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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (23 page)

BOOK: Reina Lucía
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Pepino, de repente, recordó una emocionante noticia que, inexplicablemente, había olvidado comunicarle a Lucía.

—Cielo santo, ¡qué memoria la mía! —dijo—. Me encontré con la señora Weston ayer por la tarde, y me dijo que la señorita Bracely la había visto en su silla de ruedas y entonces se la había arrebatado a Henry Luton y la había empujado dos vueltas alrededor del parque de la plaza, corriendo a toda velocidad.

—No me parece a mí eso muy trascendental —dijo Lucía, aunque estaba estremecida hasta la médula ante la revelación—. No me sorprende que se te olvidara,
caro
.


Carissima
, espera un minuto. Eso no es todo. Le dijo a la señora Weston que si no le había devuelto la visita, era porque no tenía tarjetas de visita.

—¡Imposible! —gritó Lucía—. ¡Podrían haberlas impreso en Ye Olde Booke Shop en un par de horas!

—Puede ser; de hecho, si tú lo dices, así será —dijo Pepino—. De todos modos, dijo que no tenía tarjetas de visita, y no veo yo por qué iba a mentir al respecto.

—No, tienes razón. No es el tipo de confesión que a una le gustaría hacer si no fuera verdad —dijo Lucía—. O incluso aunque lo fuera —añadió.

—En cualquier caso, eso explica por qué no ha estado aquí —dijo Pepino—. Naturalmente, querría hacerlo todo como Dios manda,
carissima
. Habría resultado embarazoso que estuvieras fuera y no pudiera dejar siquiera una tarjeta.

—¿Y qué me dices del señor Shuttleworth? —preguntó Lucía con voz ausente, como si no tuviera un verdadero interés en su propia pregunta.

—Aún no se le ha visto pisar Riseholme en absoluto, por lo que yo sé.

—¡Entonces no tendremos anfitrión si nos dejamos caer por allí mañana por la noche!

—Vayamos y veamos qué pasa,
cara
—dijo él alegremente.

Aparte de aquella cuestión de la visita no devuelta, Lucía aún no había tenido ninguna razón para sospechar de los designios revolucionarios de Olga respecto a su trono. Había hecho cosas raras… empujar la silla de ruedas de la señora Weston alrededor del parque de la plaza era una de ellas, fumarse un cigarrillo al salir de la iglesia el domingo era otra… pero aquello era lo que se les suponía a los bohemios y a las personas como ella, que habían recibido tan poca educación, si es que uno puede llamar educación a aquello que se recibe en un orfanato en Brixton, claro está. A Georgie se le había escapado aquel dato terrible en su firme determinación de presentarse como la persona que sabía dos veces más sobre Olga que cualquier otra persona en el mundo, y Lucía se lo había guardado para sí. A lo largo de los últimos quince días, Lucía había calificado a Olga como alguien «bastante vulgar», conservando, bien es verdad, un cierto respeto por su carrera profesional, dado que dicha carrera iba a ser pisoteada por sus propios pies como si se tratara de una vil alfombrilla. Pero, después de todo, aunque Olga fuera un pelín bohemia en su modo de vida, tal y como quedó demostrado por su ausencia de tarjetas de visita, Lucía estaba perfectamente dispuesta a hacer la vista gorda al respecto, confiando en la educativa influencia de Riseholme, y a acudir a la fiesta informal al día siguiente, si se sentía animada, pues no se le había solicitado una respuesta concreta.

Había una considerable iluminación en las ventanas de Old Place cuando ella y Pepino salieron de casa después de cenar, a la noche siguiente, para ir a aquella fiesta «tontuna», pasando por alto benévolamente la informalidad y la ausencia de devolución de visitas e invitaciones. Había sido un melancólico día de lluvia y, como era natural, Lucía llevaba consigo unos zapatos de interior muy elegantes en una bolsa de papel, y Pepino llevaba puestas sus katiuskas rusas. Eran unas inmensas botas para la nieve, en las que sus zapatos de fiesta cabían perfectamente, pero Lucía prefería no desfigurar sus pies hasta esos extremos, e iba calzada con unas sencillas botas de caminar que podría cambiar por su elegante calzado de raso en el guardarropa. El cambio de calzado al terminar la velada era un episodio bastante común entre las damas, y se denominaba «la recepción del zapatero remendón». Los dos salieron bastante tarde, porque se daba por supuesto que Lucía sería la última en llegar. Estaban ya a la puerta de Old Place, y Pepino andaba buscando a tientas la campanilla, cuando Lucía dio un leve grito de angustia y se puso las manos en los oídos, justo como si le hubiera entrado una otitis doble de una virulenta intensidad.

