Alex se sintió sin fuerzas. Sabía que su explicación estaba fuera de todo raciocinio pero esperaba algo de comprensión por parte de su compañera. Fue uno de esos instantes en los que se preguntó si merecía la pena luchar tanto por ella.
—Es comprensible que no me creas, incluso a mí me parece que esto podría ser el fruto de una locura —dijo, apretando las mandíbulas—. Pero esa posibilidad tiene tratamiento y solo me afectaría a mí, la otra posibilidad… —carraspeó— es que efectivamente ese chip pueda proceder de los restos de una nave extraterrestre. Y es remota, pero de ser cierta sería el hallazgo más importante de la historia de la humanidad. Cambiaría el devenir de nuestra existencia —la miró de nuevo a los ojos, esta vez con furia en su mirada—: algo que justificaría que hubiera gente interesada en asesinar a quien pudiera averiguarlo. Así que —hizo una nueva pausa para medir sus palabras— no me voy a quedar esperando a que un psiquiatra determine si estoy loco, o a que un asesino venga y me dispare. Voy a averiguar si esta historia es real o no por mí mismo, buscando la entrada que refiere Milas en sus archivos, y solo necesito saber si estás conmigo… —tragó saliva antes de añadir— o no.
Alex se detuvo y pasó su mano por la frente, empapada de sudor. Contempló cómo Lia, que caminaba unos metros detrás de él, se acercaba. Llevaban casi dos horas andando campo a través y por el GPS supo que apenas habían recorrido tres kilómetros. Estaba resultando complicado moverse por un terreno desconocido y tan cambiante, por no hablar del considerable peso de sus mochilas, pero por desgracia era impensable intentar realizar ese trayecto con el Hummer.
Mientras su compañera le alcanzaba le agradeció mentalmente que hubiera aceptado ir con él a pesar de su absurda teoría. Durante un instante había estado seguro de que le iba a decir que no, pero, incomprensiblemente, al final había aceptado con un leve asentimiento de cabeza, mientras una lágrima le resbalaba por el rostro. Él había sentido una emoción solo comparable a su primer beso en el Samnuloc, una historia que parecía pertenecer a otro plano de su existencia.
—Voy a intentar contactar de nuevo con Owl —dijo, sentándose, cuando Lia le alcanzó.
—Recuerda —dijo ella jadeando— que estamos en medio del campo y está anocheciendo. Las baterías tienen un límite, y dudo que los cargadores solares vayan a ser de utilidad en las próximas horas.
—Siempre tan pendiente de los detalles prácticos —dijo él en tono socarrón.
Creó la red WiFi y abrió el programa de comunicación. Una vez más no obtuvo resultado. Fue a contárselo a Lia cuando un ruido seco, como una rama quebrada a lo lejos, hizo que se le saltaran todas las alarmas internas.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Lia, agachándose.
Alex miró alrededor, llevándose un dedo a los labios. Aún había luz, pero también una considerable cantidad de vegetación. Permanecieron casi un minuto en silencio, expectantes y con los sentidos alerta, pero no oyó nada, ni siquiera el susurro del viento.
—Supongo que algún animal —dijo él, poco convencido—. Vamos, debemos movernos.
Ella asintió y sin mediar palabra reanudaron la marcha, espoleados por la sensación de inquietud que acababa de anidar en su ya mermado ánimo. Los siguientes dos kilómetros los hicieron en poco más de media hora y, tras coronar una leve pendiente, Alex se agachó nada más cruzar al otro lado, haciéndole un gesto de silencio a Lia. Ella le obedeció y se limitó a esperar mientras él extraía las gafas de visión nocturna. Con ellas puestas oteó el camino que acababan de recorrer.
Sintió como si el corazón le diera un vuelco cuando vislumbró varias siluetas borrosas en el seno de una verdosa neblina. Creyó oír sus propios latidos, de lo tenso que estaba. Le pareció que estaban discutiendo e intentó contarlas cuando un inoportuno reflejo le deslumbró, cegándole durante menos de un segundo. Cuando pudo volver a ver, ya no había nadie. Con el corazón acelerado supo que, aunque apenas había podido vislumbrar detalles —ni siquiera el número—, había algo sobre lo que no tenía la menor duda: no eran turistas.
Al quitarse las gafas se dio cuenta de que temblaba. Sin atreverse a mover un músculo más de los estrictamente necesarios con el fin de no hacer ningún ruido, le susurró a Lia al oído lo que acababa de ver. Ella le miró con expresión horrorizada, y fue necesario que él le sujetara la cabeza con ambas manos para que no rompiera a llorar de forma histérica. Ella gesticuló un «¿Qué vamos a hacer?» con los labios.
Alex meditó sus posibilidades intentando no dejarse llevar por los nervios. Aparentando una tranquilidad que no sentía, alcanzó el portátil y su teléfono e intentó realizar una nueva conexión con Owl, una vez más sin éxito. Entonces se acordó de Jones. El responsable de seguridad del laboratorio no solo les había salvado la vida en Madrid, sino que les había prometido que no se iba a separar de ellos. Esperanzado, pensó que a lo mejor le había visto a él. Localizó su número en la agenda y pulsó el icono de llamada.
