Reina Lucía (22 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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—Me pregunto qué podría ser… —dijo Georgie.

—Bueno, ya me acordaré dentro de un rato. Aquí está el café, y veo que Elizabeth no ha olvidado traer unas gotitas de
algo bueno
para mis dos caballeros. Y no digo que no me gustaría unirme a ustedes si Elizabeth me trae otra copa. Lo que pasa es que con un vaso de borgoña en la cena, y una chispa de brandy ahora, me temo que me pondría un poco piripi. Y a propósito del gurú, señor Georgie… no, eso no era sobre lo que quería preguntarle… Pero aprovechando que hablamos de él, ¿se ha sabido algo del gurú?

Por un momento, con aquella yuxtaposición de asuntos —el gurú y el brandy—, Georgie se temió que pudiera haberse filtrado algo sobre el contenido del armario de la «Hamlet». Pero evidentemente aquello fue del todo casual, porque la señora Weston continuó hablando tranquilamente sin esperar ninguna respuesta.

—¡Qué día aquel —dijo— cuando el gurú y la señorita Olga Bracely estuvieron ambos en la fiesta del jardín de la señora Lucas! Ah, ahora me acuerdo; ahora sé lo que quería preguntarle. ¿Cuándo vendrá la señorita Olga Bracely a vivir a Old Place? Muy pronto, supongo.

Si Georgie no hubiera apartado su bordado con gran rapidez, sin duda se habría pinchado un dedo.

—¿Pero cómo demonios ha sabido usted que va a venir? —dijo—. Iba a darles yo ahora la fabulosa primicia. ¡Qué fastidio! Me ha chafado usted toda la ilusión.

—¡Vaya… bueno… en fin…! —dijo el coronel, que odiaba el bordado de Georgie—. No es un discurso muy galante que digamos: está usted hablando con la señora Weston.

Afortunadamente, el placer de la parte punitiva de la expedición aún permanecía intacto y Georgie recobró el ánimo. Y también estaba en disposición de proporcionar algunas noticias: respondería a la pregunta de la señora Weston.

—Pero tenía que haber sido un secreto hasta que todo estuviera listo —dijo—. Yo lo he sabido durante todo este tiempo: lo supe desde el día de la fiesta en el jardín. Nadie lo sabía, salvo yo; ni siquiera su marido lo sabía.

Obtuvo su buena recompensa por haber recobrado la presencia de ánimo. La señora Weston dejó en la mesita el vaso con su ración de
algo bueno
sin llegar a probarlo.

—¿Qué? —dijo—. ¿Va a vivir aquí sola, apartada de él? ¿Tan pronto se han peleado?

Georgie tuvo que desengañarla al respecto, y le dio la versión auténtica.

—Y Olga vendrá la próxima semana. El lunes probablemente —añadió.

Todos se mostraron extremadamente felices con la noticia. La señora Weston porque estaba convencida de que nadie había sumado dos y dos como ella, y Georgie, en mayor medida, porque ya conocía el resultado sin haber tenido que hacer ninguna suma en absoluto. Por lo que tocaba al coronel Boucher, se conformaba con disfrutar de los primeros frutos de aquellas alegrías. Cuando se despidieron, habiéndolo discutido todo a fondo, la principal preocupación de cada uno de ellos era entre qué personas (y en qué número) podrían difundir la noticia siendo ellos los primeros en darla. La señora Weston podía decírselo a Elizabeth aquella misma noche, y el coronel Boucher a sus bulldogs, pero el primer tanto se lo apuntaría realmente Georgie, quien, viendo una luz en el salón de la señora Quantock cuando regresaba a casa, se dejó caer por allí un momento y se anotó un tanto por encima de todos contándoselo a Robert, que fue quien le abrió la puerta, antes de subir las escaleras, y a la señora Quantock cuando las subió. Era imposible conseguir más triunfos aquella noche.

* * *

Lucía siempre pasaba buena parte de la mañana sacando brillo a la espada y al escudo del Arte, con el fin de presentarse diariamente ante sus súbditos con la armadura de punta en blanco, manteniendo así una pequeña superioridad sobre todos ellos en lo que a cultura tocaba, y por eso no tenía por norma formar parte de las conversaciones de la plaza. Además, Georgie solía dejarse caer por su casa antes de comer y, mientras se sentaban al piano, la pregunta habitual («¿alguna novedad?») decantaba de sus palabras, como en una bonita jarrita, la flor y nata de la producción lechera matutina. Aquel día Lucía, ataviada con su Túnica Magistral, estaba dispuesta para la clase elemental, que se reunía en su casa los martes y los jueves, aunque ya no siempre conseguía un cónclave plenario. Últimamente se habían dado indicios de que el interés de sus alumnos estaba menguando, pues el coronel Boucher no había aparecido en las últimas dos convocatorias, y la señora Weston no había acudido a la última, pero aquello formaba parte del plan de Lucía: permitir que el
gurismo
tuviera una muerte lenta y natural sin que ella tuviera que precipitarla de ningún modo. Así que pretendía estar dispuesta a impartir sus clases en los horarios convenidos durante tanto tiempo como fuera necesario mientras hubiera alguien que acudiera.