—¡Un gramófono! —dijo débilmente.

No cabía ninguna duda al respecto. Desde la ventana más cercana se filtraban los insoportables chirridos de un potente aparato, y el disco era de aquellos con un vulgar vals «pegadizo» grabado por una banda de metales. Todo Riseholme sabía cuál era la opinión que Lucía tenía sobre los gramófonos: para la adoratriz de Beethoven, eran como andar soltando blasfemias en un lugar público. Sólo uno de aquellos aparatos infernales, por lo que se sabía, había llegado a Riseholme, y fue introducido en el pueblo por el descarriado Robert Quantock. En una ocasión lo había puesto a funcionar en su presencia, pero el gesto de sufrimiento que desfiguró el rostro de Lucía fue de tal envergadura que el señor Quantock lo apagó inmediatamente.

Entonces abrieron la puerta, y el abominable ruido pudo escucharse aún a mayor volumen.

Indecisa, Lucía se detuvo un instante. ¿No sería fantástico y magnífico volverse a su casa sin entrar, confiándole a Pepino la tarea de comunicarle a todo el mundo la causa que había provocado que ella se diera la vuelta ante la puerta? Aquello diría mucho en su favor, pues permanecería a la altura de sus elevados e inmutables códigos. Pero, por otra parte, Lucía deseaba específicamente ver qué códigos de entretenimiento estaba poniendo en marcha Olga. La «velada tontuna» era por descontado un tipo de fiesta completamente distinto, pues desde que Lucía dirigía y controlaba las actividades sociales del pueblo, en Riseholme no se habían celebrado «veladas tontunas» de ningún tipo, y podría ser muy interesante asegurar el fracaso de ésta (en caso de que no le gustara) mediante la técnica de mostrar un rostro aburrido y gélido. Pero si entraban, el gramófono debía apagarse. Ella se sentaría y haría pucheros, y Pepino debería explicar a Olga sus sentimientos respecto a los gramófonos. Eso sería una justa demostración de su autoridad. O tendría que decirle a Olga…

Lucía se puso los zapatos de raso, abandonando sus botas en el vestíbulo hasta que llegara el momento de la «recepción del zapatero remendón», y, componiendo el gesto en un mohín apropiado, fue conducida, por un lacayo que iba de puntillas, hasta la puerta de la gran sala de música de la que Georgie ya le había hablado.

—Le ruego tenga la amabilidad de entrar sin hacer ruido, señora —dijo el criado.

La estancia estaba atestada de gente; de hecho, todo Riseholme estaba allí, y como ni por asomo había suficientes sillas (Lucía se percató de
eso
inmediatamente), un buen número de personas estaba sentado directamente en el suelo, sobre vulgares cojines. En el extremo más alejado de la sala había un estrado ligeramente elevado, en cuya esquina se había colocado el piano de cola, en lo alto del cual, con su rebuznante bocina apuntando directamente hacia Lucía, había un gigantesco gramófono. En el estrado estaba Olga, bailando. Iba ataviada con una cosa blanca, una especie de tela ligera con lentejuelas plateadas que dejaba ver sus bonitos brazos desnudos hasta el hombro. Tenía un sencillo escote cuadrado y colgaba en pliegues rectos hasta justo por encima de sus tobillos. Llevaba en las manos una especie de pañuelo grande y reluciente de color rojo brillante, que flotaba y ondeaba con sus movimientos, como si estuviera inspirado por una especie de vida que él mismo extrajera de la esbelta y soberbia vitalidad de su dueña. De la nube de fluctuante carmesí, con las lentas ondulaciones plateadas moviéndose rítmicamente en torno a su cuerpo, surgía aquel hermoso rostro, sonriendo gravemente y rebosante de vida…

