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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (20 page)

BOOK: Reina Lucía
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Con la excitación, se puso el sombrero en vez de ir descubierto, y fue recibido en la puerta de The Hurst por Lucía, que evidentemente había estado esperándolo asomada a la ventana del saloncito de música. Llevaba puesta la Túnica Magistral.

—¡Georgie! —dijo, olvidando absolutamente su costumbre de saludarlo en italiano—. Alguien ha forzado la caja fuerte de Philip esta noche y se ha llevado cien libras en billetes de banco. Los había dejado allí precisamente ayer, con el fin de pagar en efectivo una yegua. Y mis perlas romanas…

Georgie sintió cierto orgullo de superioridad.

—A mí también me han robado —dijo—. Mi cajita de rapé Luis XVI vale bastante más que eso, y también estaba la porcelana Bow, y la cigarrera, ¡y el Karl Huth además!

—¡Dios bendito! ¡Pasa, pasa! —dijo—. Es una banda, de eso no cabe duda. Y yo que me estaba sintiendo tan sosegada y elevada. Eso dejará una terrible atmósfera en la casa. Mi gurú se sentirá profundamente afectado. Una atmósfera en la que ha habido ladrones lo angustiará. A menudo me ha dicho que no puede quedarse en una casa donde ha habido emociones negativas en juego. Debo mantenerlo apartado de todo esto. ¡No puedo perderlo!

Lucía se había hundido en el amplio sofá isabelino del vestíbulo. La araña de broma se burlaba de ellos desde la ventana, y la fruta de pega se sonreía desde la bandeja junto al bol de hierbas aromáticas. En el preciso instante en que ella repitió «no puedo perderlo», un tremendo golpe seco se oyó en la puerta principal, y Georgie, a una señal de su reina, hizo pasar a la señora Quantock.

—¡A Robert y a mí nos han robado! —dijo—. Cuatro cucharas de plata… (¡gracias a Dios, la mayoría de nuestras cosas son chapadas!), ocho tenedores de plata y un pichel georgiano. Creo que podría haber prescindido de todo lo demás, salvo del pichel georgiano.

Lucía dejó escapar un débil suspiro de alivio. Si la pestilente atmósfera del latrocinio también inundaba la casa de Daisy, no había mucho peligro de que su gurú pudiera volver allí. Automáticamente se puso sublime.

—¡Paz! —dijo—. Celebremos nuestra clase primero, porque ya son las diez, y no permitamos que ningún pensamiento de venganza o mal nos perjudique. Si hiciera llamar a la policía en estos momentos, podría no concentrarme. No le diré a mi gurú lo que nos ha sucedido a ninguno de nosotros, pero pensando en el pobre Pepino, le pediré que nos dé aunque sea una lección breve. Ya me siento completamente en calma. ¡Om…!

Algunas vagas imágenes de pesadilla comenzaron a adquirir forma en la mente de Georgie; indignas sospechas basadas en la información que sus hermanas le dieron la noche anterior. Pero con Foljambe haciendo guardia frente a la cremera de la reina Ana, no había nada que temer, así que siguió a Lucía, cuyo cordón plateado con alamares se balanceaba dulcemente mientras avanzaba hacia el saloncito de fumar, donde Pepino ya estaba sentado en el suelo, y respirando de un modo bastante más agitado de lo que era habitual en la clase avanzada en la que estaban. Había flores recién cortadas en la mesa, y la perfumada brisa matutina entraba flotando desde el jardín. Según lo acostumbrado, todos se sentaron y esperaron, tranquilizándose y calmándose paulatinamente. Al poco se escucharían los rítmicos golpecillos de los tacones de las sandalias en el sendero de losas quebradas en el exterior, y para entonces ya habrían olvidado aquellos trastornos. Pero todos se alegraron bastante de que Lucía anunciara que le iba a pedir al gurú que les diera una clase más corta de lo habitual.

