Estas agonías artísticas tenían sus recompensas, que lo resarcían sobradamente, pues esas sesiones pictóricas permitían a Georgie coger su caballete y su caja de acuarelas y marcharse a casa de Olga, y quedarse luego con ella mientras ensayaba. En estas ocasiones no había ningún solaz de lilas solas ni yegua de York alguna, pues estaba ocupadísima aprendiendo su papel en
Lucrezia
, en lo cual empleaba dos horas sin interrupción todas las mañanas, y Georgie comenzaba a percibir cuánto trabajo se necesitaba para producir la espontánea sencillez con la que Brunilda saludaba al sol. Más asombroso era, incluso, el hecho de que el simple aprendizaje de las notas no constituía sino la tarea preliminar para lo que ella llamaba «el verdadero trabajo». En poco tiempo, cuando terminara con la mera parte mecánica, tendría que estudiar… Y luego, cuando hubieran concluido sus ensayos, se sentaría lánguidamente con la cabeza de perfil contra un fondo negro, y Georgie chuparía un extremo de su pincel y mordería el otro, y se preguntaría si alguna vez conseguiría plasmar algo que pudiera atreverse a regalarle. Debido al escrutinio profesional de su rostro, Georgie llegó no sólo a admirarlo, sino a adorarlo y, debido al diario contacto con ella, comenzó a cernirse sobre él la mentalidad juvenil que lo iluminaba.
—Georgie, voy a regañarte… —le dijo Olga un día mientras se levantaba de su sitio frente al panel negro—. Eres un burro y un egoísta. No piensas en nada más que en tu propia satisfacción. ¿Nunca has reparado en ello?
Georgie dejó escapar un grito ahogado de sorpresa. Allí estaba él, pasando las mañanas enteras en pos de algo que mereciera la pena obsequiarle por Navidad, y eso por no hablar de las horas que se había pasado con la boca abierta delante del espejo y del coste del precioso marco que había encargado. Y, sin embargo, al parecer, se daba por sentado que sólo estaba pensando en sí mismo. Por supuesto, Olga no sabía que el cuadro iba a ser para ella…
—¡Qué antipática eres! —exclamó Georgie—. Siempre me estás criticando. Explícate.
—Bueno, según veo estás abandonando a tu viejo círculo por tu nueva amiga —dijo—. Querido, nunca deberías abandonar a un viejo amigo. Por ejemplo, ¿cuándo tocaste un dueto por última vez con la señora Lucas?
—¡Oh, no hace mucho! —dijo Georgie.
—Hace demasiado, diría yo. Pero no estoy hablando sólo de sentarte con ella a aporrear el piano, como sueles. ¿Cuándo pensaste en ella por última vez e hiciste planes con ella y hablasteis como los críos?
—¿Se puede saber quién te ha dicho que yo hago eso? —preguntó Georgie.
—¡Por Dios bendito! ¿Cómo pretendes que me acuerde de ese tipo de cosas? Yo diría, así a vuelapluma, que alguien me lo contó, y punto. Ahora la pobre señora Lucas se siente desplazada y abandonada, y lo que es peor, destronada. No se me quita de la cabeza, y te lo comento porque eso que le pasa es sobre todo por tu culpa. Ahora estamos hablando con absoluta sinceridad, así que no me vengas con evasivas y no me digas que soy yo quien lo ha ideado todo. Sé exactamente lo que estás pensando, pero te equivocas completamente. En primer lugar, es culpa de la propia señora Lucas, porque, con toda seguridad, es la mujer más estúpida que he visto en mi vida; pero en parte también es culpa tuya —se dio la vuelta—. Vamos, Georgie, pongamos de una vez las cartas sobre la mesa —dijo—. Me siento absolutamente impotente para hacer nada, porque ella me detesta, y tú tienes que ayudarla a ella y de paso ayudarme a mí, y abandonar tu egoísmo. Antes de que yo llegara aquí, ella solía manipularos a todos, y os daba golosinas: os invitaba a sus escenitas dramáticas y a escucharla tocar esa vieja sonata
Claro de luna
, y oírla hablar siete palabras en italiano. Y entonces llegué yo sin ninguna otra intención en absoluto más que la de disfrutar de mis vacaciones, y a ella se le metió en la cabeza que yo estaba intentando gobernar el pueblo en su lugar. ¿Es así o no? Sólo di «sí».