Lucía apenas había entrado cuando, con un rebuzno triunfal, el gramófono llegó al final del disco. Entonces Olga ejecutó una amplísima reverencia de cortesía, dejó caer el pañuelo y bajó del estrado. Georgie estaba sentado en el suelo, cerca de la tarima, y se puso en pie de un salto, liderando el aplauso. Al menos de momento, aunque varias cabezas se habían girado cuando entró Lucía, nadie le había prestado la menor atención; de hecho, aparentemente, la primera persona en darse cuenta de su presencia fue su anfitriona, que le lanzó un beso con la mano, y luego continuó hablando con Georgie. Después Olga se abrió paso a través del suelo sembrado de gente, y llegó hasta ella.

—¡Qué inteligente por tu parte perderte esta triste actuación! —dijo Olga—. Pero el señor Georgie insistió en que debía ponerme en ridículo.

—En realidad, lamento no haber estado presente para verlo —dijo Lucía con sus modales más señoriales—. Me pareció que estaba bastante lejos de ser una triste actuación, muy lejos, en realidad.
Caro mio
, ¿te acuerdas de la señorita Bracely?


Si, si; molto bene
—dijo Pepino, estrechándole la mano.

—¡Ah, y habla usted italiano! —dijo Olga—.
Che bella lingua!
Me gustaría saber hablarla igual que ustedes.

—Pues tiene usted una pronunciación muy buena —dijo Lucía.


Grazie tante!
Ya conoces a todo el mundo, claro. ¿Y ahora qué vamos a hacer…? ¿Jugamos al quién es quién, o a las charadas, o qué?
[38]
Ah, tengo cigarrillos. ¿Quieres fumar?

Lucía dejó escapar un leve gritito de consternación.

—¡Un cigarro… yo! ¡Eso sería una cosa inaudita! —dijo. Luego, tranquilizándose, cuando recordó que debía excusar a Olga por su ignorancia, añadió—. Verá usted, yo nunca fumo. ¡Jamás!

—Oh, pues deberías aprender —dijo Olga—. Ahora, juguemos a las charadas. ¿Saben todos cómo se juega a las charadas? Si no lo saben, ya lo averiguarán. ¿O mejor bailamos? Ahí está el gramófono para bailar.

Lucía, en broma, levantó las manos en señal de súplica.

—Oh, por favor, ¡el gramófono no! —dijo.

—¡Oh!, ¿no te gusta? —dijo Olga—. Es tan horrible que me encanta, igual que me encantan esas criaturas tan espantosas que exhiben en los acuarios. Pero creo que no bailaremos hasta después de cenar. Cenaremos prontísimo, en parte porque me estoy muriendo de hambre y en parte porque después de cenar la gente hace más tonterías. Pero primero, sólo una ronda de «quién es quién». Veamos: hay gente suficiente para formar cuatro grupos, ¿verdad? ¡Por favor, hagan cuatro grupos, todo el mundo!, y… y, señora Lucas, ¿me harás el favor de ir tú y dos más con el señor Georgie? Lo haremos lo más rápido posible, pero no podemos pensar en nada que sonroje al señor Georgie. ¡Oh, aquí está! ¡Me ha oído!