Esperaron. En aquel momento, las manecillas del reloj cromwelliano, que era lo más cercano a un reloj isabelino que Lucía había sido capaz de encontrar de momento, señalaban las diez y cuarto.

—Me temo que mi gurú llega un poquito tarde —dijo.

Cinco minutos después Pepino estornudó. Dos minutos más tarde Daisy habló, adoptando un cierto tono irónico.

—¿No sería apropiado ir a ver qué le ha ocurrido a tu gurú, querida? —preguntó—. Y por cierto, ¿has visto a tu gurú esta mañana?

—No, querida —dijo Lucía sin abrir los ojos, porque estaba concentrándose—; siempre medita antes de las clases.

—Y yo también medito —dijo Daisy—; pero creo que por hoy ya he meditado de sobra.

—¡Chssst! —dijo Lucía—. Ya viene.

Pero resultó ser una falsa alarma, porque no era más que el gato persa de Lucía, que tenía alguna pendencia con algunas hojas muertas del laurel. Lucía se levantó.

—No me gusta interrumpirle —dijo—, pero se está haciendo tarde…

Abandonó el saloncito de fumar con los andares lentos y suaves que adoptaba cuando llevaba puesta la Túnica Magistral. No transcurrieron muchos minutos antes de que regresara más veloz y con menos suavidad.

—Tiene la puerta cerrada —dijo—. Y no tiene puesta la llave.

—¿Has mirado por la cerradura, Lucía
mia
? —preguntó la señora Quantock con una irreprimible ironía.

Naturalmente, Lucía hizo caso omiso a semejantes palabras.

—He llamado a la puerta —dijo— y no ha contestado. Dije: «Maestro, estamos esperando», pero nada.

De repente, Georgie tomó la palabra. Habló tan rápido como el estallido de un tapón saliendo disparado de una botella.

—Mis hermanas me dijeron ayer por la noche que el gurú es en realidad un cocinero de curris en el restaurante Calcuta —dijo, y luego respiró—. Lo reconocieron, y creían que él también las reconoció a ellas. Es de Madrás, pero es tan budista como Foljambe.

Pepino se puso en pie de un brinco.

—¡¿Qué?! —exclamó—. ¡Voy a coger un atizador ahora mismo y voy a echar la puerta abajo! ¡Creo que se ha ido! ¡Estoy seguro de que él es el ladrón! ¡Llama a la policía!

—¿Cocinero de curris? ¿En serio? —preguntó Daisy—. Al final Robert y yo estábamos en lo cierto. Nosotros sabíamos para qué servía de verdad tu gurú, querida Lucía, pero claro, naturalmente, tú siempre sabes más, y al final tú y él nos habéis estado haciendo perder el tiempo a todos. ¡Pero no me engañaste! Yo sabía cuando me lo robaste qué clase de joyita te llevabas. ¡Un gurú, ya ves! Es igualito que la señora Eddy, y yo la calé a la primera. ¡Y qué vamos a hacer ahora! Por mi parte, voy a irme a casa y a llamar a la policía, y les voy a decir que el indio que ha estado viviendo contigo todas estas semanas me ha robado las cucharas y los tenedores y mi pichel georgiano. ¡Un gurú, ya ves! ¡
Un landrú
, diría yo! ¡Vaya que sí!

Su furia, como la de Hiperión
[32]
, la había levantado del sitio, y permaneció allí de pie desafiando a toda la clase avanzada, bajita y gorda como era y completamente ridícula, pero con una amenaza revolucionaria en la mirada. No era exactamente «terrible como un ejército en banderas»
[33]
, pero sí que era terrible como una señora de mediana edad que acumulaba un largo resentimiento acentuado por la pérdida de un pichel georgiano, y eso ya era lo suficientemente terrible para hacer que Lucía adoptara una actitud conciliadora. Con amargura Lucía se arrepentiría profundamente de haberle robado el gurú de Daisy, si las sospechas que cada vez enturbiaban más el ambiente resultaban ser ciertas, pero, después de todo, no se habían demostrado todavía. El gurú podía estar todavía paseando y acercándose desde la pérgola por la avenida de laburnos, donde aún no habían ido a buscarlo, o podía estar levitando con la llave de la puerta en el bolsillo. No era probable, pero al menos era posible, y en una crisis como aquella las posibilidades eran lo único a lo que aferrarse, pues, de lo contrario, uno sencillamente tendría que sumergirse, como esos submarinos alemanes.

