—¡Pobrecita! —remarcó Lucía—. Es terrible no tener ningún sentido del humor, y he de decir que espero que el coronel Boucher sepa perfectamente que carece de él antes de pronunciar las palabras fatales ante el altar. Por otra parte, él tampoco tiene ningún sentido del humor, y a menudo me he dado cuenta de que dos personas que carecen de sentido del humor tienden a considerarse mutuamente de lo más ingeniosos y divertidos. El sentido del humor, supongo, no es un don muy común; la señorita Bracely no lo tiene en absoluto, pues yo no llamaría humor a esas francachelas que organiza. Y respecto a la pobre Daisy, ¿qué puede rivalizar con su solemnidad a la hora de sentarse noche tras noche alrededor de una mesa con alguien que puede o no ser una princesa rusa… (Rusia, desde luego, es un sitio muy extenso, y una no sabe cuántas princesas puede haber allí), y entusiasmarse delante de un bote de pintura fosforescente, o una nariz de pega, y llamarlo Amadeo, y sostener que es amigo de Dante?
Aquello ya fue demasiado para Georgie.
—Pues tú bien que le has pedido a la señora Quantock y a la princesa que vayan a cenar a tu casa —dijo—. Y esperabas que hubiera una sesión de espiritismo después. No lo habrías hecho si pensaras que detrás de todo eso no hay más que una nariz falsa y un bote de pintura fosforescente.
—Puede que haya sido demasiado impulsiva, lo reconozco —dijo Lucía, hablando muy deprisa—. Me atrevería a decir que soy muy impulsiva, y si mis impulsos se expresan extendiendo a los demás la pobre hospitalidad que yo puedo ofrecer a mis amigos de siempre, no me avergüenzo de ello. Bien al contrario. Pero cuando observo los espantosos efectos de eso que llaman espiritismo en la gente que hasta ahora había considerado sensata y equilibrada (y no incluyo a la pobrecita Daisy entre ellos), entonces sólo doy gracias a Dios de que mis impulsos no me conduzcan a consentir semejantes paparruchas. Mira con qué tino desenmascararon tus hermanas al gurú de la pobre Daisy.
Habían llegado frente a la casa de Georgie y, de repente, la ventana de su salón se abrió. La cabeza de Olga se asomó al exterior.
—¡Georgie, espero que no te dé un ataque al verme aquí! —exclamó—. Buenos días, señora Lucas: estás detrás de la morera, así que no te veo bien. Es que ha pasado algo en los fogones de mi cocina, y no puedo comer en casa. He venido a ver si me puedes dar algo, querido Georgie. He traído mi bola de cristal, y podemos curiosear en ella si quieres. De momento, no he visto nada, excepto mi propia nariz y la ventana. ¿Eres psíquica, señora Lucas?
Aquello fue el colmo: todas las quejas de Lucía se congregaron entonces como una bandada de vencejos dispuestos a alzar el vuelo. Ahora, por si fuera poco, tenía que aguantar aquella abierta apropiación de Georgie. Allí estaba Olga, sentada en la ventana, sin haber sido invitada en absoluto, con su estúpida y ridícula bola de cristal en la mano y mendigando comida. Y para remate, preguntándole a Lucía si era psíquica.
La risa argentina fue un poco demasiado aguda. Comenzó un tono completo por encima de su nivel normal.
—No, querida señorita Bracely —dijo—. Me temo que soy demasiado vulgar y práctica como para ocuparme de semejantes zarandajas. Es una gran lástima, lo sé, y eso me priva de la agradable compañía de las princesas rusas. Pero cada uno es como es: esa es la gran suerte que tenemos. Y ahora, querido Georgie, tengo que irme a casa.
Ciertamente, era una gran suerte que precisamente en aquel momento no hubiera nadie como Lucía en las inmediaciones, o a buen seguro se habría montado una buena trifulca.
Así que Lucía se alejó caminando rápidamente, y Georgie entró en su casa. Lucía había sido francamente brusca y, si había que opinar al respecto, Georgie estaba dispuesto a admitir que la antigua reina parecía preocupada. La amistad lo permitía y la sinceridad lo exigía. Pero no se hizo ninguna alusión al respecto. Observó que había un cierto rubor en el rostro de Olga, que ella achacó a haber estado sentada junto al fuego.
La visita de la princesa llegó a su fin al día siguiente, y todo el mundo sabía que iba a regresar a Londres en el expreso de las once de la mañana. Lady Ambermere era plenamente consciente de ello, y acudió en coche a casa de la señora Quantock con
Pug
y la señorita Lyall, con la intención de llevarla a la estación, dejando que la señora Quantock, si es que quería verla partir, la siguiera en la calesa que sin duda habría pedido. Pero Daisy no tenía ninguna intención de permitir nada semejante, y se trasladó tranquilamente junto con su querida amiga en el coche de Georgie, dejando que una perpleja lady Ambermere las siguiera… o no, como gustara. De hecho le gustó, aunque no excesivamente, y se encontró en el andén en medio de una enorme multitud de riseholmenses que habían bajado paseando hasta la estación aquella deliciosa mañana para ver si habían llegado paquetes. Lady Ambermere apenas se fijó en ellos, pero se las arregló para que
Pug
le diera la patita a la princesa cuando la médium ocupó su asiento, y le dijo adiós con la mano cuando el tren se alejaba lentamente de la estación.