Tras un minuto esperando no obtuvo respuesta. Preocupado, volvió a intentarlo, pero el resultado fue el mismo, por lo que maldijo interiormente. Aguantándose las ganas de dar un puñetazo en el suelo se dirigió a Lia:
—Jones tampoco contesta —le susurró—. Pero tranquila, estoy seguro de que en cuanto vea nuestra llamada sabrá que estamos en peligro.
Para su pesar, ella no dijo nada. La observó atentamente y se dio cuenta de que los labios le temblaban y tenía las mejillas empapadas en lágrimas, que dejaban surcos entre la suciedad que se le había adherido. Parecía al borde del derrumbamiento emocional. Alex suspiró: estaban agotados y oscurecía por momentos; necesitaban avanzar, pero también encontrar un sitio donde descansar unas horas.
—Lia… —le dijo a su compañera mientras le sujetaba el rostro con ambas manos—. Tú sabías cómo borrar un rastro, ¿verdad?
Ella siempre había tenido vocación de voluntaria y había participado como monitora en campamentos de verano para adolescentes. Le había contado a Alex que, entre las actividades que había practicado, estaban las de seguir y borrar rastros.
Aunque supongo que nunca jugándose la vida
, se dijo él.
—Yo… —dijo ella en tono dubitativo—, no creo que sea una buena idea.
—Debemos descansar un rato —insistió él—. Si eres capaz de borrar nuestras huellas y crear rastros falsos podremos despistarlos al menos unas horas. Si es que realmente alguien nos sigue.
Ella le miró y, tras unos segundos, accedió. Alex se preguntó si no estaba actuando ya por puro agotamiento, dándole la razón en prácticamente todo. Le sonrió, intentando animarla. Ella pareció corresponderle y comenzó a examinar el terreno.
Nada mejor que poner a alguien a hacer cosas para que aparque sus temores
—pensó, recordando uno de los libros que había escrito—.
Si con ello la persona se siente útil, también gana confianza.
Deseando que eso le ocurriera en ese momento a Lia, se levantó y se puso en marcha.
Tres horas después estaban convencidos de que habían hecho un buen trabajo borrando casi por completo sus huellas y creando un par de rastros falsos. Había sido más sencillo de lo que Alex pensaba. Así que algo más animados, habían decidido acampar, seguros de que iban a poder despistar o entretener a sus seguidores. Alex, satisfecho, observó el lugar donde habían montado su minúscula tienda de campaña: estaba bajo un saliente de roca inclinado que la ocultaba casi por completo. No se plantearon la posibilidad de encender un fuego y, por prudencia, apenas habían hablado en la última hora. Alex se sintió relajado al ver que tan solo a un par de metros de distancia, dado que era ya noche cerrada, la tienda era prácticamente invisible. Se introdujo en ella, donde Lia estaba empaquetando lo imprescindible en una sola mochila. «Por si tenemos que salir corriendo», le dijo, y él sonrió, contento de verla con más iniciativa.
Decidieron dormir por turnos. Alex insistió en que Lia lo hiciera primero y él aprovechó para probar suerte de nuevo con las comunicaciones: una vez más conectó su iPhone al portátil y pulsó el icono del programa. Entonces se dio cuenta, de repente, de que estaba haciendo una tontería: su amigo le había dicho que debía actualizar el software de comunicación antes de volver a contactar con él. Esperanzado por que ese fuera el motivo de no haber podido contactar en las ocasiones anteriores, procedió a actualizarlo. En cuanto el proceso terminó, pulsó el icono y, por primera vez esa tarde, no visualizó el mensaje de «Fallo en la conexión». Sonrió, pensando en que si hablaba con Owl se sentiría mucho mejor.
Sin embargo su ánimo se vino abajo cuando un mensaje nuevo apareció en pantalla:
«
Envío de datos no autorizados. NO USAR.» Con el rostro congelado en una mueca de espanto, se quedó mirando el teléfono durante unos segundos con una idea en mente: el software no era seguro. Había detectado una intrusión que antes no estaba interceptando.
Con la sensación de que todo empezaba a dar vueltas a su alrededor, Alex se dio cuenta de que todas sus conversaciones con Owl podían haber sido interceptadas, y que eso podía, teóricamente, haberle costado la vida a su amigo. Se dio cuenta de que había empezado a sudar, y pensó que tenía que hacer algo. No quería despertar a Lia: ella no podía ayudarle y estaba al borde del desequilibrio tanto física como mentalmente. Sintiendo gotas caer por su frente probó de nuevo con los números de Chen y de Jones. En ambos casos solo obtuvo tono de llamada. Una y otra vez.
¿Dónde narices se ha metido el resto del planeta?
, pensó, respirando de forma agitada y sintiendo un inminente ataque de ansiedad. Tenía que hacer algo.
