La jovialidad desapareció del rostro del mexicano. Con un semblante mucho más serio, concluyó la frase del médico:
—Mucho más de lo que creen…
Lia dormía profundamente. Había caído rendida nada más llegar a la habitación, y ni siquiera le había dado un beso. Él no podía decir lo mismo: llevaba más de una hora intentando relajarse, pero a pesar del agotamiento algo le impedía dormirse. Su cerebro no paraba de dar vueltas a qué podía ser ese algo. Quizá fuera Baldur, se dijo a sí mismo mientras clavaba los ojos en el techo de la habitación. El millonario era uno de los hombres más poderosos del planeta y tenía una personalidad magnética: con él todo parecía alcanzable y bastaba con tener su apoyo para creerlo así. Pero no terminaba de entender por qué había aceptado tan rápidamente su propuesta de viajar a México y la financiación para Owl, por no hablar del extraño equipamiento con el que les había provisto nada más llegar a Tuxtla.
Sabe algo que nosotros desconocemos —
pensó Alex con los brazos bajo la nuca—.
Pero, ¿qué?
Se dio cuenta de que debería investigar a Baldur, pero era complicado pedírselo a su amigo el hacker sin que este sospechara.
Pensar en Owl le hizo darse cuenta de que aún no había contactado con él, así que decidió levantarse. Lia no dio muestras de darse cuenta de sus movimientos. Encendió su Macbook Pro, enchufó el módem USB que le había entregado Juárez y creó una red inalámbrica. Conectó el iPhone a la red mediante WiFi y pulsó sobre el icono de la aplicación que le permitía contactar con su amigo el pirata. Toda la operación le llevó unos escasos segundos. Era un amante de la tecnología desde joven y le fascinaba admirar cómo esta evolucionaba, haciendo sencillas tareas que unos años antes resultaban impensables.
—¡Ya era hora de que llamaras! —oyó que decía su amigo por los auriculares del teléfono—. Me tenías preocupado. No sabía si te habías vuelto a meter en líos.
—Tranquilo, de momento todo va bien —dijo Alex, susurrando.
El programa amplificó el sonido de su voz antes de enviarlo por la red, por lo que Owl no tuvo problemas para recibir el audio prácticamente impecable.
—Vale, tío, tú dirás —la voz del pirata le llegaba con un par de segundos de retraso.
—Hay un detalle extraño: nos han proporcionado mochilas, GPS, linternas, tiendas y hasta unas gafas de visión nocturna. Vamos, un equipamiento propio de una expedición al Everest. No sé si esta gente sabe algo más que nosotros sobre nuestro hipotético destino. En teoría estamos buscando a un individuo que vive en una ciudad. No entiendo para qué podemos necesitar todo esto.
—Sí, es curioso —dijo el pirata—. Espera, ¿tú les has dicho qué vas a hacer allí?
—La verdad es que no —dijo Alex, dubitativo—. Es cierto que no he sido demasiado generoso con las explicaciones. Ese es otro punto que me llama la atención: en cuanto supieron que me dirigía aquí, todo ha ocurrido a una velocidad de vértigo.
—¿Lo ves, tío? —oyó por los auriculares—. Seguro que te han dado toda esa basura de equipo de supervivencia porque no tienen ni idea de qué narices vas a buscar allí. No saben si vas a una ciudad, a un monte, a la selva…
—¿Buscar información sobre un chip en la selva? —dijo el médico, aterrado solo por la posibilidad—. Owl, eso no tiene ningún sentido, a menos que la persona que buscamos viva en la selva. Y eso no es así, ¿verdad? ¿Has averiguado algo?
—Pues la verdad es que resulta sorprendente, pero… —el pirata carraspeó— de momento no.