—El difunto lord tenía algunos parientes rusos —dijo majestuosamente—. ¿Cómo llegó usted a conocerla?
«La conocí en Tsarkoe Selo»
[54]
estuvo a punto de decir la señora Quantock, pero temió que lady Ambermere pudiera no entenderla, y preguntarle cuándo había estado ella allí. Era un asunto peligroso hacerle bromitas a lady Ambermere…
El tren avanzó a toda velocidad hacia Londres, y la princesa abrió el sobre que su anfitriona le había entregado, y comprobó que
su contenido
estaba correcto. Su anfitriona también le había proporcionado un admirable almuerzo, que su secretario sacó de una maleta Gladstone
[55]
. Cuando dieron buena cuenta de él, la médium quiso sus cigarrillos, y cuando los estaba buscando, e incluso después de haberlos encontrado, continuó buscando alguna cosa más. Allí estaba la caja de música, y algunos curiosos objetos de goma, y el violín estaba en su funda, y la máscara blanca. Pero ella seguía buscando…
* * *
Aproximadamente al mismo tiempo que ella desesperaba de su búsqueda, la señora Quantock deambulaba por la habitación de la princesa. Una naturaleza no tan activa como la suya habría estado inmersa en un estupor de alegría, pero su alegría la hizo sumergirse más en un frenesí que en un estupor. Hasta qué punto era agradable aquel frenesí puede calibrarse a partir del hecho de que quizá el componente más irrelevante de aquella alegría era el absoluto hundimiento de Lucía. A ella le importaba relativamente poco aquel glorioso logro, y no estaba segura de que cuando su querida amiga regresara en sus próximas vacaciones —tal y como habían acordado— no invitara a Lucía a asistir a una sesión de espiritismo. En realidad, apenas sentía nada más que un poco de lástima por la rival vencida, dada la enormidad de la frustración que había producido.
Jamás había alcanzado Riseholme aquellos niveles de entusiasmo, y había buenas razones para ello, pues de todos los acontecimientos maravillosos y excitantes que habían tenido lugar en el pueblo, aquellas sesiones de espiritismo fueron lo más sobresaliente. Y mejor incluso que el entusiasmo de Riseholme era la razón de su excitación, pues el espiritismo y la verdad de los inexplicables fenómenos psíquicos habían deslumbrado a todo el mundo. Cuadros dramáticos, francachelas, yoga, la sonata
Claro de luna
, Shakespeare, el Cristianismo Científico, la mismísima Olga, el ácido úrico, el mobiliario isabelino, el compromiso del coronel Boucher y la señora Weston… todos aquellos tremendos acontecimientos habían palidecido como el fulgor de una vela a la potente luz del sol ante la revelación a la que ella había tenido acceso. Con un poco de práctica y paciencia, mediante una profunda concentración en diversas bolas de cristal y manos amigas, y a la espera de que la escritura automática se desarrollara convenientemente, cualquiera podía alcanzar los misterios más elevados y podía invocar al cardenal Newman incluso, o a Pocky…
Allí estaba la cama en la que había dormido la sibila: allí estaba el jarrón con flores recién cortadas, tan difíciles de conseguir en noviembre, pero todavía asequibles, que a la princesa le encantaba tener cerca. Allí estaba la cómoda con cajones en la que había colocado su ropa, y la señora Quantock los abrió uno por uno, descubriendo nuevas emanaciones y excitantes vibraciones por doquier. Cuando llegó al cajón inferior vio que se atascaba un poquito, y tuvo que hacer algo de fuerza para abrirlo.
La sonrisa desapareció de su rostro cuando el contenido del cajón se reveló de repente. En su interior había un montón de la muselina más delicada que pudiera imaginarse. Pliegue tras pliegue, la fue sacando, y con ella salió un par de cejas falsas. Las reconoció de inmediato: eran las cejas de Amadeo. La muselina parecía pertenecer a Pocky.
Necesitó apenas un instante de concentración, y en una rápida sucesión rechazó los dos rumbos inmediatos que estos objetos le sugerían. El primero era utilizar la muselina ella misma: tendría prendas estivales para un montón de años. La principal razón en contra de semejante decisión era que ella ya estaba un poco mayor para la muselina. La segunda opción que se le planteó fue enviar toda aquella parafernalia a su querida amiga, con o sin ningún comentario. Pero aquello sería tanto como lanzarle una acusación directa de fraude. Si hacía eso, ya nunca más podría volver a vender a su querida amiga en Riseholme como si fuera una droga carísima. No quemaría de ese modo tan determinante sus naves. Sólo quedaba pues un camino sensato, y se puso a la labor.