—Sí —dijo Georgie.
—Bueno, eso me coloca en una posición desagradabilísima, en una situación de total impotencia. Hice todo lo posible por resultarle agradable: fui a su casa hasta que dejó de invitarme, y la invité aquí para cualquier cosa que yo pensara que pudiera divertirle, hasta que dejó de venir. Pasé por alto sus groserías, que son muy notables, y sus absurdos aires de condescendencia, que no me ofendieron ni en lo más mínimo. Pero, Georgie, ella continuó haciendo el ridículo más espantoso, y de todo me echa a mí la culpa. ¿Acaso tuve yo la culpa de que no conociera al Spanish Quartet cuando lo escuchó, o de que no supiera ni una palabra de italiano, aunque hiciera ver ante todos que sí? ¡O de lo del otro día (fue la última vez que la vi, cuando tocaste tu Debussy en casa de la tía Jane) cuando me habló sobre quintas sumergidas!
Olga de repente estalló en carcajadas, y Georgie puso la típica cara riseholmense de intensa curiosidad.
—Me lo tienes que contar todo —dijo—, y yo te contaré todo lo que no sabes.
Olga secundó la propuesta, y comenzó a hablar con la voz de
la tía Jane
, pues a todo esto había adoptado a la señora Weston como tía.
—Bueno, fue el lunes pasado… —dijo—, ¿o fue el domingo? No, no pudo haber sido el domingo, porque ese día no viene nadie a tomar el té a casa. Elizabeth va a casa de Jacob y se pasa la tarde con Atkinson, o al revés, lo cual no tiene ninguna importancia, porque la cosa es que Elizabeth debía de tener el día libre. En fin, que era lunes, y tía Jane (ahora estoy hablando yo otra vez) sirvió un té durante el cual tú tocaste
Poissons d’or
. Y cuando terminaste (los pececillos de colores), la señora Lucas emitió un gran suspiro y dijo: «¡Pobre Georgino! Perdiendo su tiempo con esa basura…», aunque sabía perfectamente que yo te había regalado la partitura. Así que yo dije: «Conque crees que esto es basura…», y ella me dijo: «Totalmente. Se violan todos los preceptos de la música. ¿O es que no le espantan esas quintas sumergidas, señorita Bracely?».
Olga volvió a reírse, y habló con su propia voz.
—Oh, Georgie, es una idiota —dijo—. Lo que quiso decir, supongo, era
quintas consecutivas
: ¡las quintas no se pueden sumergir! Así que le dije (porque yo pensaba que realmente estaba bromeando): «Por supuesto que las hay, pero debes perdonárselo a Debussy, ¡porque así disfrutamos de ese maravilloso fragmento de décimas sumergidas!». Y ella se puso toda seria, y sacudió la cabeza, y dijo que se temía que era una purista. Eso es todo lo que sé. ¿Qué sucedió después?
—Inmediatamente después —explicó Georgie, animadamente— me trajo las partituras y me pidió que le mostrara dónde estaba el pasaje de las famosas décimas sumergidas. Yo no lo sabía, pero encontré algunas décimas en la partitura, y ella se animó mucho y dijo: «Sí, es verdad: esas décimas sumergidas son verdaderamente impresionantes». Entonces le indiqué que la décima sumergida no era una expresión musical, y que la palabra ‘sumergida’ sólo hace referencia a la economía musical. Ante lo cual no dijo nada más, pero cuando se fue, me pidió que le prestara el manual de
Armonía
de Dalston. Me atrevería a decir que todavía está buscando algo relacionado con las dichosas décimas.
Olga encendió un cigarrillo y se puso seria de nuevo.