—¿¡Todavía no tienes nada!? —dijo alzando ligeramente la voz. Por el rabillo del ojo vio que Lia gruñía en sueños, y continuó susurrando—. Owl, fuiste capaz de encontrar a Milas, un tipo escurridizo y que vivía en Madrid, una ciudad donde es terriblemente fácil pasar desapercibido. ¡Deberías poder encontrar a un mexicano que seguro que no hace tantos esfuerzos por esconderse y que vive en una ciudad de menos de cincuenta mil habitantes!
—¿Y tú qué sabes lo que hace el Pacal ese por esconderse? —preguntó el hacker en tono fastidiado—. Es cuestión de unas horas: aún no he podido profundizar en unas bases de datos en las que quiero echar un ojo. Dame un poco de tiempo y verás cómo lo localizo. ¿Alguna vez te he fallado?
—Owl —dijo Alex en tono cortante—. Nuestras vidas corren peligro, ni siquiera estoy seguro de si nos siguen cubriendo las espaldas como en Madrid, y he depositado toda mi confianza en ti porque no me fío ni de quien subvenciona este viajecito. Así que dime algo en cuanto puedas.
—Vale, no te enfades, tío, que me agobias —protestó el hacker—. Tendrás la información que necesitas aunque me deje la vida en ello.
Un estremecimiento atravesó la médula de Alex.
—De acuerdo, amigo, pero… —hizo una pausa sin saber cómo avisar a su amigo sin preocuparle; cansado, optó por una fórmula tan sencilla como parca en explicaciones—, ve con mucho cuidado. Tú también podrías estar en peligro si esto se tuerce.
—Te recuerdo que nuestras comunicaciones son seguras —dijo Owl—. Puedes estar tranquilo por mí. ¡Dudo que se vaya a presentar un mafioso en mi casa dispuesto a dispararme por la espalda mientras tecleo!
El hacker terminó la frase con una sonora carcajada que retumbó en los oídos de Alex. Este sintió un intenso frío recorrerle el cuerpo y, durante un instante, como un flash en el interior de su mente, vio una imagen de su amigo: estaba echado sobre su escritorio, boca abajo, y un charco de sangre se extendía lentamente entre sus adorados teclados y ratones. Varias horas más tarde aún le daba vueltas a la aterradora imagen. Y rezaba para que esta no fuera premonitoria.
La desesperación infunde valor al cobarde.
THOMAS FULLER
Viernes, 20 de marzo de 2009
08:00 horas
Alex abrió la boca nada más encontrarse con el impactante gris metalizado de la carrocería del modelo H2 SUV de Hummer, una bestia de cuatro toneladas de peso que parecían no importar cuando sus más de cuatrocientos caballos rugían bajo el afortunado conductor, que en este caso iba a ser él.
Pero lo que parecía un sueño —recorrer uno de los países más bellos del mundo al lado de la mujer que más deseaba y a bordo de un prodigio de la mecánica— podía transformarse en pesadilla en cuestión de minutos. Incómodo por ese último pensamiento, se fijó en Lia: a ella no le llamaban la atención los coches y, al parecer, las horas de sueño no habían mejorado su agriado humor del día anterior. Sin mediar demasiadas palabras, cargaron el equipaje y se pusieron en marcha. Casi a punto de abandonar la ciudad, ella por fin habló:
—¿Crees que nos estará siguiendo alguien?
Él la miró de reojo.
—¿Acaso has visto algo? —preguntó preocupado.
—No entiendo mucho de espías —dijo ella, con un tono amargo en su voz—, pero tengo la sensación de que es muy fácil seguirnos la pista. Piensa en el rastro que hemos ido dejando detrás de nosotros: la absurda conversación de anoche con el conserje del hotel; la entrevista con ese tal Alfonso; viajar en este llamativo mastodonte… —masculló resignada—. No somos un paradigma de la discreción, ¿sabes? Casi parece que vamos anunciando con sirenas dónde estamos.
Alex respiró hondo, ya que no quería discutir. Aún tenían muchos kilómetros por delante antes de llegar a Palenque. Decidió hacer un intento por apaciguarla:
—¿Estás asustada? —preguntó, mirándola de soslayo.
