Reina Lucía (27 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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—Bueno, dejémoslo estar —dijo Georgie.

—Pues no, querido, y cuando acabemos de cenar la señora Weston y yo pensaremos algo entre las dos, y antes de irte te anunciaremos el nombre de tu futura novia. Yo pondría un impuesto recaudatorio de veinte chelines a todos los solteros: ¡deberían casarse todos o quedarse sin comer un mes! —de repente, se volvió hacia el coronel Boucher—. Oh, coronel —dijo—, ¿qué he estado diciendo? Qué tremendamente estúpida he sido al no recordar que usted también está soltero. Pero yo a usted no le dejaría sin comer por nada del mundo. Coja un poco más de pescado para demostrar que me perdona. Y Georgie, cambia de conversación… ¡siempre estás hablando de ti mismo!

Georgie se volvió con admirable docilidad hacia la señora Weston.

—También es una verdadera desgracia para usted, me temo —dijo—. ¿Cuándo se quedará sin Elizabeth? ¿Cuánto tiempo ha estado su criada con usted?

La señora Weston retomó de inmediato su relato en el lugar donde lo había dejado antes.

—Así que yo le dije: «¿Qué has venido a decirme?», muy amablemente, pensando que era por una taza de té, como le digo. Y ella me dijo: «Me voy a casar, señora», y se puso tan colorada tan colorada que cualquiera habría pensado que era una cría de veinte años, aunque ya tenía veintisiete cuando se vino conmigo… no, sólo tenía dieciocho… y de eso hace ya quince años, y en total hacen treinta y tres. «Bueno, Elizabeth», le dije yo, «aún no me has dicho de quién se trata, pero si es el arzobispo de Canterbury o el príncipe de Gales…», porque me pareció que tenía que hacer un pequeño chiste como ese, «¡espero que le hagas tan feliz como me has hecho a mí todos estos años!».

—¡Pobrecita! —dijo Olga—. Yo me habría puesto histérica y habría prohibido las amonestaciones.

—No, señorita Bracely, no lo habría hecho —dijo la señora Weston—, usted habría estado exactamente tan agradecida como yo de que ella tuviera un buen marido del que cuidar y que la cuidara. Así que luego Elizabeth dijo: «Dios bendito, señora, no es ninguno de esos dos… ninguno de esos grandes señores. Es Atkinson, el criado del coronel. Pregúntele al coronel por el carácter de Atkinson y entonces estaría usted tan agradecida como yo».

—El tal Atkinson debe de ser una tartana, igual que Georgie —dijo Olga—. Han estado viviendo pared con pared todos estos años: ¿por qué ese hombre no se animó antes? La única circunstancia que lo disculpa es que lo ha hecho ahora. Nuestro pobre Georgie en cambio…

—Ahora está siendo usted cruel con el coronel Boucher otra vez —dijo Georgie—. Coronel, creo que nos han invitado aquí para insultarnos.

El coronel Boucher apenas toleraba de mala gana a Georgie, y más bien disfrutaba despreciándolo.

—Bueno, si usted llama a un vaso de vino y una cena como ésta un insulto —dijo—, por mi vida que no sé lo que considerará usted un cumplido.

—Yo sí sé a lo que llamo un cumplido —dijo Olga—, y es que todos ustedes hayan venido a cenar tras una invitación tan apresurada por mi parte. Respecto a las inminentes nupcias de Georgie, bueno…

—Eres enojosamente pertinaz —dijo Georgie—. Si continúas así, no te invitaré a la boda. Hablemos mejor de la de Elizabeth. ¿Cuándo se van a casar, señora Weston?