La intensidad con que Olga disfrutaba de su propia fiesta rápidamente comenzó a contagiar a todo el mundo de una alegría mucho más entusiasta de lo que era habitual en Riseholme, donde era regla inquebrantable que la anfitriona estuviera de algún modo angustiada y preocupada, temiendo que sus invitados no se estuvieran divirtiendo, o que los sándwiches se acabaran súbitamente. Cuando se terminaron las charadas (la señora Quantock había sido la primera en adivinar «el meñique del pie derecho de Beethoven», lo cual consiguió que Lucía hiciera un mohín), todos se sentaron y se sirvió la cena. No había suficientes lacayos y criadas para servir, así que la gente se despachó por sí misma, mientras Olga desfilaba arriba y abajo por la sala con una botella de champán en una mano y una fuente de ensalada de langosta en la otra. Al principio se sentó un par de minutos en una mesa, y luego en otra, y planteaba acertijos tontos, y ordenó que todos fueran a la cocina a por jamón, y apagó todas las luces eléctricas por error cuando quiso encender algunas más. Luego, cuando la cena tocó a su fin, todos llevaron algunas sillas más al salón de música y jugaron al juego de las sillas, y al final del juego la señora Quantock se quedó sola, y todo el mundo creyó escuchar que la señora Lucas decía «maldita sea» cuando la señora Quantock ganó. Georgie estaba a cargo del gramófono, así que era él quien ponía la música, olvidando completamente que aquello era un suplicio para Lucía. Ni siquiera se percató de ello cuando la reina le hizo una seña a Pepino, y se fueron, con lo que la «recepción del zapatero remendón» la celebraron exclusivamente para ella. Nadie se dio cuenta de cuándo terminaba el sábado y comenzaba el domingo, porque Georgie y el coronel Boucher estaban peleando como gallos en el suelo. «¡Qué enojoso!», gritó Georgie cuando fue derribado, y el coronel Boucher, con el rostro congestionado, no hacía más que gritar: «¡Vaya… bueno… en fin…! Nunca pensé que pudiera volver a revolcarme así con nadie. ¡Por Júpiter, qué divertido!». Georgie fue el último en marcharse, y hasta que no estuvo a medio camino de su casa no se dio cuenta de que llevaba un adorno de papel plisado de un jamón engalanando la pechera de su camisa. Imaginó que había sido Olga quien se lo había puesto allí cuando el propio Georgie había tenido que ir caminando a ciegas por la sala mientras intentaba seguir una línea recta.

Riseholme se levantó bastante tarde a la mañana siguiente y todo el mundo tuvo que apresurarse a dar buena cuenta del desayuno para poder llegar puntual a la iglesia. Había un ligero sentimiento de rebeldía generalizada, una sensación de que la noche pasada todos habían vuelto a ser jóvenes y divertidos, y de que se habían despertado de repente con el repique de las campanas y de nuevo cuarentones. El coronel Boucher, mientras cantaba el bajo de
A few more years shall roll
[39]
, se sorprendió con su mente divagando instintivamente en la pelea de gallos de la noche anterior, y recordó con gesto deprimido que ya se le habían quedado en el tintero un número considerable de años. La señora Weston, con su silla de ruedas aparcada en el pasillo central, con Tommy Luton sosteniéndole el libro de cánticos y el misal cuando los necesitaba, miró de reojo a la señora Quantock, y pensó cuán extraño resultaba que Daisy hubiera estado corriendo alrededor de una silla solitaria hacía sólo unas horas mientras el dedo de Georgie se disponía a detener el gramófono en el momento menos pensado; mientras tanto, Georgie, que cantaba la voz tenor junto a la oronda figura del coronel, observaba con vivo desagrado que había una mancha de limpiador de plata en su dedo índice. Después del desayuno había estado limpiando el marco que encuadraba la fotografía de Olga Bracely, y se había quedado embelesado escuchando cómo comenzaban a repicar las campanas de la iglesia. Otra razón para estar deprimido era el hecho de que iba a almorzar con Lucía, y no quería ni imaginarse cuál iba a ser la actitud de Lucía respecto a la fiesta de la noche anterior. La señora Lucas había acudido a la iglesia bastante tarde, con Pepino, e incluso se había perdido la Confesión General
[40]
. Ahora cantaba con un fervor glacial. Llevaba su habitual cara de misa, de la cual no podía extraerse ninguna conclusión en absoluto. Un buen número de miradas de soslayo, por parte de todo el mundo, a derecha y a izquierda, no pudieron descubrir la presencia de la anfitriona de la noche anterior. Georgie en particular lo lamentó: le habría gustado verla mostrar su capacidad para estar seria pero respetable: su presencia en la iglesia aquella mañana habría confirmado esa capacidad; mientras tanto, Lucía se alegraba de esa circunstancia, pues confirmaba su opinión de que la señorita Bracely no era, ni podría ser jamás, una verdadera riseholmense. Lo había pensado detenidamente la noche anterior, y así se lo había dicho a Pepino. Y además tenía la intención de decirle lo mismo a Georgie aquel día.

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