Se dio cuenta de que sus ojos estaban húmedos por las lágrimas y sintió una punzada de emoción. Ver triste a Lia le inspiraba una inmensa ternura. Apretando los nudillos sobre el volante con resignación se esforzó en concentrarse en la carretera, aunque siguió lanzándole miradas furtivas mientras ella contestaba:
—¿«Asustada», dices?, ¡estoy muerta de miedo! —dijo ella entre sollozos—. Entiéndelo, creo que estamos embarcados en una cruzada suicida y sin ningún sentido. Y cada rostro que veo, cada vehículo que nos cruzamos… —carraspeó— pienso que es una amenaza. ¡Me da pánico morir!, ¿acaso no lo ves normal?
—Lo siento —dijo él, contrayendo las mandíbulas—. Sé que te he metido en algo muy arriesgado, solo espero que al final de todo este viaje consigamos las respuestas que buscamos.
Ella asintió ligeramente. Le pareció ver un atisbo de sonrisa en sus labios y aprovechó para añadir:
—Por si te sirve de ayuda, no he visto ningún vehículo que parezca seguirnos.
—¿Y pretendes que me calme con eso? —dijo ella en tono resignado.
Alex se concentró, intentando percibir algo en su interior, confiando en que esa capacidad intuitiva suya le dijera si estaba equivocado. Sonrió pensando en lo absurdo de ese gesto, y por un momento estuvo seguro de que había perdido la cabeza. Lejos de creer que sí, se tranquilizó ligeramente al comprobar que no sentía ningún escalofrío. Aun así pensó que era de locos comportarse de esa forma.
—Confía en mí —le dijo a Lia—. Creo que de momento estamos a salvo. Con un poco de suerte en breve encontraremos a ese tipo, Pacal, que estoy seguro que es la clave de esta historia. No creo que Milas nos engañase con esa información… —hizo una pausa al sentir un escalofrío tan fugaz como intenso; recomponiéndose, añadió—: y una vez que tengamos todo aclarado, te garantizo que blindaré muy bien nuestra posición. Nadie podrá hacernos daño.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó ella en tono despectivo—. ¡Ni siquiera sabemos quién quiere matarnos ni por qué!
—Es cierto —dijo él intentando recuperar su confianza—, pero creo que puedo proteger nuestras vidas si llegamos al fondo de este asunto. De alguna manera todo está relacionado con el chip, pues a raíz de su aparición empezaron todos los problemas. Es evidente que debe de haber gente interesada en que no se conozca lo que ha ocurrido en el laboratorio, o de dónde ha salido el procesador, o de dónde ha podido ser robado. Así que si averiguamos la verdad sobre él estaremos en condiciones de revelarla y ese será nuestro salvoconducto, tanto si la publicamos como si no. Si tenemos todas las respuestas en nuestro poder nadie podrá hacernos daño. Owl está de acuerdo conmigo en esto.
—¿Owl? —exclamó Lia—. ¿Tu amigo el pirata informático? ¿¡Está implicado en esto!? ¡Entonces creo que podemos darnos por muertos! —añadió, esta vez con una evidente sonrisa, que él captó inmediatamente con satisfacción.
No le dio tiempo a alegrarse, pues un cartel le llamó la atención: quedaban pocos kilómetros para Palenque. En ese mismo momento sintió un intenso escalofrío que le recorrió la espalda. El problema es que no supo discernir a qué se debía: si a la proximidad de la ciudad o a las últimas cuatro palabras de Lia.