Además, la Túnica Magistral le sentaba maravillosamente bien, y a menudo se la ponía aunque no tuviera que dar ninguna clase en absoluto.

Pero aquel día, aunque no se habría sorprendido si no hubiera acudido ningún alumno, estaba aún disponiendo con su cocinera todo lo relativo a la ordenanza del día cuando una sucesión de repiqueteos procedentes de la cola de la sirena anunciaron que se estaba reuniendo la clase al completo. La criada, en efecto, le había ido anunciando sin pausa —excepto para ir a la puerta y volver— que el coronel Boucher, la señora Weston, la señora Antrobus y la señorita Piggy se encontraban todos reunidos en el saloncito de fumar, aun cuando todavía faltaban unos minutos para que dieran las once. En el momento en que cruzaba el vestíbulo para dirigirse al cónclave, vio a Georgie llegar corriendo por el jardincito de Shakespeare, su figura distorsionada a través de los cristales biselados de las ventanas. Ella misma abrió la puerta.


Georgino mio!
—dijo—. ¿A que no estás enfadado con Lucía por haberte dicho que estaba muy atareada ayer por la noche? Ahora mismo iba a dar mi clase de yoga. Han venido todos bastante pronto, aunque no he visto a nadie todavía. ¿Alguna novedad?

Georgie dejó escapar un suspiro: a esa hora Riseholme entero lo sabría ya, y él se iba a anotar otro tanto importante contándoselo todo a Lucía.

—Dios mío, ¿es que no lo sabes todavía? —preguntó—. Iba a decírtelo ayer por la noche.

—¿Te refieres a quién ha comprado Old Place? —preguntó Lucía infaliblemente.

—Sí. ¡Adivínalo! —dijo Georgie con aire juguetón. Aquella era su última revelación, y quería alargar el juego.

Lucía decidió ejecutar un golpe maestro de los suyos; correría riesgos, pero sería majestuoso si lo descubría. Como un relámpago, sospechó por qué todos los alumnos de la clase de yoga habían llegado con tanta puntualidad, y estaba convencida de que cada uno de ellos deseaba tener el gusto de decirle, antes que nadie, quién era el nuevo inquilino de Old Place. El colmo de aquella mezquindad era la añadida acrimonia de Georgie, quien esperaba hacer lo mismo que todos los demás, cuando su obligación evidente era haberla informado a ella en el mismísimo momento en que lo hubiera sabido. Ella ya había tenido sus sospechas, porque no había olvidado el hecho de que, cierto día, Olga Bracely y Georgie habían estado jugando al
croquet
toda la tarde cuando deberían haber acudido a su fiesta en el jardín, y Lucía decidió arriesgarlo todo con el fin de arruinar a Georgie el placer de darle la noticia.

Dejó escapar una argentina carcajada, que comenzaba, como era preceptivo, en mi bemol, clave de sol.

—Georgino, ¿de verdad te creíste todas mis preguntas respecto a quién podía ser? —le dijo—. ¡Como si no lo hubiera sabido durante todo este tiempo! ¡Bah! ¡Olga Bracely, por supuesto!

La cara descompuesta de Georgie le mostró hasta qué punto le había arruinado por completo aquella satisfacción que él esperaba, y cuán acertada había estado en su predicción.

—¿Quién te lo ha dicho? —le preguntó Georgie.

Ella jugueteó con las borlas de su túnica.

—¡Un pajarito! —dijo—. Bueno, y ahora tengo que irme corriendo a clase, o me regañarán.

Una vez más, y antes de que se entregaran a sus elevadas filosofías, Lucía se dio el gusto de arruinar las ambiciones de su clase por, en ese orden, sorprenderla, informarla y asombrarla.

—Buenos días a todos —dijo—. Antes de empezar hoy, os daré una pequeña noticia ahora que se me permite divulgarla. La querida señorita Olga Bracely, a quien creo que todos vosotros conocisteis en mi jardín, va a venir a vivir a Old Place. ¿No os parece que será una magnífica incorporación para nuestras veladas musicales? Y ahora, por favor, comencemos con nuestros ejercicios.

Pero aquella espléndida bravuconada no era más que un deslumbrante reflejo sobre una superficie dura y muy pulida, y si Georgie hubiera sido capaz de penetrar en el corazón de Lucía, habría descubierto un perfecto paliativo a su reciente y severísima frustración. Él realmente no creía que Lucía hubiera sabido, durante todo ese tiempo, quién era la nueva inquilina de Old Place, porque sus preguntas parecían haberse planteado con la curiosidad más punzante; aunque, después de todo, Lucía (cuando no olvidaba su papel) era una magnífica actriz, y quizá todo el tiempo que él pensaba que la había estado castigando, ella en realidad había estado burlándose de él. Y, en cualquier caso, de todos modos no había tenido la satisfacción de poder contárselo: lo hubiera adivinado o lo hubiera sabido, le había chafado la sorpresa, y ante eso no había nada que hacer. Así que regresó directamente a su casa y dibujó una caricatura de Lucía.