—Eso es lo que le dije a Elizabeth. «Coge un almanaque, Elizabeth», le dije, «no sea que vayas a elegir un domingo. Y no digas “el 20 del mes que viene” sin mirarlo antes. Al contrario, ten ojo de que el 20 no caiga en domingo, o en viernes, porque aunque yo no creo en esas cosas, una nunca sabe…». Porque ahí está la señora Antrobus —dijo la señora Weston, poniendo de repente una nota a pie de página en su discurso sobre Elizabeth—, que se casó un viernes, y en el plazo de un año se quedó tan sorda como la ven ustedes ahora. Luego, estaba el tío del señor Weston… su tío político, he de decir, que se casó otro viernes, y perdieron el tren cuando se iban a ir de luna de miel y tuvieron que quedarse toda la noche donde estaban, sin una mísera esponja ni un cepillo de dientes mientras tanto, porque todo su equipaje estaba ya en el tren, yendo a toda velocidad hacia Torquay. «Así que hazlo el 20, Elizabeth», le dije yo, «pero si no cae en viernes o en domingo, y así tendré tiempo de buscar a alguien, y lo mismo le diré al coronel, ¡aunque no espero que ninguno de los dos encontremos a nadie como vosotros! Y no llores, Elizabeth», le dije yo, porque la pobre se estaba deshaciendo en llanto, «porque si lloras en una boda, ¿qué vas a dejar para los funerales?».

—¡Ahahá! ¡Por mi vida, yo diría que fue muy benévolo por su parte tratar así a su Elizabeth! —dijo el coronel—. Yo, por mi parte, le dije a Atkinson que, antes que darle la enhorabuena, prefería no haberle puesto la vista encima jamás.

Olga se levantó.

—Ocúpate del coronel Boucher, Georgie —dijo—, y llama para cualquier cosa que necesites. ¡Vaya luna! ¿No es celestial? ¡Cómo deben de estar disfrutándola Atkinson y Elizabeth!

Los dos hombres pasaron su buena media hora con una conversación sólo moderadamente agradable, pues Georgie siguió dando la matraca implacable con la desgracia que le había caído por no poder contar con Atkinson y con los placeres de su compañía. Al coronel le resultó inútil intentar cambiar el tema de conversación y hablar de los inminentes cuadros dramáticos, y del vago rumor que aseguraba que la señorita Piggy se había caído de bruces en el estanque de los patos, y de que la señora Quantock y su marido habían ido a que les echaran las cartas aquella tarde con notables resultados, pues las cartas habían revelado que el nombre de su marido era Robert y el suyo Daisy. Cualquiera que fuera el sendero que escogiera el coronel, Georgie lo volvía a pastorear en dirección al camino empedrado que Olga le había ordenado que tomara, así que cuando Georgie finalmente le permitió huir a la sala de música, el hombre estaba ansioso de la compañía mucho más amable de las damas. Olga se levantó cuando ellos entraron.

—Georgie es tan holgazán —dijo— que es inútil pedírselo. Pero vayamos usted y yo a pasear un rato por mi jardín, coronel. Hay una luna divina y hace muy bueno.

Salieron a la noche apacible.

—Es increíble que estemos en octubre —dijo Olga—. Me parece que en Riseholme no hay invierno, ni otoño tampoco, puestos a decir. Son todos ustedes tan jóvenes, tan deliciosamente jóvenes. Mire a Georgie, ahí lo tiene: todavía parece un muchacho, y respecto a la señora Weston, no parece que tenga más de veinticinco años, ni uno más.

—Sí, es una mujer maravillosa —dijo el coronel—. Siempre tan agradable y tan animada. Y muy agraciada, también, por Júpiter: yo considero que la señora Weston es una mujer muy agraciada. No ha cambiado ni un ápice desde que la conocí.

—Eso es lo maravilloso de todos ustedes —terció Olga—. Todos están tan activos y tan jóvenes como hace diez años. Es asombroso. Y respecto a usted, no estoy segura de que precisamente usted no sea el más asombroso de todos. Me siento como si hubiera estado cenando con tres deliciosos primos un poco más jóvenes que yo… no mucho más jóvenes, apenas un poco. ¡Dios mío! ¡Cómo me divertí con todos ustedes la otra noche aquí! ¡Vaya paso que lleva, coronel! ¿Cómo camina usted si llama a esto paseo?

El coronel Boucher moderó el paso. Pensaba que Olga había estado caminando demasiado deprisa.