Buscaron por todo el jardín, pero no encontraron ni rastro del cocinero de curris; indagaron discretamente entre los criados por si lo habían visto, pero nada en absoluto pudo averiguarse de él. Así que cuando Pepino agarró un formidable mazo y un cincel gordo de su caja de herramientas, y se dirigió escaleras arriba, todos supieron que el momento decisivo había llegado. A lo mejor el gurú estaba meditando (pues, de hecho, era muy probable que tuviera un montón de cosas sobre las que meditar), pero a lo mejor… Pepino lo llamó a voces, furioso, y dijo que se vería obligado a romper la cerradura si no se producía alguna respuesta. Y unos instantes después los golpes resonaron por toda la casa con el aire terrible de aquellos de
Macbeth
[34]
, y mucho más fuertes. Entonces, de repente, la cerradura cedió, y la puerta se abrió.

La habitación estaba vacía, y, tal y como todos habían imaginado ya para entonces, la cama estaba sin deshacer. Abrieron los cajones del armario y estaban igual de vacíos que la habitación. Al final, Pepino abrió la puerta de un gran armario que había en una esquina, y, con un estrepitoso tintineo y destrozo de cristales se esparció por el suelo una catarata de botellas de brandy vacías. El vacío: esa era la clave de toda la escena, y su efecto, una vacía consternación.

—¡Mi brandy! —dijo la señora Quantock con la voz ahogada—. Hay catorce o quince botellas… Eso explica la vidriosa mirada de sus ojos, que tú, querida Lucía, pensabas que era concentración. Yo lo llamo
destilación
.

—¿Lo cogió de tu bodega? —preguntó Lucía, demasiado abrumada como para sentir resentimiento, pero aún capaz de sentir una intensa curiosidad.

—No; tenía una cuenta para pedir cualquier cosita que pudiera necesitar de mi tendero. Ojalá hubiera abonado las cuentas semanalmente…

—Sí, querida —dijo Lucía.

Georgie buscó la mirada de Lucía.

—Yo lo vi comprando la primera botella —dijo—. Recuerdo que te lo conté… Fue donde Rush.

Pepino recogió su maza y su cincel.

—Bueno, no sirve de nada quedarnos aquí pensando en los viejos tiempos —comentó—. Llamaré a la comisaría de policía, y dejaré todo el asunto en sus manos, por lo menos en lo que a mí concierne. No tardarán en echarle el guante, y entonces podrá hacer sus posturas en la cárcel durante los próximos años.

—Pero aún no sabemos si fue él el que cometió todos esos robos —dijo Lucía.

Nadie creyó necesario contestar a aquella afirmación, pues todos los demás ya lo habían juzgado y condenado.

—Yo haré lo mismo —dijo Georgie.

—¡Mi pichel! —exclamó la señora Quantock.

Lucía se adelantó.

—Pepino
mio
—dijo—; y tú, Georgie, y tú, Daisy. Quiero que vosotros, antes de que hagáis nada en absoluto, me escuchéis atentamente cinco minutos. Simplemente, considerad esto: ¿cómo quedaremos delante de todo el mundo si ponemos el asunto en manos de la policía? Probablemente lo cogerán, y se acabará sabiendo que todos nosotros no hemos sido más que unos inocentes pardillos y las víctimas de un cocinero de curris. Pensad en lo que todos hemos hecho a lo largo de este último mes; pensad en nuestras clases, en nuestros ejercicios, en nuestros…
todo
. Todos hemos quedado en ridículo; pero, por mi parte, sencillamente no podría soportar que todo el mundo supiera que he hecho el ridículo. Cualquier cosa menos eso. ¿Qué son cien libras comparadas con eso, o con un pichel…?

