Olga estaba en el salón de música, a donde la multitud del vestíbulo la siguió. Todos fueron presentados a la cantante, y luego todos se sentaron en las sillas que tenían más a mano: la señora Antrobus recuperó su antiguo sitio junto al teclado del piano. Todo el mundo parecía estar esperando algo, y poco a poco la exigencia de sus anhelos fue recayendo en Olga. Esperaron, y esperaron, y esperaron, tanto como ella había esperado un cigarrillo la noche anterior. Miraba el piano, y se levantaba un murmullo de consuelo entre su audiencia. Olga miró a Lucía, que dio un gran grito ahogado y no dijo nada más. Olga era la única persona que se encontraba de pie en ese momento, excepto su anfitriona y el jardinero de la señora Weston, que había llevado la silla de su señora hasta una admirable posición para escuchar. No estaba del todo bien situada, pero en fin…
—¿Les gustaría que cantara? —le preguntó Olga a Lucía—. ¿Sí? Ah, aquí hay un ejemplar del
Sigfrido
. ¿Toca usted?
Lucía no podía sonreír más de lo que estaba sonriendo ya.
—¿Es muy
difífil
? —preguntó—. ¿Podré interpretarlo, querido Georgie? ¿Lo intento?
Se deslizó hasta el escabel del piano.
—¿Comienzo ya? —preguntó, descubriendo que Olga había abierto el libreto por la «Salutación de Brunilda», que Lucía había practicado tan diligentemente a lo largo de toda la mañana.
No obtuvo contestación. Olga, sentada a su lado, había asumido un aspecto claramente diferente. Su alegría, su ligereza fueron sustituidas por un aire de intensa y concentrada gravedad que Lucía no acababa de comprender. Estaba mirando directamente al frente, absorta en sí misma, y sin prestar la menor atención ni a Lucía ni a nadie más.
—Una, dos… —dijo Lucía—. Y tres. ¡Ya!
Y se arrojó violentamente en un océano de demisemicorcheas.
Olga acababa de abrir la boca, pero la cerró de nuevo.
—No —dijo—. Hágalo otra vez.
Y silbó la
melodía
.
—¡Oh, es que es tan
difífil
! —dijo Lucía, comenzando de nuevo—. ¡Georgie! ¿A qué esperas? ¡Pasa la página!
Georgie pasó la página, y Lucía, contando corcheas en voz alta para sí misma, perpetró un incomparable desbarajuste al piano.
Olga se volvió hacia su acompañante.
—¿Puedo…?
Entonces Olga se sentó al piano, y tocó una especie de esbozo de acompañamiento, simplificando y sin embargo conservando la esencia de la música. Y luego cantó…
A
lo largo de todo el mes de agosto, el
gurismo
gozó de un dominio absoluto sobre la vida cultural de Riseholme, y la sacerdotisa y dispensadora de sus misterios no fue otra que Lucía. Nunca antes había gobernado desde un elitismo tan superior ni había ejercido una supremacía tan firme. Nadie tenía acceso al gurú si no era a través de ella: todas sus clases se celebraban en el salón de fumar, y él meditaba sólo en la «Hamlet», o en el aislado cenador que había al final del paseo de laburnos y citisos. En una ocasión se había puesto a meditar en el jardín de la plaza del pueblo, pero a Lucía no le había parecido bien, y se lo había llevado de la mano, aún en trance, a casa.
Las clases se habían engrosado de manera prodigiosa, pues prácticamente todos los riseholmenses se encontraban en ese momento en una etapa u otra de formación, con la excepción de Hermy y Ursy, que dijeron que aquello eran «paparruchas» tan pronto como se enteraron del asunto, y, con la idea de tomarle un poco el pelo a Georgie, sin malicia, algunas veces se quedaban plantadas sobre un solo pie en medio del jardín y contenían la respiración. Luego Hermy decía: «Una, dos, ¡tres!», y ambas gritaban: «¡Om!», a voz en grito con unos alaridos discordantes. Como el gurú estaba prácticamente recluido en The Hurst, nunca habían podido echarle el ojo, pues habían decidido no acudir a aquella fiesta
hitum
en el jardín y prefirieron disfrutar de una segunda partida de golf y cuando se encontraron a Lucía al día siguiente, decidieron mostrarse claramente irreverentes en lo que se refería al tema de la filosofía oriental. Desde entonces, Lucía había decidido ignorar por completo la existencia de las dos hermanas de Georgie.