—Lo lamento mucho, desde luego —dijo—. Ciertamente Riseholme es un lugar saludable y vigorizante. Tal vez por eso conservemos tan bien nuestra juventud. Dios me bendiga, pero los días van pasando sin que uno se dé cuenta. Y pensar que yo llegué aquí con Atkinson hará cerca de diez años…

Aquello fue suficiente para Olga: rápidamente se aferró a sus últimas palabras.

—Es absolutamente espantoso perder a los criados —dijo—. Los criados se convierten en verdaderos amigos, ¿no le parece?, especialmente cuando uno vive solo, como usted. ¡Ahí están Georgie y Foljambe! Pero no me sorprendería ni un ápice que Foljambe tuviera una nueva señora a no mucho tardar.

—¡Ah!, ¿sí? ¿De verdad? Pensaba que usted sólo le estaba tomando el pelo durante la cena. ¿Georgie casándose, eh? Su mujer le tendrá que quitar la labor de las manos. ¿Puedo… oh… puedo preguntar el nombre de la señorita?

Olga decidió jugar su as. Por así decirlo, se lo había encontrado en la mano de repente y era de lo más tentador. Se detuvo.

—Pero… ¿no lo adivina? —dijo—. ¡A ver si voy a estar metiendo la pata…!

—¡Ah, la señorita Antrobus…! —dijo el coronel—. La que creo que llaman Piggy. No, yo diría que ahí no hay nada.

—Oh, eso no se me habría ocurrido jamás… —replicó Olga—. Me atrevo a decir que probablemente me equivoque. Sólo juzgué a partir de lo que pensé que había entrevisto en el pobre Georgie. Yo diría que es sólo lo que debería haber hecho hace diez años, y ahora no quedan más que rescoldos. Hablemos de otra cosa, aunque no entremos todavía, ¿le parece?

Olga se sintió bastante segura en su fingida reticencia a revelarle la verdad; la gula de Riseholme por los chismes obligó imperiosamente al coronel a hacer más preguntas.

—De verdad, debo de estar muy torpe —dijo—. Me atrevo a decir que cualquier mirada limpia que observe este pueblo verá más que yo. ¿De quién se trata, señorita Bracely?

Ella se rio.

—Ah, ¡qué torpes son los hombres cuando observan a otros hombres! —dijo—. ¿No lo ha visto en la cena? Apenas le quitó los ojos de encima…

Entonces Olga obtuvo una fantástica y gloriosa recompensa. El rostro del coronel Boucher palideció completamente a la luz de la luna. Se le veía absolutamente asombrado.

—¡Vaya, me sorprende usted…! —dijo—. Me parece a mí que una mujer como Dios manda, aunque coja como ella, no se fijaría nunca en una simple
costurera
como Georgie… en fin, dejémoslo ahí.

Entrechocó los zapatos con un taconazo y se metió las manos en los bolsillos.

—Se está poniendo la noche un poco fresca —dijo—. Va a coger usted un resfriado, señorita Bracely, y ¿qué dirá su marido si descubre que he estado paseando con usted al fresco después de cenar?

—Sí, entremos —dijo Olga—. Hace fresco. Qué considerado es usted con una servidora.

Georgie, ignorando cómo había sido utilizado, se encontró con que el coronel lo apartaba a empujones de la señora Weston, y eso le vino de maravilla, pues en aquel preciso momento Olga dijo que iba a cantar, a menos que a alguno le importara, y lo invitó a acompañarla. Ella permaneció tras Georgie, asomándose de vez en cuando por encima de él, con una mano apoyada en su hombro, y cantando aquellas implacables y sencillas canciones inglesas apropiadas para la ocasión. Entonó
Intento huir de los dolores del amor
, y
Sally en nuestro callejón
, y
Anda, vente a vivir conmigo
, y en ocasiones, entre el murmullo de las partituras al girar, ella le susurraba.

—Georgie, soy más lista que nadie, y moriré sola y sin que nadie me quiera —le dijo una vez. Y en otra ocasión, más enigmáticamente aún, dijo—. He sido una sinvergüenza, pero te lo contaré cuando se vayan. Quédate luego.