La grava crujió bajo los neumáticos del Hummer cuando este se detuvo frente al hotel Plaza Palenque. A pesar de estar agotado por el viaje, Alex sintió pena por detener el motor del impresionante vehículo. Bajó la ventanilla y respiró el aroma de la ciudad: Palenque era colorida, alegre y con un considerable número de hoteles, restaurantes y pintorescos letreros. Debido a su limitado tamaño, no le pareció el sitio más adecuado para pasar desapercibido, si no se equivocaba, no iban a tener excesivos problemas para encontrar a la persona que estaban buscando. Aun así no dejaba de sentir continuos y pequeños escalofríos. Acostumbrado como estaba a hacer caso a su instinto, pensó que lo mejor era ponerse a trabajar sobre el terreno de forma inmediata. Propuso a Lia contactar con Owl y ella aceptó, así que configuró la red inalámbrica con su portátil inmediatamente. En unos segundos oyó la voz de su amigo por el altavoz del teléfono:
—Tengo malas noticias —dijo Owl, con un tono de resignación poco habitual en él—: no he encontrado absolutamente nada sobre ese individuo.
—¿¡Qué!? —exclamó Alex, dándose cuenta de que su intuición había acertado una vez más—. ¡Hemos recorrido medio planeta para encontrar a ese tipo!, ¡tiene que estar aquí!
—¡No me grites, tío, que sabes que soy muy sensible!
Vio cómo Lia reclinaba la cabeza y ponía los ojos en blanco.
—Pues no hay rastro de él. Ni en México ni en ningún otro sitio, ¡es sorprendente! Y eso que he reventado unas cuantas bases de datos de varios países: bancos, líneas aéreas, agencias de alquiler y por supuesto las de tráfico. No en todos los países es obligatorio tener un carnet de identidad, pero casi todo el mundo tiene una licencia para conducir, ¿verdad?
—Sí, supongo… —dijo Alex.
—Pues bien, tu amigo no la tiene. Al menos, en los doce países en los que he mirado.
—¿«Doce países»? —exclamó Lia.
—¡Sí, «solo» doce países, doña perfecta! —protestó el hacker—. No he tenido tiempo para más, ¡vaya con las prisas!
—Owl —intervino Alex—, Lia no critica el que sean pocos, si no más bien… —hizo una pausa— al contrario. Está, digamos, sorprendida de tus métodos.
—¡Nadie me había dicho —exclamó ella— que piratear bases de datos de doce gobiernos formara parte de nuestra labor de búsqueda! ¿Estáis locos o qué? ¿Cuál es vuestro plan? ¿Que nos maten antes o después de ser detenidos?
—¿Se te ocurre a ti alguna forma mejor de buscar, doña
tiquismiquis
? —dijo Owl en tono irónico—. ¡No está resultando nada fácil! Esa persona parece no existir…
Alex se dispuso a interrumpir la discusión, pero Lia se le adelantó:
—¡Esperad! —dijo entrecerrando los ojos—. Hay algo que no encaja aquí: Owl —dijo mirando al teléfono—, ¿estás convencido de que si esa persona existiera la tendrías que haber encontrado?
—Te aseguro que he rebuscado por toda la red, visible e invisible —gruñó el pirata—. Y es muy raro que no haya encontrado nada.
—¿Y si esa persona no existiera realmente? —preguntó ella.
—¿Crees que ese nombre es falso? —preguntó Owl.
—¡Maldita sea! —dijo Alex, indignado a modo de respuesta—. ¡No me puedo creer que Milas, aun muriéndose, me mintiera! ¡Maldito hijo de…!
—¡No, no me refiero a eso! —le interrumpió ella, poniéndole una mano sobre el brazo—. Me refiero más bien… —le miró a los ojos, esperanzada— ¡a que no entendieras bien el nombre!
—¡Joder, Lia, retiro el mal rollo que a veces tengo contigo…! —exclamó Owl—. ¡Puede que hayas dado en el clavo!
—¿Qué? Si aún no he dicho nada —dijo ella sorprendida—. Solo estoy suponiendo que…
Por el altavoz Alex oyó lo que parecía el ruido de teclas pulsadas a toda velocidad.
—¡No, Lia —dijo el hacker—, llevas razón! Es imposible encontrar a Joan Pacal en ningún sitio. Pero si te limitas a buscar
Pacal
la cosa cambia… ¡Y mucho! ¡Solo en Google aparecen más de doscientos mil resultados!