Había llegado ya hasta los escalones de piedra para saltar el murete que daba a los sembrados cuando decidió sentarse allí un momento. Las vacilantes melodías de Lucía aún se oían débilmente, pero se detuvieron mientras estaba allí sentado, y supuso que su amiga estaba mirando por la ventana. Se preguntó qué pensaría hacer la señora Quantock: al parecer, no se había comprometido a llevar al gurú a la fiesta del jardín, o de otro modo lady Ambermere no habría comentado que Lucía aún no sabía si el gurú iba a asistir o no a su convocatoria. A lo mejor la señora Quantock pretendía quedárselo sólo para ella, y no pensaba cedérselo ni a la reina ni a él… Aquello era puro bolchevismo, y en un momento de vértigo, Georgie sintió que en él anidaban también todos sus ingredientes. El yugo de Lucía era muy pesado a veces, y se preguntó, en un alarde de osadía, qué ocurriría si invitaba a comer a Olga Bracely sin mencionarle a Lucía que estaría en su casa la misma tarde de su fiesta en el jardín. ¡No en vano Georgie era un Bartlett por parte de madre, y tocaba el piano mejor que Lucía, y tenía veinticuatro horas libres al día que podía dedicar plenamente a ser rey de Riseholme…! Notó cómo su espíritu se derramaba, ardiendo con una llama roja y revolucionaria que se alimentaba con aquellas noticias secretas sobre Olga Bracely. ¿Por qué tenía Lucía que gobernarlo todo con mano de hierro? ¿Por qué? Y una vez más, ¿por qué?
De repente escuchó que lo llamaban por su nombre con una familiar voz de contralto, y allí estaba Lucía, plantada en el jardín de Shakespeare.
—
Georgino! Georgino mio!
—gritó—.
Gino!
Cumpliendo con la pura costumbre, Georgie bajó de un salto de la escalera de piedra y avanzó camino arriba hacia ella. El viril borboteo de la insurrección de su espíritu alzó su débil grito y le reprochó su servilismo. Pero, desafortunadamente, sus piernas y su voz se habían rendido ya.
—
Amica!
—contestó—. ¡Aquí está tu Gino! —¿Y por qué tengo que decirlo en italiano?, se preguntó en vano.
—Georgie, querido, ven y hablemos un poquitito —dijo Lucía, retomando aquel modo suyo tan infantil de hablar—. La nena necesita a un niño listo que aconseje a la pequeñita Lucía.
—¿Y qué quiere la nenita, si puede saberse? —preguntó Georgie, bastante recompuesto ya de su ensueño revolucionario.
—Un montón de cosas. Aquí tienes, una bonitita flor para un ojalito. Y ahora, cuéntame cositas del hombre negro. No tendrá serpientes… ¿Por qué la señora Quantock dice que cree que ese hombre no va a venir a la fiesta de la nenita Lucía?
—Ah, ¿ha dicho eso? —preguntó Georgie, volviendo a hablar con normalidad.
—Sí, oh, y a propósito, ha llegado un paquete que supongo que será el trío de Mozart. ¿Vendrás mañana por la mañana para leerlo conmigo? ¿Sí? A las once y media entonces. Pero eso ahora no importa.
Lucía lo atravesó con su mirada maliciosa, brillante y perspicaz.
—Daisy me pidió que invitara al gurú —dijo—, así que no tuve más remedio que complacer a la pobre Daisy. Y ahora me dice que no sabe si vendrá. ¿Qué significa esto? ¿Crees que es posible que se lo quiera quedar para ella sola? Ha hecho ese tipo de cosas antes, ya sabes…
Aquello probablemente representaba el alegato de Lucía sobre el triste caso del abogado escocés, y Georgie, tomándolo como tal, se sintió bastante incómodo. La perspicaz mirada de Lucía parecía estar penetrándolo hasta lo más íntimo y adivinando la secreta deslealtad que había estado tramando. Si Lucía continuaba taladrándolo de ese modo, Georgie no solamente acabaría confesando las más tenebrosas sospechas sobre la señora Quantock, sino que podría dejar escapar también su secreto sobre Olga Bracely y sugerir la posibilidad de que ella y su marido acudieran a la fiesta del jardín. Pero en aquel momento la mirada de Lucía volvió a liberar a Georgie y éste se concentró en el camino.