Había sido una mañana fría, clara y escarchada, y había ordenado que se encendiera un buen fuego en el dormitorio de la princesa para que pudiera vestirse. La señora Quantock entró en la habitación y comprobó que el fuego aún ardía en la rejilla de la chimenea. Entonces cerró la puerta con llave y, sin pensárselo dos veces, echó al fuego las cejas falsas, que en cuanto se convirtieron en cenizas volaron por la chimenea. Luego alimentó el fuego con la muselina: metros y metros de muselina fueron pasto de la lumbre; en su vida había visto tantísima muselina junta, ni una tela tan exquisitamente delicada. Le dolió en el alma arrojarla al fuego, pero no era momento de consideraciones menores: cada átomo de aquella prueba debía purgarse entre las llamas. Era imposible que la princesa escribiera a su querida amiga y le dijera que se había olvidado unas cejas y cien metros de muselina finísima, pues, sabiendo lo que sabía, con seguridad también le interesaría, como a la señora Quantock, que aquellas propiedades se desvanecieran como si nunca hubieran existido. Aquel excelso tejido se elevó por la chimenea convertido en lenguas de fuego; a veces el tubo rugía, como si se estuviera incendiando la chimenea, y entonces tenía que detenerse, protegiéndose el rostro abrasado, hasta que el hueco retumbar se aplacaba. Por fin el holocausto tocó a su fin y pudo volver a abrir la puerta. Nadie salvo ella sabía lo que había pasado en aquella habitación, y nadie lo sabría jamás. El gurú había resultado ser un cocinero de curris, pero en esta ocasión ninguna entrometida Hermy se había cruzado en su camino. En tanto las bolas de cristal siguieran fascinando y la escritura automática floreciendo en Riseholme, el secreto de la muselina y las cejas falsas reposaría para siempre en un solo pecho. Todo Riseholme había quedado electrificado por el espiritismo y, después de todo, las sesiones habían resultado ciertamente baratas. La única persona que nada tenía que terciar a este respecto era Lucía y, afortunadamente, no se le había permitido ni asistir ni participar en aquellas manifestaciones.
La señora Quantock apenas había bajado las escaleras cuando Robert llegó de la plaza, donde había estado narrando por enésima vez a todo el que quisiera escucharle las experiencias de la última sesión de espiritismo.
—Parecía mismamente como si se hubiera incendiado una de las chimeneas —dijo—. Espero que fuera la de la cocina. En ese caso, tal vez, puede que la ternera no esté tan cruda como la de ayer.
¡De ese modo se entrelazan la comedia y la tragedia!
A
lo largo de las primeras semanas de diciembre Georgie estuvo afanosamente dedicado a un boceto en acuarela de Olga sentada al piano y cantando. La dificultad era tal que a veces casi perdía la esperanza de lograrlo, pues el problema de cómo dibujar su rostro con la boca totalmente abierta y, sin embargo, mantener el parecido resultaba casi irresoluble. A menudo se sentaba frente a su espejo con la boca abierta y pintaba su propio rostro minuciosamente, con el fin de adquirir los principios de los cambios de perfil que tenían lugar. Desde luego, la forma del rostro de una persona cuando tiene la boca totalmente abierta se alteraba de un modo tan absoluto que cualquiera hubiera jurado que sería irreconocible en un cuadro, independientemente de lo habilidoso que fuera el artista a la hora de reproducir el rostro alargado; y, sin embargo, Georgie podía reconocerse fácilmente en aquel rostro del espejo. Sólo la frente, los ojos y los pómulos conservaban su aspecto habitual: incluso la nariz parecía alargarse si abría mucho la boca… Y luego, por otra parte, ¿cómo iba a dejar claro que la modelo estaba cantando, y no bostezando o a punto de estornudar? En el esbozo más exitoso hasta el momento parecía precisamente que Olga estuviera bostezando, y el cuadro sólo conseguía que a Georgie se le pegara también el bostezo. Tal vez la forma de la boca en las dos posiciones es realmente la misma, y es sólo el sonido lo que le permite a uno adivinar que una persona con la boca abierta está cantando. A lo mejor el piano proporcionaría la sugestión necesaria: Olga no se sentaría al piano simplemente para bostezar o estornudar, pues podría hacer ambas cosas en cualquier otra parte.
Entonces se le ocurrió una idea brillante: introduciría una lámpara con tulipa sobre el piano y, de este modo, su rostro quedaría velado con una sombra rojiza. Naturalmente, aquello implicaba nuevos problemas respecto a la luz, pero la luz, de momento, parecía menos difícil de plasmar que el parecido. Además, podía dibujar su vestido y las teclas del piano con toda verosimilitud, desde luego. Pero cuando de nuevo llegó el momento de empuñar los pinceles, vio que lo embargaba la desesperación. Debía haber una sombra rojiza en el rostro de Olga, y luz amarilla sobre sus manos y su vestido verde. Sin embargo, en realidad, aquello no se parecía tanto a Olga cantando a la luz de una lámpara como a una ensalada de langosta puesta al sol. Cuanto más pintaba, más vívidamente emergían del papel las hojas de lechuga y el mantel y la langosta. Así que eliminó la lámpara y le cerró la boca a Olga, para que estuviera sentada al piano simplemente
dispuesta
a cantar.