Lucía recibía ahora instrucción del gurú en una clase exclusiva para ella, de modo que sus progresos en el yoga resultaron prodigiosos, pues podía mantener la respiración mucho más que nadie, y había llegado a dominar hasta seis posturas, mientras que al nivel siguiente pertenecían los otros miembros originales, a saber, Daisy Quantock, Georgie y Pepino. Estos habían avanzado mucho también, pero Lucía se había distanciado rápidamente de ellos, y ahora, si el gurú tenía otras obligaciones espirituales urgentes que atender era ella misma quien enseñaba a las clases menos adelantadas. Con este propósito iba ataviada con un vestido especialmente favorecedor de lino blanco, que le llegaba hasta los pies y que tenía unas mangas largas anchísimas, como una sobrepelliz, cinturón era un cordón plateado con largas borlas, y llevaba botones de madreperla y una capucha a la espalda, festoneada de raso blanco que se echaba sobre la cabeza. Por debajo del dobladillo, mientras permanecía sentada y enseñaba en una postura realmente bastante avanzada, mostraba los dedos en sus sandalias blancas de cuero. Ella lo llamaba su «Túnica Magistral». La clase que estaba a su cargo la formaban y coronel Boucher, Piggy Antrobus y la señora Weston: algunas veces el coronel se traía sus bulldogs, que se tumbaban y roncaban exactamente como si también estuvieran haciendo los ejercicios de respiración del gurú. Un ambiente generalizado de alegre misterio y retos espirituales los confortaba como un bálsamo, y sin ninguna duda los ejercicios y las profundas respiraciones les sentaban maravillosamente bien a todos.
Una tarde, a finales de mes, Georgie estaba sentado en su jardín, pues aún faltaba media hora para vestirse para la cena, pensando en lo ocupado que estaba, y, sin embargo, cuán extraordinariamente joven y bien se sentía. Habitualmente, el mes de agosto, cuando Hermy y Ursy se encontraban con él, resultaba muy fatigoso, y otro año cualquiera se habría ido de allí con Foljambe y Dickie el día después de la partida de sus hermanas, y habría gozado de una tranquila semana en la playa. Pero en aquel momento, aunque sus hermanas tenían previsto marcharse al día siguiente temprano, Georgie no tenía intención ninguna de concederse un bien merecido descanso, a pesar del hecho de que no sólo había sido su anfitrión durante todo aquel tiempo, sino que había hecho una increíble cantidad de otras cosas también. Para empezar, había asistido a las clases diarias, que suponían un tremendo esfuerzo en el ámbito de la meditación y los ejercicios, así como a las prácticas subsiguientes, y además había tenido otra ocupación que fácilmente podría haber agotado por completo sus energías hasta el año siguiente… Porque, al final, Olga Bracely se había comprado aquella casa sin la cual creía que la vida no valía la pena vivirse, y todo aquel mes Georgie había estado, a petición de la
prima donna
, ejerciendo una especie de supervisión semiindependiente en lo referido a la decoración y el mobiliario. Ella había formulado el plan general a su gusto, y había encargado en Londres la mayor parte de los muebles, pero a Georgie se le había encomendado informar sobre algunas piezas de anticuario interesantes que pudiera encontrar y, si lo consideraba necesario, actuar bajo su propia responsabilidad y comprarlas. Pero, sobre todo, el secretismo era aún necesario, hasta que la casa estuviera lo suficientemente arreglada como para podérselo confesar a
su
Georgie, así que, hacia finales de mes, todo Riseholme se encontraba en un estado de postración causado por la violenta y ferviente curiosidad respecto a quién había comprado la casa. Georgie había llegado incluso a confesar que él lo sabía, pero hasta las peticiones más desesperadas para que desvelara la identidad del propietario habían caído en saco roto, si no en oídos sordos. No dio ni la más ligerísima pista sobre el asunto, y aunque aquellas incesantes visitas a la casa, aquellas búsquedas de elementos decorativos, la disposición de dichos objetos en los lugares apropiados, la superintendencia en el diseño del jardín, las entrevistas con los empapeladores, fontaneros, tapiceros, pintores, carpinteros y todo lo demás llevaron muchísimo tiempo, el delicioso misterio sobre todo aquel asunto, unido al hecho de estar haciéndolo por una criatura tan adorable, convirtieron sus esfuerzos en un verdadero pasatiempo. Otra cosa que, junto con esto y la recuperación de sus estudios rejuvenecedores, le hizo sentirse más joven que nunca fue la discreta llegada y el perfecto éxito de su
toupet
. Ya nunca más tendría que temer el desplazamiento de sus mechones cortados en espaldera. Se sentía tan seguro y sentía que pasaba tan inadvertido en este aspecto que había decidido no llevar sombrero alguno, y estuvo a punto de empezar a decir que, como consecuencia de esa costumbre, el pelo le estaba creciendo más abundantemente que nunca. Pero ya no era el momento: sería una torpeza sugerir que sólo un par de semanas sin sombrero habían producido un resultado tan sorprendente.
