchar, le gritaba que salieran corriendo de allí.
Una figura salió del coche, sin aparente prisa. Con dificultad, debido a los potentes faros del vehículo, Alex creyó distinguir un hombre alto y delgado. Parecía llevar puesto un abrigo y en la mano derecha sostenía algo. La alarma de su cerebro le suplicó que corriera, pero se dio cuenta de que ya era absurdo: si ese tipo llevaba un arma, sería presa fácil. Miró a Lia de reojo pero estaba difuminada por la luz, apenas pudo distinguir su rostro, pero lo suficiente como para atisbar su cara de espanto.
El tipo avanzó en su dirección. A medida que se acercaba fue capaz de definir mejor sus rasgos. Por fin pudo ver el objeto que sostenía entre los dedos, y su corazón pareció darle un vuelco al ver la pistola, tan negra y brillante como el guante que la empuñaba.
Se sintió aterrado, como un ratón de laboratorio que se quedaba paralizado en su jaula cuando se acercaba la mano del investigador. Entonces pensó que, si le querían matar, tendrían que esforzarse, ¡no podía quedarse allí, esperando a recibir el impacto! En su mente le pareció ver cómo una fina coraza de cristal se deshacía en mil pedazos, dejándolo por fin libre. El siguiente pensamiento lo tuvo ya mientras se daba la vuelta para emprender la huida: si le querían matar, por él podían hacerlo por la espalda. Sería más difícil acertarle si corría. Sus neuronas espolearon a sus terminaciones nerviosas y estas a los músculos: empezó a correr como un rayo y le gritó a Lia para que hiciera lo mismo. Por separado tendrían más oportunidades, se dijo.
Corrió sin parar, pero de forma meditada, saltando de un lado a otro de la calle. Intentaba intuir continuamente hacia dónde estaría apuntando el asesino para saltar en la dirección opuesta. Dio zancadas irregulares y un sinfín de giros bruscos. Buscó las zonas más oscuras entre las luces que proyectaban las farolas, procurando saltar de una a otra.
En uno de los saltos vislumbró un callejón. Se introdujo en él y zigzagueó por calles más estrechas. Oyó sus pasos resonando en las angostas paredes, mezclados con el ruido de una respiración cavernosa. Se dio cuenta de que era la suya cuando, con el pecho a punto de explotar, sintió las dolorosas contracciones de sus músculos torácicos atrapar algo de oxígeno de su alrededor.
Sin apenas aire decidió esconderse en el hueco de un portal. Durante su huida no había visto a nadie más, algo que tampoco le resultó del todo normal en una ciudad como Madrid. Allí pasaba algo raro, pensó jadeando. Entonces se acordó de Lia, y casi le dio un ataque. Intentando tranquilizarse, recordó que no había oído disparos, pero desgraciadamente no sabía qué había sido de ella.
¿Cómo he podido ser tan cobarde?
—pensó con remordimiento—,
¡tengo que encontrarla como sea!
Descartó usar el móvil, pues con ese gesto podía ponerla en peligro en caso de que estuviera escondida.
Escuchó ruido de pasos y contuvo la respiración. Parecían provenir de ambos lados de la calle.
No pueden saber que estoy aquí
, se dijo, con el corazón disparado. Ahogó un grito al ver la luz del móvil parpadear en su bolsillo. Lo sacó con cuidado para que no se viera demasiado y vislumbró un texto: «Saben que estás ahí.»
El mensaje era de Lia. Vio, desconcertado, cómo la pantalla del móvil parpadeaba frenética, y volvió a guardarlo en el bolsillo con movimientos lentos. Tenía que hacer algo: cualquier cosa menos quedarse escondido en un portal, esperando el tiro de gracia. Así que, temblando de miedo, hizo de tripas corazón y salió de su escondite.
Efectivamente, a cada lado de la calle había uno de esos tipos. El que estaba a su derecha avanzó hacia él. Apreció con cierto alivio que no portaba nada en la mano y se acercó lo suficiente como para que Alex pudiera vislumbrarle la cara. Sintió como si el corazón se le saliera por la boca: su rostro era alargado y de color gris, sus ojos formaban dos hendiduras negras y su boca semejaba una finísima y oscura rendija. Cuando por fin se detuvo delante de él, a pesar del glacial frío que recorría sus entrañas, sintió su propia frente empapada en sudor.
¡Pero esto es real, no es un sueño!
, pensó horrorizado. Intentó pellizcarse sin éxito, pues fue incapaz de mover un solo músculo. Con la vista, buscó algún signo de que lo que estaba viviendo era una pesadilla, pero todo lo que le rodeaba era terriblemente real: vio las gastadas farolas, las ventanas de madera de los edificios, desportilladas y sucias, las manchas de grasa en los adoquines del suelo… Aterrado, apreció en el gastado cuero del abrigo del extraterrestre un arañazo cerca del hombro.
¿Este tipo de cosas se ven en las pesadillas?
, pensó temblando. Sin darle tiempo a responderse, aquel ser alargó la mano y le puso la palma en el pecho. Alex dio un rápido y fugaz respingo al notar el contacto, pero se quedó paralizado. Estaba siendo tocado por un ser de otro planeta, pensó. Creyó que se iba a orinar encima.
—Tienes que morir
—oyó dentro de su cabeza, como si un pensamiento se hubiera introducido en su mente—.
Solo así terminará esta locura. Estás poniéndola en peligro. O mueres tú, o muere ella.
¡Esto es una locura!
—pensó desesperado—.
Técnicos que mueren por estar cerca de un chip, médicos que trabajaban de espías, asesinatos en pleno centro de Madrid, y ahora ellos…
Reconocer a los extraterrestres de sus pesadillas, las que había tenido desde que tenía uso de conciencia, hizo que de repente perdiera todas sus fuerzas. Se sintió hastiado: esa historia le había sobrepasado definitivamente. Por primera vez en toda su vida se dio cuenta de que no iba a poder superar un reto: no sabía si iba a poder resolver un misterio como el del chip. Pero, si había algo para lo que no estaba preparado, era enfrentarse a sus pesadillas. Si la Tierra iba a ser arrasada de todas formas, él prefería no verlo. Y si con ese sacrificio salvaba a Lia, quizás ella se lo agradeciera algún día, aunque tuviera que ser en otra vida.