—¡Mira! ¡Ahí está el gurú! —dijo—. ¡Ahora veremos…!
Georgie, pálido de la emoción, escudriñó con los ojos entrecerrados entre las figuras del pavo real y la piña recortadas en el seto de tejo, y vio la siguiente escena: Lucía se fue directa hacia el gurú, lo saludó, le sonrió y, evidentemente, se presentó. Un segundo después el gurú estaba mostrando ya su dentadura blanca y saludando al modo oriental, y juntos caminaban de regreso a The Hurst, donde Georgie temblaba de emoción tras los recortados setos de tejo. Entraron juntos en la casa y Georgie pudo vislumbrar la mirada de Lucía, que mostraba su aspecto más benevolente.
—Señor Gurú, quiero presentarle a un muy buen amigo mío —dijo sin la más mínima duda en la voz—. Éste es el señor Pillson, señor Gurú. Señor Gurú, le presento al señor Pillson. El señor Gurú se viene a almorzar conmigo, Georgie. ¿Crees que podría convencerte para que te quedases?
—¡Encantado! —dijo Georgie—. Creo que coincidimos en otra ocasión brevemente, ¿no es así?
—Sí, efectivamente. Encantado también —dijo el gurú.
—Entremos en casa, pues —dijo Lucía—. Ya casi es la hora de comer.
Georgie los siguió, después de una enorme cantidad de reverencias y cumplidos del gurú. No estaba seguro de contar con la fortaleza necesaria para convertirse en un bolchevique.
U
na de las grandezas de Lucía residía en el hecho de que cuando descubría a alguien en un acto de miserable vileza nunca se permitía ni el más mínimo atisbo de vanidosa venganza: para ella era suficiente saberlo, y ya daría los pasos oportunos en la siguiente ocasión. Por consiguiente, cuando a raíz de la ingenua conversación del gurú durante la comida Lucía se enteró de que la pérfida señora Quantock ni siquiera le había preguntado si le gustaría o no acudir a su fiesta en el jardín (mientras decidía qué pensaba hacer con él), Lucía recibió aquella información con la mejor de sus sonrisas y se limitó a declarar: «Sin duda a nuestra querida señora Quantock se le habrá olvidado decírselo», y no proclamó ningún acto de represalia, como tachar a Daisy de la lista de sus invitados habituales durante una semana o dos, sólo para darle una lección. Incluso antes de sentarse a comer, había telefoneado a aquella mujer tan retorcida para decirle que se había encontrado al gurú en la calle y que le había parecido que existía una conexión especial entre ambos, y que se había ido con ella, y que acababan de sentarse a la mesa para el ágape. Le encantaba la palabra ‘ágape’, y también le encantó explicarle a Daisy lo que significaba.
El ágape, de hecho, fue un absoluto éxito y no hubo necesidad alguna de que el gurú acudiera a la cocina para preparar algo que pudiera comerse sin esfuerzo. El hombre habló con bastante detalle sobre su misión en el pueblo, y Lucía, Georgie y Pepino, que había llegado bastante tarde porque se había visto obligado a regresar a la tienda del jardinero por el asunto de los bulbos, se dedicaron a escucharle atentamente.
—Sí, fui a ver a un amigo mío que vive en Londres, que tiene una librería —dijo—, y allí me enteré de que había una mujer inglesa que necesitaba un gurú, y entonces supe que tenía una misión para con ella. Ni equipaje ni nada en absoluto; así soy yo. Es una mujer muy amable, además, y progresará adecuadamente en el arte de la meditación, aunque encontrará algunas posturas un poco difíciles, porque la dama es lo que ustedes llaman
esférica
, circular.