* * *
Cuando se sentó a descansar tras las labores del día, sopesó hasta qué punto la llegada de Olga Bracely a Riseholme afectaría a la sociedad del lugar. Era imposible pensar en ella, con su belleza, su encanto, su fama, su personalidad, asumiendo un rol secundario en la vida del pueblo. A menos que estuviera realmente pensando en utilizar Riseholme como un retiro, sin tomar parte en absoluto en la vida comunal, era difícil adivinar qué papel representaría, si no era el de protagonista. Una persona que, con su llegada a la fiesta más memorable de Lucía, en un instante había convertido la fiesta más
scrub
, más sosa y más vulgar (incluso en sentido físico) en la reunión más
hitum
jamás conocida no podía dejar a un lado su natural distinción y preeminencia. Lucía nunca se había anotado un tanto tan asombroso como con la última aparición de Olga, haciendo regresar a los invitados que ya se habían marchado con la atracción de un imán sobre unas virutas de hierro y relanzando toda la fiesta como un cohete al cénit del éxito social. Todo Riseholme sabía que Olga había acudido a su casa (después de jugar una partida de
croquet
con Georgie toda la tarde) y les había ofrecido —gratis, esto es, sin cobrar y a cambio de nada— un placer de tal calibre que sólo los más ricos podían procurárselo a precios que producían escalofríos. Lady Ambermere, que regresó en coche a The Hall con
Pug
y la pobre señorita Lyall, fue la única persona notable que no había participado en aquella sesión, y se enteró de todo al día siguiente. Georgie acudió a su mansión con el único propósito de contárselo, y se encontró con Lucía saliendo de la casa. Se le había adelantado. Así que, ¿cómo afectaría el advenimiento de Olga a los comportamientos sociales de Riseholme en general, y cómo le afectaría a Lucía en particular? ¿Y qué diría Lucía cuando supiera en nombre de quién estaba Georgie tan ocupado con fontaneros y pintores, y además comprando algunos de los tesoros más interesantes del Ambermere Arms?
Francamente, él no podía dar solución a estos enigmas: presuponían situaciones inconcebibles, las cuales, sin embargo, por mucho que fueran inconcebibles, estaban a punto de suceder, pues la llegada de Olga estaba prevista para antes de octubre, la temporada de las fiestas de té que preludiaban las variopintas alegrías del invierno. ¿Formaría parte Olga de la Sociedad Claro de Luna, para quienes Lucía tocaba el primer movimiento de la sonata homónima, y suspiraría al final, como el resto de todos ellos al acabar la pieza? Y cuando todos se hubieran recobrado un poquito de la invariable e inevitable emoción, ¿se acercaría Lucía a Olga y le diría «Olga
mia
, sólo un poquito de las
Valquirias
… ¡Sería tan agradable…!»? De todos modos, por mucho que pusiera a toda marcha su imaginación, Georgie era incapaz de concebir una escena semejante. ¿Asumiría Olga el papel de una ciudadana de segunda cuando Lucía interpretara a Porcia?
[30]
¿Se uniría Olga a la clase de yoga elemental? ¿La instruiría Lucía, ataviada con su Túnica Magistral? ¿Actuaría de tiple en los villancicos de Navidad mientras Lucía marcaba el tempo, y decía, silabeando al compás del ritmo: «¡Los altos un poco más suaves! ¡Ay, mis pobres oídos!»? Georgie no podía siquiera imaginar ninguna de esas escenas y, sin embargo, a menos que Olga no tomara parte en la vida social de Riseholme en absoluto (y eso era igualmente inconcebible), ¿qué otra cosa podría ocurrir? Cierto: ella había dicho que iba a trasladarse al pueblo porque era un remanso de paz ideal, pero Georgie no se lo tomó muy en serio cuando ella se lo dijo. No tardaría en descubrir la realidad cuando la vida fluyera en Riseholme en toda su intensidad, arrastrándola en un torbellino con ella. Y, finalmente, ¿qué sería de él cuando Olga se elevara como una estrella rutilante en este firmamento? Era consciente de que ya estaba girando en torno a ella, como una pequeña luna entusiasta y encantada, apartada de la órbita que había estado recorriendo tan alegremente junto al planeta más potente. Y la medida de su alejamiento de la antigua órbita podía juzgarse precisamente por el hecho de que el proceso de distanciamiento, que ya estaba teniendo lugar, no venía marcado en absoluto por ningún sentimiento de atracción de fuerzas en sentido inverso. La nueva y gran estrella, cruzando los cielos, simplemente lo había absorbido gracias a la fuerza de su inmenso poder de atracción, al tiempo que la momentánea conjunción con Lucía en la fiesta del jardín había elevado a la anfitriona a una categoría que ésta nunca había poseído anteriormente. Esa categoría estaba todavía en Lucía, y sin duda lo estaría hasta que la gran estrella apareciera de nuevo. Entonces, sin esfuerzo, su brillo eclipsaría cualquier otra luminaria, del mismo modo que, sin esfuerzo, seguramente atraería a todas las pequeñas lunas hacia sí. ¿O se las arreglaría Lucía de algún modo, bien mediante la pura fuerza de la voluntad, bien mediante un desafío desesperado y hostil, o bien, en otro sentido, mediante un acto supremo de tacto e inteligencia, para someter y atar las riendas de la gran estrella a su propio carro? Él pensaba que el desafío desesperado y hostil estaba más en consonancia con los métodos de Lucía, y la quietud nocturna de aquel momento se le presentó como la calma que viene antes de la tempestad.