Justo enfrente estaba el jardín de la plaza del pueblo, y como no había nadie cerca, Georgie se puso sus gafas de montura metálica, que siempre podía quitarse rápidamente en caso de que alguien se aproximara. Ese era el bulto en su bolsillo que Pepino había advertido, pero el hecho de que utilizara gafas era un secreto que habría que guardar absolutamente durante varios años más todavía. Como no había nadie cerca de él, se las ajustó cautelosamente sobre su pequeña y recta nariz. Era evidente que había llegado ya el tren matutino de Londres, porque había un horrible ajetreo de taxis en torno a la puerta del Ambermere Arms, y, cosa que le llamó poderosísimamente la atención, el vehículo de lady Ambermere —no había ninguna duda de que era el suyo— estaba entre ellos. Aquello seguramente quería decir que la mismísima lady Ambermere se encontraba en el hotel, pues cuando la pobrecita y escuálida señorita Lyall, su acompañante, acudía a Riseholme para comprar, o para tramitar algún asunto que requería la señorial vida de The Hall, siempre venía a pie, o, ante posibles inclemencias del tiempo, en una pequeña calesilla de dos ruedas, como si fuera un polibán. Y en esas estaba, abrumado por las suposiciones, cuando ¿a quién vio aparecer con sus andares tiesos, con su nariz husmeando el aire, como si sospechara y no quisiera verificar la existencia de algún leve y desagradable olor, sino a lady Ambermere en persona, viniendo de The Hurst..? Evidentemente, debía de haber llegado a The Hurst después de que Pepino saliera de la casa, o de lo contrario el señor Lucas habría mencionado el hecho de que lady Ambermere había estado en The Hurst, siempre y cuando, claro está,
hubiera estado
en The Hurst. Es verdad que la señora sólo venía de donde se encontraba The Hurst, pero Georgie era un practicante de la metodología de Darwin, aunque no fuera en realidad consciente de ello, según la cual para sacar algún provecho de las observaciones que uno hace, uno debe poseer una teoría. Y la teoría de Georgie era que lady Ambermere había estado en The Hurst apenas un par de minutos. Ocultó apresuradamente sus gafas en el bolsillo. Con la precisión de un intelecto entrenado en estos avatares, también formuló la teoría de que algún asunto particular había traído a lady Ambermere a Riseholme y que, aprovechando su presencia en el pueblo, probablemente habría decidido contestar en persona a la invitación de Lucía para su fiesta en el jardín, la cual habría recibido con el primer correo de la mañana. Estaba bastante predispuesto a comprobar esta teoría cuando lady Ambermere se acercó a una distancia adecuada para que él pudiera observarla convenientemente y quitarse el sombrero. Ella siempre lo trataba como a un niño, y eso le encantaba.
Se cumplimentaron las habituales salutaciones.
—No sé dónde está
mi gente
—dijo lady Ambermere majestuosamente—. ¿Has visto mi coche, Georgie?
—Sí, mi querida señora; está en… bueno… en el Arms,
en su propiedad
, de hecho…
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—dijo Georgie—. ¡Menudo coche!
Si lady Ambermere se sentía cómoda con alguien, ese alguien era Georgie.
Él era de bastante buena familia, porque su madre había sido una Bartlett, y era prima segunda del difunto marido de lady Ambermere. Algunas veces, cuando la dama se dirigía a Georgie, decía «nosotros», haciendo referencia de ese modo a la conexión de Georgie con la aristocracia; esto complacía a Georgie casi tanto como el trato que le dispensaba, como si todavía fuera sólo un muchacho. Y la dama le respondió exactamente como si todavía fuera un muchacho.
—Bueno, ese coche, pequeño granujilla, debería estar en mi
propiedad
, en vez de estar en la de los demás —dijo, con el rápido ingenio por el cual era famosa en Riseholme—. Figúrate si fuera capaz de ver mi coche a esta distancia. ¡Ah, quien tuviera tus ojos de joven!