—¿Quiere decir usted que estaba practicando posturas cuando la vi plantada sobre una sola pierna en el jardín? —preguntó Georgie—. ¿O cuando se sentó intentando tocarse la punta de los pies?
—Sí, en efecto, exacto, y eso resulta especialmente difícil para alguien como ella, prácticamente una esfera andante. Pero tiene un alma pura… —miró a su alrededor con una sonrisa—. Veo muchas almas puras aquí —dijo—. Es un lugar feliz aquel que rebosa de almas puras, pues para ellas soy enviado.
Aquello fue suficiente: un minuto después, Lucía, Georgie y Pepino fueron aceptados como discípulos de pleno derecho, e inmediatamente pasaron al jardín, donde el gurú se sentó en el suelo en una postura de lo más complicada, que estaba obviamente fuera del alcance de la señora Quantock.
—Un pie sobre el muslo contrario, y otro pie sobre el otro muslo —explicó—. Y la cabeza y la espalda bien rectas: ¡es buenísimo meditar así!
Lucía intentó imaginarse meditando, pero le dio la impresión de que cualquier meditación en esa postura seguramente terminaría derivando en un triste caso de fractura de huesos.
—¿Podré hacer eso yo? ¿Usted cree? —preguntó—. ¿Y qué efecto tendrá?
—Se sentirá usted ligera y vigorosa, querida señora, y… ¡ah!, aquí está la otra querida señora que viene a unirse a nosotros.
La señora Quantock había cometido efectivamente uno de sus errores diplomáticos en aquella ocasión. Había consentido en que su gurú fuera a comer con Lucía, pero cuando estaba a medias de su propio almuerzo le había sido imposible resistir el deseo de saber qué estaría pasando en The Hurst. No podía soportar la idea de que Lucía y su gurú estuvieran juntos en ese momento, y su propia nota, en la que decía que no se sabía si el gurú acudiría a la fiesta de Lucía o no, la llenó de las aprensiones más angustiosas. Debería haber consentido en que su gurú acudiera a cincuenta fiestas —donde todo era público, y ella podía echarle un ojo y controlarlo— en vez de permitir que Lucía lo hubiera «embaucado» —esas fueron sus palabras exactas— para ir a comer con ella, como finalmente había ocurrido. El único consuelo era que su propia comida había resultado prácticamente intragable y Robert había suplicado patéticamente que regresara el gurú y rescatara su estómago. Lo había dejado en casa, renegando y tomando una taza de esa agua sucia que llamaban café. Robert, de todas todas, recibiría con los brazos abiertos al gurú.
La señora Quantock cruzó como un pato el césped hasta llegar a donde aquel armonioso grupo estaba sentado, y en aquel preciso momento Lucía comenzó a sentir impulsos de venganza. La tranquilidad de la victoria, que la había inundado cuando consiguió incorporar al gurú a la comida sin ningún contratiempo en absoluto, se agitó y se quebró, y el recuerdo de la osada nota de Daisy, incluyendo la espantosa falsedad de que no era seguro que el gurú aceptara una invitación que en ningún momento se le había hecho llegar, se tiñó de un aspecto siniestro. Evidentemente, Daisy había intentado quedarse el gurú para ella sola, y eso había desatado las hostilidades.
—Gurú, querido, mira que eres travieso… —dijo la señora Quantock alegremente, después de repartir los saludos habituales—. ¿Por qué no le has dicho a la
chela
que no ibas a venir a casa a almorzar?
El gurú había desanudado ya las piernas y se había puesto de pie.
—Pero, mire, amada señora —dijo—, ¡mire qué bien estamos todos aquí! No hacen falta excesivas consideraciones cuando uno está rodeado de almas puras.
La señora Quantock le dio unos golpecitos en el hombro.