Pero si Georgie se encontraba abatido y con el entrecejo mustio, Lucía estaba agitada por nada menos que un violentísimo tornado de furibundas premoniciones. Aunque Olga sería sin duda una maravillosa incorporación en lo que se refería al talento musical de Riseholme, ¿podría meterla en vereda y, por poner un caso, aceptaría «traer su música» y cantar después de cenar cuando Lucía se lo pidiera? Y respecto a la música en sí, tal vez fuera una incorporación
demasiado
espectacular, y quizá las comparaciones con ella provocaran que el resto de los talentosos aficionados se hundieran en la insignificancia. En aquel momento Lucía era la suprema sacerdotisa en el altar del Arte, y no podía ni imaginar que cualquiera osara siquiera ocupar su lugar en los oficios del ritual. Además, a una cantante de ópera tan eminente se le debían conceder ciertos conocimientos dramáticos, y, en efecto, Georgie le había hablado a Lucía de aquel soberbio momento en el que Brunilda se despertaba y saludaba al sol. ¿Acaso debía Lucía abandonar también la dirección del arte dramático igual que la de la música…?

Una a una las amenazas fueron alzándose en medio de la penumbra general y las señales de alarma comenzaron a sonar; entonces, de repente, todo estalló al unísono. ¿Qué pasaría si Olga asumía el poder, no sólo en esta cuestión concreta o en aquella otra, sino que intentaba erigirse como líder suprema en los asuntos culturales de Riseholme? Había estado muy bien mostrarse como una deslumbrante ave de paso sólo por un par de días, y dejar caer, por decirlo así, «una pluma mudada, una pluma de águila»
[36]
, en la fiesta de Lucía, provocando de este modo que palidecieran todas las fiestas anteriores, y convirtiéndolo de paso en el evento más
hitum
que jamás se hubiera celebrado en la comarca; pero pensar en que fuera a quedarse a vivir allí permanentemente era una cuestión completamente distinta. Resultaría conveniente que, en ese caso, pudiera mantener sus plumas a raya en su propio nido. Pensó en el banquete de Balsassar, y la escritura profética en la pared, y se dijo que ella era lo suficientemente Daniel como para interpretarla por sí misma: «Vuestro reino está dividido», decía, «y ha sido entregado a los Bracely, o a los Shuttleworth»
[37]
.

Recobró su presencia de ánimo. Si Olga pretendía mostrarse como
ese
tipo de mujer, pronto sabría con quién tendría que habérselas. Naturalmente, Lucía le concedería primero la posibilidad de comportarse con la lealtad y obediencia debidas… incluso se rebajaría a colaborar con ella en tanto en cuanto quedara perfectamente claro que no aspiraba a la supremacía. Pero había sólo un legislador en Riseholme, una sola corte de apelación, un solo regidor de destinos.

Su propia firmeza de carácter la tranquilizó y le proporcionó fuerzas. Tras cambiar su Túnica Magistral por un vestido de paseo, subió por la calle que conducía a Old Place para ver qué parte del interior se podía observar desde fuera.

10

U
na mañana, aproximadamente a mediados de octubre, Lucía se encontraba sentada desayunando. Frunció el ceño ante una nota que acababa de recibir. Comenzaba sin ninguna formalidad y estaba escrita a lápiz.

Mira a ver si estás libre a las nueve y media el sábado, y haremos el tonto durante un par de horitas. Jugaremos un poco y bailaremos, ¿vale? Tráete a tu marido, claro, y no hace falta que contestes.

O. B.

—Una invitación —dijo gélidamente mientras se la entregaba a su marido—. En realidad, una notita bastante corta.

—No tenemos nada que hacer, ¿no? —preguntó su marido.

Pepino era poco perspicaz en algunas ocasiones.

—No, no me estaba refiriendo a eso —dijo Lucía—. Sino a que hay un poco más de informalidad de lo que una podría esperarse.

—Probablemente se trata de una fiesta informal —dijo él.

—Desde luego, parece de lo más informal. No estoy acostumbrada a que se me invite de este modo en absoluto.

Pepino comenzó a percatarse de la verdadera naturaleza de la situación.

—Comprendo lo que quieres decir,
cara
—dijo—, así que no iremos. Tal vez así coja la indirecta.

Lucía lo consideró durante unos instantes, y descubrió que realmente preferiría ir. Pero un cierto resentimiento que había estado acumulando lentamente en su alma desde algunos días antes comenzó a rezumarle peligrosamente antes de que decidiera que iba a pasar por alto la informalidad de Olga.

—Hace quince días que fui a verla a su casa —dijo—, y ni siquiera me ha devuelto la visita. Me atrevería a decir que ese es el comportamiento habitual en Londres en según qué círculos, pero no creo que Londres sea muy recomendable en ese aspecto.

—Se ha ido dos veces desde que vino —dijo Pepino—. No creo que haya estado en Riseholme más de un par de días seguidos todavía.

—Puede que esté equivocada… —dijo Lucía—. Sin duda lo estoy. Pero habría pensado que podía haber dispuesto de media hora alguno de esos días para devolverme la visita. En todo caso, supongo que no dispondría de ese tiempo.

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