En realidad, Georgie sólo tenía
gafas
de joven, pero no le importó el error de la dama. De hecho, no la habría corregido por nada del mundo.
—¿Quiere que cruce corriendo en un momento y se lo traiga? —preguntó Georgie.
—Naturalmente. Silba con los dedos en la boca, como si fueras un vulgar muchacho de la calle —dijo lady Ambermere—. Estoy segura de que sabes cómo hacerlo.
Georgie no tenía ni la más ligera idea de a qué se refería la dama, pero, con el valor de la juventud, imaginó (con la prudencia de la mediana edad) que realmente no se le exigiría ejecutar una proeza tan inimaginable, así que se llevó los dos dedos a la boca.
—Bueno, ¡allá va…! —dijo intentando aparentar audacia. (Sabía perfectamente que la dignidad de lady Ambermere no permitiría que emitiera un silbido grosero y vulgar para llamar al coche, algo de lo que él era perfectamente incapaz.) La dama hizo ademán de taparse los oídos con las manos.
—¡Ni se te ocurra hacer nada semejante! —dijo—. No tardaremos ni un minuto en cruzar andando hasta el Arms, pero dime una cosa antes. Acabo de ir a decirle a nuestra buena señora Lucas que muy probablemente me pasaré por su fiesta el viernes, si es que no tengo otra cosa que hacer. Pero ¿quién es esa maravillosa criatura que está esperando que acuda? Me ha parecido entender que es algo así como un prestidigitador hindú… Si es así, me gustaría verlo, porque cuando lord Ambermere estuvo en Madrás recuerdo que vino uno a la residencia. Venía cargado de cobras y de ese tipo de sabandijas. Le dije a la señora Lucas que no me agradaban las serpientes, y me dijo que no habría ninguna en su fiesta. En realidad, era todo bastante misterioso, y de momento no sabía si el hombre podría acudir o no. Lo único que dije fue: «¡Sin serpientes! ¡Insisto en que no haya serpientes!».
Georgie la tranquilizó ante la posibilidad de que pudiera haber serpientes e hizo un breve resumen de las costumbres conocidas del gurú, haciendo especial hincapié en lo elevado de su casta.
—Sí, algunos de esos brahmines proceden de familias bastante decentes —admitió lady Ambermere—. Yo siempre estuve en contra de considerar a toda esa gente de piel oscura un mismo grupo y llamarlos negros. Cuando estábamos en Madrás, yo era famosa por lo bien que discriminaba.
Iban los dos cruzando el jardín central de la plaza mientras lady Ambermere daba rienda suelta a aquellos generosos sentimientos, y Georgie, incluso sin necesidad de sus gafas, pudo ver a Pepino, que había espiado a lady Ambermere desde la puerta de la floristería, bajando apresuradamente la calle con la intención de saludarla brevemente, antes de que «su gente» se la llevara en coche de regreso a The Hall.
—He bajado a Riseholme hoy para reservar habitaciones en el Arms para Olga Bracely —apuntó la señora.
—¿La
prima donna
? —preguntó Georgie. Notó que la emoción le dejaba casi sin aliento.
—Sí, va a quedarse en el Arms dos noches, con el señor Shuttleworth.
—Pero eso…
—No, no pasa nada; es su marido; se casaron la semana pasada —dijo lady Ambermere—. Yo diría que Shuttleworth es un nombre suficientemente respetable, dado que los Shuttleworth son también primos del difunto lord, pero ella prefiere hacerse llamar señorita Bracely, a secas. No voy a negarle el derecho a llamarse como más le plazca: en absoluto, aunque no me ha sido posible averiguar quiénes eran los Bracely en realidad. Pero cuando Charlie Shuttleworth me escribió, diciéndome que él y su mujer tenían la intención de quedarse aquí un par de días, y proponiéndome venir a visitarme a The Hall, pensé que debía echar un vistazo al Arms personalmente, y ver si se les iba a dar un alojamiento adecuado. Vendrán a cenar conmigo mañana. Tengo algunos invitados en casa, y sin duda la señorita Bracely nos ofrecerá después un recital. Mi Broadwood siempre ha sido considerado un instrumento extraordinariamente refinado. Era muy propio de Charlie Shuttleworth comentar que acabaría viviendo en los alrededores, y yo me atrevería a decir que ella es una clase de mujer extraordinariamente decente.