—Es todo bondad y amabilidad. ¡Om! —dijo—. Os envío un mensaje de amor. ¡Ahí va!
Era necesario descender desde aquellas elevadas alturas, y Lucía procedió a hacerlo, como en un paracaídas que se dejara caer suavemente al principio y luego se quedara flotando en el aire.
—Estamos tramando un plan absolutamente encantador, querida Daisy —dijo—. El gurú va a enseñarnos a todos. ¡Nos dará clases! ¿Verdad?
El gurú levantó las manos por encima de la cabeza, con las palmas hacia fuera, y cerró los ojos.
—Me parece sentir la llamada… —dijo—. Me envían. Con toda seguridad los Guías me están diciendo que hay una misión aquí para mí. ¿A qué llama usted clases? ¿Eh? Yo enseño: ustedes aprenden. Todos aprendemos… Y ahora tengo que dejarles. Me apartaré un poco hasta la pérgola, y meditaré, y luego, cuando ustedes se hayan organizado, no tienen más que llamar al gurú, que es su servidor. ¡Salaam! ¡Om!
Con el gurú en su casa, y con toda la intención de quedárselo, no fue de extrañar que Lucía desempeñara el papel de directora en aquella reunión que fijaría los detalles de la hermandad esotérica que se estaba formalizando en aquel momento en Riseholme. Si la señora Quantock no hubiera estado presente, Lucía, en venganza por su pérfida conducta en el asunto de la invitación a la fiesta en el jardín, probablemente la habría dejado fuera de las clases de todas todas, pero estando allí sentada, tiesa y en ángulo recto, en una butaca de mimbre, que crujía quejumbrosamente cada vez que se movía, no podía ignorarla sin más. Así que Lucía tomó la iniciativa desde el principio, y sugirió sin dilación que el salón de fumar sería el lugar más conveniente para albergar las clases.
—No se me ocurriría llenar tu casa de gente, querida Daisy —dijo—. Por otro lado, aquí tenemos un bonito saloncito de fumar, en el que nunca hay nadie, muy silencioso y tranquilo. ¿Lo damos por hecho entonces? —se volvió bruscamente hacia la señora Quantock—. Y ahora vayamos al otro asunto: ¿dónde se va a quedar a vivir el gurú? —preguntó—. Sería de todo punto impropio, querida Daisy, que si todos nos vamos a beneficiar de sus clases, tú tuvieras que cargar con todos los problemas y afrontar todos los gastos de su manutención. Me temo que en tu deliciosa casita la presencia del gurú debe de constituir una enorme molestia. Además, creo que dijiste que tu marido había tenido que cederle el vestidor.
La señora Quantock hizo un esfuerzo desesperado por conservar su propiedad.
—No es molestia ninguna, en absoluto… —dijo—. Todo lo contrario, de hecho, querida. Es delicioso tener al gurú en casa, y Robert lo considera un huésped de lo más agradable.
Lucía presionó la mano de Daisy con mucha emoción.
—Tú y tu marido sois demasiado desprendidos —dijo—. Es lo que yo suelo decir: «Daisy y el querido señor Robert son las personas más desprendidas que conozco». ¿A que sí, Georgino? Pero no podemos permitir que viváis tan hacinados. Es tu único cuarto de invitados, ya sabes,
y el vestidor de tu marido
. Georgie, estoy segura de que estás de acuerdo conmigo: no debemos permitir que nuestra querida Daisy sea tan desprendida.
Su penetrante mirada produjo un convincente efecto en Georgie. Muy pocas horas antes se había entregado a ideas revolucionarias y había contemplado la posibilidad de tener al gurú y a Olga Bracely sentados a su mesa para cenar, sin consultar siquiera a Lucía; ahora, los débiles impulsos revolucionarios se derritieron como la nieve en verano. Sabía perfectamente bien cuál sería la siguiente propuesta de Lucía: y también sabía que él se mostraría de acuerdo con ella.