—Mi caja de rapé, que había heredado, valía eso por lo menos, sin contar lo demás… —dijo Georgie, aún con la secreta satisfacción de ser el vecino al que más cosas le habían robado.

—Por no hablar de que esas cien libras eran mías, no tuyas,
carissima
—dijo Pepino. Pero era evidente que las palabras de Lucía estaban fermentando en su interior como la levadura.

—Iré a medias contigo —dijo—. Te daré un cheque de cincuenta libras.

—¿A alguien le gustaría ir a medias con mi pichel? —dijo Daisy con amarga ironía—. ¡Quiero mi pichel!

Georgie no dijo nada. Su cerebro estaba extremadamente ocupado. La llegada de Olga a Riseholme se produciría pronto, y sería horrible si se lo encontrara zumbando con el cuento del gurú. Miró de reojo a Pepino y vio una mirada meditabunda y comprensiva en sus ojos que parecía indicar que sus pensamientos estaban transitando por caminos paralelos. Desde luego, Lucía les había proporcionado un asunto sobre el que meditar. Georgie intentó imaginar toda la historia, proferida a gritos en dirección a la trompetilla de la señora Antrobus, en la plaza del pueblo, y no pudo soportar la idea. Intentó concebir a la señora Weston dejando de hablar de ello, y no se la podía imaginar en silencio. Sin duda todos habían sido engañados, cierto, pero allí, en aquella habitación vacía, estaban los principales pardillos, los borregos castrones, balando y gimoteando.

Tras la petición de la señora Quantock se impuso un silencio sepulcral.

—¿Qué propones, entonces? —preguntó Pepino, mostrando indicios de rendición.

Lucía empleó sus increíbles añagazas.


Caro!
—dijo—. Quiero que seas tú quien proponga algo. Daisy y yo somos dos mujeres tontas; queremos que tú y Georgie nos digáis lo que hay que hacer. Pero si la pobrecita nenita Lucía debe hablar, yo creo que… —se detuvo un momento, y observando el profundo disgusto que sus infantilismos causaban en el rostro de la señora Quantock, volvió a hablar normalmente otra vez—. Yo haría algo de este tipo… —dijo—: Haría correr la voz de que el gurú de nuestra querida Daisy se ha ido repentinamente al recibir la llamada de otro sitio cualquiera. Su trabajo aquí estaba hecho; había inaugurado nuestras clases y nos había puesto en disposición de seguir el Camino. Siempre dijo que algo así podría ocurrir…

—Creo que lo tenía todo planeado… —dijo Georgie—. Sabía que la cosa no podía durar mucho, y cuando mis hermanas lo reconocieron, decidió que era la hora de salir pitando.

—Con todas las pertenencias disponibles que pudiera llevarse —añadió la señora Quantock.

Lucía jugueteó con las borlas de su cinturón.

—Ahora, respecto a los robos —dijo—, no se tiene que saber que se cometieron tres robos en una sola noche y que, al mismo tiempo, el gurú de Daisy recibió la llamada para irse…

—¿Ahora es mi gurú? ¡Desde luego…! —dijo la señora Quantock. De sus ojos saltaban chispas de indignación ante la repetición de aquella ofensa.

—Eso podría levantar sospechas —continuó Lucía, ignorando tranquilamente la interrupción—, así que debemos impedir que las noticias se divulguen. Ahora bien, respecto a nuestros robos… Dejadme pensar un instante.

Había conseguido un control tan absoluto de la situación en aquel momento que ninguno habló.

—¡Ya lo tengo! —dijo—. Sólo lo sabe Boaler, porque Pepino le dijo que no dijera ni una palabra hasta que no se hubiera llamado a la policía. Debes decirle,
carissimo
, que has encontrado las cien libras. Eso lo solucionará. Y ahora tú, Georgie.

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