—Bueno, esto no puede continuar —dijo—. No podemos consentir que la pobrecita se sienta tan enojada y tan aislada. Luego, además, estuvo lo de la señora Quantock, negándose rotundamente a permitirle ver a la princesa…
—Eso sí fue por su culpa —dijo Georgie—. Porque fue una acaparadora con el gurú.
—Eso lo hace todo aún más penoso. Y yo no puedo hacer nada porque ella me culpa a mí de todo. Yo los invitaría, a ella y a Pepino, a que vinieran aquí todas las noches, y escucharía sus aburridas melodías durante toda la velada, y la dejaría que hiciera lo que quisiera si eso sirviera para algo. Pero las cosas han ido demasiado lejos: no querrá venir por nada del mundo. Todo ha ocurrido sin que prácticamente me haya dado cuenta. Jamás imaginé que todo fuera a acabar así, y lo odio.
Georgie echó mano a la teoría espiritista.
—¡Si eres una reencarnación —exclamó, sintiendo una repentina oleada de admiración—, es que en tu vida anterior fuiste un ángel! ¿Cómo puedes perdonarle esos espantosos desplantes que te ha hecho…?
—Oh, por Dios, cállate —dijo Olga—. Tenemos que hacer algo. ¿Qué te parecería si dieras una bonita fiesta el día de Navidad? Invítala ya, cuanto antes. Pídele que te ayude a organizarla: deja claro que ella será la reina de la fiesta.
—De acuerdo. Pero tú vendrás, ¿no?
—Por supuesto que no lo haré. Tal vez acuda más tarde, con Goosie, o con alguien por el estilo. ¿No te das cuenta de que todo se estropearía si yo fuera a cenar? Debes dejarme fuera, y que se note claramente. Entrégale también un regalo de Navidad bonito, caro y refinado. Podrías darle ese retrato que estás haciendo de mí… No, supongo que eso no le gustaría. Bueno, simplemente tranquilízala y hazle ver que no puedes vivir sin ella. Tú has sido su mano derecha todos estos años. Consigue que vuelva a hacer sus teatrillos de nuevo y, oh, creo que debes invitarme después para que vaya. Estoy deseando verles a ella y a Pepino en los papeles de Brunilda y Sigfrido. Simplemente ocúpate de ella, Georgie, y anímala. Prométeme que lo harás. Y hazlo como si te fuera la vida en ello, o de otro modo no funcionará.
Georgie comenzó a recoger su caja de acuarelas. No era el plan que había pensado para el día de Navidad, pero si eso era lo que deseaba Olga, no tendría más remedio que acatarlo.
—Bueno, haré todo lo que pueda —dijo.
—Muchas, muchísimas gracias. Eres un encanto. Y hablando de otra cosa, ¿cómo vas con tu
planchette
? Yo he estado holgazaneando todo el día delante de mi bola de cristal, pero ya estoy cansada de verme mi propia nariz.
—La
planchette
no escribe nada más que unos cuantos nombres —dijo Georgie, omitiendo el hecho de que el de Olga era el más frecuente—. Creo que lo dejaré.
Eso parecía bastante razonable, pues desde que Riseholme gozaba de entretenimientos nuevos y emocionantes cada pocas semanas, por no hablar de los entretenimientos habituales de la vida diaria, era comprensible que incluso las actividades más apasionantes no pudieran mantenerse en el candelero durante mucho tiempo. Y así, el interés en el espiritismo se había agostado con la rapidez de una semilla en un terreno pedregoso.
—Incluso la señora Quantock parece haber perdido el interés —dijo Olga—. Estuvo con su marido aquí ayer por la noche, pero ella se mostró bastante desganada cuando le sugerí organizar una sesión. Me pregunto si habrá ocurrido algo para que haya dejado de interesarle.
—¿Qué crees que puede haber sido? —preguntó Georgie, con la típica presteza riseholmense.
—Georgie, ¿de verdad tú te crees lo de la princesa y lo de Pocky?
Georgie miró a su alrededor para comprobar que no hubiera nadie escuchándolo.