Para entonces ya habían llegado adonde estaba aparcado el coche —el elegante y noble vehículo, como el señor Pepys
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lo habría descrito—, y allí estaba la pobre señorita Lyall, cargada de paquetes y luciendo una débil sonrisa de sirvienta. Aquella desgraciada solterona, de edad tan obvia como para poder calificarla de incierta, era la acompañante habitual de lady Ambermere, y compartía con ella las excelencias de The Hall, que había quedado en manos de lady Ambermere de por vida. Se le proporcionaba comida y alojamiento, así como el uso de la calesilla que era como un polibán cuando lady Ambermere le encargaba hacer recados en Riseholme, así que… ¿qué más podría desear una mujer? A cambio de tanta generosidad, su única obligación era dedicarse en cuerpo y alma a su patrona, leer el periódico cada día en voz alta, colocar los patrones de lady Ambermere para los bordados, llevar en brazos al pequeño perrito chino de la señora y lavarlo una vez a la semana, acompañar a lady Ambermere a la iglesia, y jamás encender la chimenea en su habitación. Tenía una carita melancólica y triste; su cabeza permanecía inclinada hacia atrás, aplastada sobre el cuello, y su boca se mantenía permanentemente un poco abierta, mostrando unos grandes dientes incisivos. Viéndola de lejos, se parecía bastante a una liebre asada que se hubiera llevado a la mesa con cabeza y todo. Georgie siempre tenía un chascarrillo dispuesto para la señorita Lyall, de ese tipo que la obligaba a decir, entre rubores: «Oh, ¡señor Pillson!». Ella pensaba que Georgie era extraordinariamente simpático.
En esta ocasión, Georgie también tenía listo su chascarrillo.
—¡Vaya, pero si aquí tenemos a la señorita Lyall! —dijo—. ¿Y qué ha estado haciendo la señorita Lyall mientras su señoría y yo hemos estado conversando? Aunque quizás sea mejor no preguntar…
—Oh, ¡señor Pillson! —dijo la señorita Lyall tan puntualmente como un reloj de cuco dando la hora.
Lady Ambermere dejo caer la mitad de su peso sobre el estribo del coche, haciendo que el vehículo crujiera y se balanceara peligrosamente.
—Hazme caso por una vez, Georgie. Pásate a ver a los Shuttleworth —dijo—. Di que te lo pedí yo. ¡Y ahora vámonos a casa!
La señorita Lyall se escurrió cautelosamente en el asiento delantero del coche, como un ratón escondiéndose en su madriguera, después de que lady Ambermere se hubiera acomodado en su interior, y el lacayo se puso al volante. En ese momento, Pepino, con su bolsa de bulbos, apretó el paso, ya casi sin resuello, y pasando entre dos taxis, y se colocó al lado del vehículo. Pero llegó demasiado tarde, y el coche partió. Era muy improbable que lady Ambermere hubiera reparado en él.