Entonces trajeron un poco de whisky, y ella insistió en que «los jóvenes» tomaran también un poco; cuando finalmente los vio salir por la puerta, volvió corriendo con Georgie.

—He sido una sinvergüenza —dijo—. Creo que le he dado a entender que estabas enamorado de la señora Weston. ¡Dios mío, ha sido sencillamente perfecto! Ha sido el no va más, y si no me perdonas, lo mismo me da. ¿No fue pura astucia? El coronel simplemente no pudo soportar que te salieras con la tuya siendo tan joven.

—Bueno, realmente…

—Ya lo sé. Y tengo que comportarme como una sinvergüenza otra vez. Voy a subir a mi dormitorio… puedes venir también si quieres, porque desde allí se ve la calle de la iglesia. No podré pegar ojo a menos que confirme que ha entrado en casa con ella. Serán exactamente como Fausto y Margarita entrando en la casa; y tú y yo seremos Mefistófeles y Marta
[47]
. ¡Vamos, deprisa!

Desde la oscuridad de su ventana observaron la silla de ruedas de la señora Weston mientras la empujaban por la calle iluminada.

—La está llevando el coronel —susurró Olga, aplastándolo contra una esquina de la ventana—. ¡Mira! Ahí está Tommy Luton, en el camino. Ahora se han parado ante la puerta de la señora Weston… No puedo soportar este suspense. ¡Oh, Georgie, han entrado…! Y Atkinson se queda fuera, y Elizabeth también, y tú has prometido dejarles a Foljambe. ¿A qué casa crees tú que se irán a vivir? ¿No estás contento?

12

P
or aquellos días, la desafortunada Lucía comenzó a deslizarse por una pendiente de extremada mala suerte, cuyo preludio, seguramente, habría de remontarse a la aventura (o más bien desventura) del gurú; o quizá es que la noticia de su incapacidad para reconocer la luna de agosto, a la que Georgie había saludado con tanto entusiasmo, pudo haber llegado a oídos del satélite en octubre. El caso es que simplemente había decidido «cortar» con el lucero de agosto…

Primero se había producido el fiasco de que Olga acudiera a ver los
tableaux
, y esa fue la causa por la que al final enviara aquella contestación tan ácida a la impertinencia de lady Ambermere,
via
señorita Lyall. Y aquella misma mañana, lady Ambermere, volviendo a Riseholme, quizá con aquel preciso objetivo, se había comportado con Lucía igual que Lucía se había comportado con el lucero, y «cortó» con ella. Aquello fue irritante, pero toda esa irritación fue mitigada por el hecho de que lady Ambermere había ido luego a visitar a Olga, y le habían dicho que no estaba en casa, aunque podía oírse perfectamente que la
prima donna
estaba ensayando en la salita de música. Después de lo cual lady Ambermere le había ordenado del modo más enérgico a su gente que se marcharan a casa, y se había metido en su coche con tal indiferencia respecto al mundo exterior que sin darse cuenta se había sentado encima de
Pug
.

La señora Quantock había oído perfectamente aquella orden de volver a casa, aunque fuera encima de
Pug
, y se lo había contado con gran preocupación a Lucía, que estaba cien yardas más allá, de paseo. También le contó lo del reciente compromiso de Atkinson y Elizabeth, que era todo lo que ella sabía respecto a los acontecimientos que estaban teniendo lugar en aquellos domicilios. A lo cual, Lucía, con una amable sonrisa, había contestado: «Querida Daisy, algunas personas son verdaderamente
esclavas
de su servidumbre. Estoy segura de que la señora Weston y el coronel Boucher estarán muy apenados, pobrecitos. Ahora, tengo que irme a casa. ¡Ojalá pudiera pararme aquí contigo y charlar un ratito en la plaza!». Y dejó escapar su risa argentina, pues se sentía mucho mejor ahora que sabía que Olga le había dicho a lady Ambermere que estaba fuera cuando resultaba perfectamente audible desde el exterior.

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