—Lo creí en su momento… —susurró—, al menos, creo que lo creí. Pero ahora todo eso me parece menos probable. Al fin y al cabo, ¿quién era la princesa? ¿Por qué nunca habíamos oído hablar de ella? Me parece que la señora Quantock se la encontró en el tren o algo parecido.
—Yo tampoco me creo nada —dijo Olga—. Pero ni una palabra de esto. A la tía Jane y al tío Jacob les hace inmensamente felices creer en todo eso. Sus líneas de la vida son larguísimas y no se morirán hasta que tengan más de cien años. Y ahora, vete a ver a la señora Lucas, y si no te invita a almorzar, puedes volver aquí.
Georgie se llevó el cuadro y sus bártulos de pintura a casa, y después se fue a la de Lucía, absolutamente consciente de que aunque no quisiera que fuera a su casa a cenar el día de Navidad, ni volver a sus duetos y sus obligaciones de
aide-de-camp
, había algo excitante y dulce en la tarea de llevarlo a cabo que procedía única y exclusivamente del hecho de que Olga deseara que él lo hiciera así; de que al cumplir sus deseos la estuviera complaciendo. En sí mismo, aquello era un asunto de lo más desagradable, en sí mismo tendía a apartarlo de Olga —puesto que tenía que dedicarle más tiempo a Lucía—, y, sin embargo, encontraba cierto placer en hacerlo. «Creo que me estoy enamorando de ella», se dijo Georgie. «Es maravillosa. Es fantástica. Es…»
En aquel momento sus pensamientos se disiparon violentamente, porque Robert Quantock salió de su casa con violenta precipitación, dirigió una mirada airada a Georgie con el ceño fruncido, y cruzó presuroso el jardín de la plaza en dirección al quiosco de prensa. Georgie recordó de inmediato que lo había visto allí aquella misma mañana, antes de ir a ver a Olga, comprando un nuevo periódico de dos peniques, con la portada amarilla, llamado
Todd’s News
. Habían intercambiado unas palabras en una amable conversación y… ¿qué podría haber ocurrido en las últimas dos horas para que ahora Robert se limitara a bufarle y a correr como lo hacía al quiosco de prensa? Era imposible no detenerse unos instantes, con el fin de ver qué hacía Robert cuando llegara al quiosco, así que, con la ayuda de sus gafas, Georgie se percató de que Robert se acababa de hacer con una pila entera de periódicos de portada amarillenta, presumiblemente el
Todd’s News
. Pero la carne es débil y no puede resistirse a los antojos de la curiosidad, así que, dando un rodeo, para evitar que Robert volviera a bufarle, ya que se dirigía rápidamente hacia él con el ceño igual de fruncido que antes, dio la vuelta, se acercó al quiosco y pidió un ejemplar del
Todd’s News
. La brillante mañana de diciembre se tornó súbitamente oscura y misteriosa, pues el propietario le dijo que el señor Quantock acababa de comprar todos los ejemplares que había en el puesto. Y Georgie no pudo conseguir más información al respecto, excepto que había comprado también un ejemplar de todos los demás periódicos diarios.
Nada en claro pudo sacar Georgie de todo aquello y, habiendo observado cómo Robert se volvía a meter en casa rápidamente, continuó su camino hasta la casa de Lucía. Si hubiera visto lo que hizo Robert al llegar a casa, es probable incluso que no hubiera podido evitar allanar la casa de los Quantock y robarle un ejemplar del
Todd’s News
…
Robert subió raudo a su estudio y cerró la puerta con llave. Sacó de debajo de la almohadilla secante del escritorio el ejemplar del
Todd’s News
que había comprado a primera hora de la mañana y lo puso junto al resto. Luego, con el ceño fruncido, buscó la información policial de
The Times
, y, tras leerla, apartó el diario a un lado. Hizo lo mismo luego con el
Daily Telegraph
, el
Daily Mail
, el
Morning Post
y el
Daily Chronicle
. Y, finalmente, examinó con detenimiento el
Daily Mirror
(éste era el último de los periódicos diarios), lo rompió en mil pedazos y exclamó: «Maldita sea».