Redmond, Washington
William Baldur golpeó el cristal de su mesa con el puño. Era un gesto que solo había hecho en otra ocasión, y fue cuando Bill Gates se le adelantó unos meses con el lanzamiento de su sistema operativo
Windows
, idéntico al que él llevaba desarrollando durante años. Por tan solo unos meses su obra —mucho más rápida, más estable y mejor en todos los aspectos— quedó eclipsada por el rápido movimiento de su competidor. Cuando descubrió al topo que había estado filtrando información de su desarrollo ya fue demasiado tarde: todo el mundo quería una copia del programa de Gates. El suyo solo generó pérdidas. Le costó muchos años superar ese revés, y siempre supo que aquel puñetazo sobre la mesa había sido premonitorio.
Durante estos años había dado alguno más, pero no con tanta rabia como el primero. Salvo ahora, ya que intuyó que en esta ocasión podía suceder lo mismo: por segunda vez en su dilatada carrera estaba perdiendo el control de la situación, algo a lo que no estaba acostumbrado. Él era el que manejaba las situaciones, no al revés. Esa era la clave para amasar una de las mayores fortunas del planeta.
El problema no residía en organizar a toda prisa dos expediciones a México: la de Alex y Lia por un lado, y la de los tres agentes que la CIA había puesto a sus órdenes por otro. Los verdaderos inconvenientes estaban surgiendo sobre el terreno, a pesar de sus esfuerzos por evitarlos: había equipado a ambos grupos con todo lo necesario para afrontar casi cualquier situación; y se había asegurado el estar al corriente de lo que aconteciera gracias a que recibía, en tiempo real, toda la información que transmitían los teléfonos con capacidad módem que Alfonso Juárez había entregado. Dichos equipos transmitían absolutamente todo lo que pasaba por sus circuitos. Incluidas, por supuesto, las conversaciones cifradas entre Alex y su amigo, el
hacker
Owl.
El pirata informático había sido precavido, preparando un software que encriptaba la comunicación. Solo ellos disponían de ese programa y, por tanto, de los algoritmos para descifrar las conversaciones en tiempo real. Pero con lo que no había contado Owl era con el hecho de que esa información también iba a ser transmitida a los servidores que Baldur tenía ubicados en su central de Redmond. La potencia bruta de esas máquinas sin parangón en todo el planeta había desecho la codificación con la misma facilidad que si se hubiera enfrentado a un juego para niños de tres años. Así que Baldur había escuchado todas las conversaciones entre Alex y su amigo —las había considerado prioritarias— prácticamente en tiempo real.
El motivo de esta decisión, tan poco usual en él, de seguir tan de cerca un asunto —lo normal es que los miembros de sus equipos se encargaran de todo y le informaran puntualmente— se debía a su obsesión por el chip, una pieza de ingeniería asombrosa de la que aún desconocía su origen y que había llegado a sus manos un año y medio antes a través de un ejecutivo intermedio de una de sus filiales en México. El tipo había intentado ponerse en contacto con él en repetidas ocasiones, y en todas insistía en que le dejaran el mismo mensaje: que podía conseguir «algo fascinante». Baldur pidió un informe sobre el empleado y se enteró de que estaba alcoholizado y asfixiado por deudas de juego, así que desestimó hablar con él. Sin embargo, el tipo insistió de una forma que consideró inusual. Decidido a despedirle en persona, atendió por fin su llamada.
Se sorprendió cuando, en solo unos pocos minutos, el ejecutivo le explicó que un tipo le había enviado una serie de pruebas realizadas con un chip asombroso. Los resultados eran fabulosos, a años luz de cualquier otro prototipo, insistió varias veces. La parte débil de la historia residía en que el potencial vendedor le había transmitido los datos por email, así que aún no había visto ese procesador. Al parecer estaba dispuesto a venderle tres unidades por un precio cuantioso. Ni planos, ni esquemas, ni manuales, nada más que los chips.
Baldur sintió en ese momento que podía estar ante una oportunidad. No temía en absoluto que los procesadores fueran robados —el espionaje entre empresas estaba a la orden del día, para eso tenía abogados—, pero sí que pudiera ser objeto de una estafa. Sus empresas eran conocidas y su fortuna, sumamente envidiada. Receloso, remitió los datos que le proporcionó el ejecutivo a sus ingenieros de confianza. Para su sorpresa estos no dudaron en decirle que aceptara. Si los datos eran ciertos parecía ser un dispositivo espectacular; y el no disponer de esquemas no iba a suponer un problema, le dijeron. Eran expertos en ingeniería inversa y estaban seguros de que, por avanzada que fuera su tecnología, podrían copiarlo y desarrollar uno similar.
A pesar de sus dudas el millonario aprobó la operación y el tipo que había vendido los chips a su empresa se embolsó una considerable cantidad. A pesar de la insistencia personal de Baldur, el tipo no llegó a revelar su identidad en ningún momento, y esta fue una de sus condiciones más exigentes. Toda la operación se realizó mediante correos electrónicos y transferencias bancarias a cuentas protegidas. El ejecutivo de México ni siquiera llegó a conocer al tipo, así que en todo momento Baldur tuvo la sensación de que le iban a engañar.