Georgie se sintió exactamente como un perro al que hubieran obsequiado con un hueso y que sólo quiere apartarse de todos los demás perros para poder mordisquearlo tranquilamente. Se puede afirmar con seguridad que nunca le habían pasado tantas cosas apasionantes juntas en tan sólo veinticuatro horas. Había encargado un
toupet
, un gurú lo había mirado con buenos ojos, todo Riseholme sabía que había mantenido una conversación bastante larga con lady Ambermere y nadie en Riseholme, excepto él mismo, sabía que Olga Bracely iba a pasar dos noches en la posada. Recordaba muy bien su maravillosa actuación el año anterior en Covent Garden interpretando el papel de Brunilda
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. Había ido a la ciudad para una visita drástica pero rejuvenecedora al dentista, y el «insufrible aburrimiento» entre una cosa y otra había caído completamente en el olvido cuando Georgie vio cómo Brunilda abría los ojos tras un beso de Sigfrido en la cumbre de la montaña. «
Das ist keine Mann
»
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, había exclamado Sigfrido, y, bien pensado, eso fue de lo más astuto por su parte, pues Olga Bracely tenía cierto parecido con un muchacho esbelto, imberbe, y era absolutamente distinta de aquellas enormes gordas alemanas del Festival de Bayreuth, a quien nadie podría confundir con un hombre ni aunque quisiera, pues sus carnes tendían a ensancharse y esparcirse incluso antes de que las corazas fueran cortadas por la espada del héroe. Y luego ella se levantaba y saludaba al sol, y Georgie sintió por un momento que había elegido el camino erróneo en la vida cuando tomó la decisión de pasarla de aquel modo infantil y afeminado con sus bordados y sus limpiezas de porcelana en Riseholme. ¡Él debería haber sido Sigfrido…! Había comprado una fotografía de la
prima donna
Bracely, con su armadura y su yelmo, y a menudo la miraba cuando no estaba demasiado ocupado con otras cosas. Incluso había defendido a su diosa frente a Lucía, cuando ésta dijo que Wagner era un perfecto ignorante de los efectos dramáticos. En realidad, ella nunca había visto ninguna ópera de Wagner, pero había oído la obertura de
Tristán
ejecutada en el Queen’s Hall, y si eso era Wagner, en fin…
Aunque el coche de lady Ambermere aún no había desaparecido por completo calle arriba, todo Riseholme ya se estaba acercando y rodeando amablemente a Georgie con el fin de descubrir mediante discretas preguntas (como en el juego del quién es quién)
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de qué habían estado hablando él y lady Ambermere. Allí estaba el coronel Boucher, con sus dos bulldogs jadeantes, acercándose por un lado, y la señora Weston en su silla de ruedas, empujada lentamente hacia él, por el otro flanco, y las dos señoritas Antrobus, que jugueteaban alegremente en los cepos por el tercer lado, y Pepino ya muy cerca por el cuarto ángulo. Todo el mundo sabía, además, que él no almorzaba hasta la una y media, y realmente no había ninguna razón por la que no se pudiera parar y charlar con los demás, como era su costumbre. Pero con el ojo de un verdadero mariscal, comprendió que sólo podría quebrar el amenazante cordón que lo rodeaba si se encaminaba en dirección al coronel Boucher, porque el coronel Boucher siempre exclamaba: «Vaya, bueno, en fin…», antes de acometer algún tipo de discurso coherente, y de este modo Georgie se le podría adelantar con un «buenos días, coronel» a modo de despedida antes de que nadie pudiera obligarle a ir al grano. A Georgie no le gustaba pasar cerca de aquellos bulldogs babosos, pero algo tenía que hacer… Así que un momento después ya se encontraba libre, y comprobó que los otros espías estaban reuniéndose unos con otros. Siguiendo a rajatabla su plan inicial, caminó a buen paso calle abajo hacia la casa de Lucía, con el fin de atisbar, aunque fuera a escondidas, algunas notas familiares del trío de Mozart. Y allí estaba Lucía, con el pedal unicordio presionado, tal y como esperaba, así que, habiéndose quitado ese peso de encima, continuó su camino durante unos cuantos centenares de yardas más, con la intención de dar un corto rodeo por el campo, cruzar el puente sobre el saltarín arroyo que desembocaba en el Avon y regresar a su casa utilizando la cancela que había al fondo de su jardín. Ya tendría tiempo para detenerse a pensar más tarde… en el gurú, en Olga Bracely… ¿Y si invitaba a Olga Bracely y a su esposo a cenar y persuadía a la señora Quantock de que dejara ir al gurú? Eso significaría que habría tres hombres y una mujer, y con Hermy y Ursy la nómina estaría completa. Seis personas para cenar era todo lo más que Foljambe podía permitirse.