—¿Qué impresión te han causado, John?
—Mejor de la que esperaba. Están en buena forma física. Conocen la zona. Conocen la época.
—¿Y será muy difícil convencerlos?
—Creo que están preparados —afirmó Gordon—. Basta con que lleves cuidado al hablar de los riesgos.
—¿Me sugieres acaso que no sea totalmente sincero? —preguntó Doniger.
—Sólo digo que conviene plantearlo con cautela. Son muy inteligentes.
—¿Ah, sí? Bien, veamos —dijo Doniger, y abrió la puerta.
Kate y sus compañeros esperaban solos en una sencilla y austera sala de reuniones: una mesa rayada de formica, sillas plegables dispuestas en desorden. A un lado había una enorme pizarra blanca, llena de fórmulas tan largas que abarcaban de uno a otro extremo. Para Kate, esas fórmulas eran un misterio. Estaba a punto de preguntar a Stern qué eran cuando entró Robert Doniger.
Kate quedó sorprendida por su juventud. No aparentaba una edad mucho mayor que la de ellos, sobre todo vestido con unos vaqueros, un polo Quicksilver y unas zapatillas deportivas. Pese a la avanzada hora de la noche, se le veía pletórico de energía mientras rodeaba la mesa estrechándoles la mano y llamándolos por su nombre de pila.
—Kate, encantado de conocerte —dijo Doniger, sonriéndole—. He leído tu estudio preliminar sobre la capilla. Me ha impresionado.
—Gracias —logró articular Kate, asombrada, pero Doniger había pasado ya al siguiente.
—Y aquí tenemos a Chris. Me alegro de volver a verte. Me gusta tu simulación por ordenador del puente del molino; creo que será una provechosa aportación.
Chris sólo tuvo tiempo de asentir con la cabeza antes de que Doniger dijera:
—Y tú debes de ser David Stern. No nos conocemos pero, según tengo entendido, también eres físico, como yo.
—Así es…
—Bienvenido a bordo. Y André. ¡Te has superado a ti mismo! En tu artículo sobre los torneos de Eduardo I sin duda le enmiendas la plana a Monsieur Contamine. Buen trabajo. Y ahora, por favor, sentaos.
Los cuatro tomaron asiento, y Doniger fue a situarse a la cabecera de la mesa.
—Iré directo al grano —anunció—. Necesito vuestra ayuda, y os diré por qué. En los diez últimos años mi empresa ha desarrollado una tecnología revolucionaria. No es una tecnología destinada a la guerra. Tampoco es una tecnología comercial, con fines lucrativos. Al contrario, es una tecnología inocua y pacífica que reportará un
gran
beneficio a la humanidad. Un gran beneficio. Pero necesito vuestra ayuda.
»Considerad por un momento el desigual impacto de la tecnología en las distintas áreas del saber a lo largo del siglo
XX
. La física utiliza la tecnología más avanzada, incluidos anillos aceleradores de muchos kilómetros de diámetro. Lo mismo puede decirse de la química y la biología. Hace cien años Faraday y Maxwell tenían pequeños laboratorios privados. Darwin trabajaba con un cuaderno y un microscopio. Hoy, en cambio, no podría realizarse ningún descubrimiento científico importante con instrumentos tan elementales. Las ciencias dependen por completo de la alta tecnología. Pero ¿y las humanidades? ¿Qué ha ocurrido con las humanidades durante ese mismo período de tiempo? —Tras una pausa retórica, añadió—: La respuesta es: nada. En ese campo no ha surgido ninguna tecnología significativa. Un estudioso de la literatura o la historia trabaja hoy
exactamente
igual que sus predecesores hace cien años. Sí, se han producido cambios menores en la autentificación de documentos, se ha introducido el uso del CD-ROM, y alguna otra cosa. Pero el trabajo cotidiano básico del estudioso es
exactamente el mismo
. —Los miró uno por uno—. Así pues, nos hallamos ante una injusticia. Existe un desequilibrio entre las áreas del saber humano. Los medievalistas se enorgullecen de la revolución que han experimentado sus concepciones a lo largo del siglo
XX
. Pero la física ha conocido tres revoluciones en el mismo siglo. Cien años atrás los físicos debatían sobre la edad del universo y el origen de la energía del Sol. Nadie en el mundo conocía las respuestas. Hoy en día cualquier colegial las conoce. Hoy en día disponemos de una información pormenorizada del universo, lo comprendemos a todos los niveles, desde las galaxias hasta las partículas subatómicas. Hemos aprendido tanto que podemos describir con todo detalle qué ocurrió en los primeros minutos del nacimiento del universo tras la explosión inicial. ¿Pueden los medievalistas igualar este avance en su propio campo? En una palabra, no. ¿Por qué no? Porque no cuentan con una tecnología en la que apoyarse. Nadie ha desarrollado una nueva tecnología en beneficio de los historiadores… hasta ahora.
Una interpretación magistral, pensó Gordon. Una de las mejores de Doniger, mostrándose cautivador, enérgico y en algunos momentos incluso rayano en la exageración. No obstante, el hecho era que Doniger les había explicado la parte apasionante del proyecto sin revelar ni remotamente el verdadero propósito, sin insinuar siquiera cuál era la situación real.
—Pero os he dicho que necesitaba vuestra ayuda, y la necesito —prosiguió Doniger. De pronto cambió de ánimo. Empezó a hablar lentamente, con expresión taciturna, preocupada—. Sabéis que el profesor Johnston vino a vernos porque creía que le ocultábamos información. Y en parte así era. Poseíamos cierta información que nos reservamos, porque no podíamos explicar cómo la obtuvimos.
Y porque Kramer metió la pata, pensó Gordon.
—El profesor Johnston nos presionó —dijo Doniger—. Vosotros ya lo conocéis. Incluso nos amenazó con acudir a la prensa. Al final, le enseñamos la tecnología que ahora vamos a enseñaros a vosotros. Y se entusiasmó…, tal como os ocurrirá a vosotros. Pero insistió en ir al pasado, para verlo con sus propios ojos. —Doniger guardó silencio por un instante—. Nos opusimos, y volvió a amenazarnos. Así que no nos quedó otra alternativa, y le dejamos ir. De eso hace ya tres días. Todavía está allí. Os pidió ayuda, mediante un mensaje que sabía que encontraríais. Vosotros conocéis ese lugar y ese tiempo mejor que nadie. Tenéis que ir allí y traerlo. Sois su única esperanza.
—¿Qué le pasó allí exactamente? —preguntó Marek.
—No lo sabemos —respondió Doniger—. Pero incumplió las reglas. —¿Las reglas?
—Debéis comprender que ésta es una tecnología muy nueva. Ha de usarse con cautela. Enviamos observadores al pasado desde hace unos dos años, utilizando ex marines, personas con preparación militar. Pero no son historiadores, claro está, y siempre les hemos impuesto severas restricciones.
—¿Qué restricciones?
—No hemos permitido a nuestros observadores entrar en el mundo una vez allí. No hemos permitido que nadie permanezca allí más de una hora. Y no hemos permitido a nadie alejarse de la máquina más de cincuenta metros. Nadie ha dejado atrás la máquina y entrado en el mundo.
—Excepto el profesor —dijo Marek.
—Eso suponemos, sí.
—Y para encontrarlo, nosotros tendremos que entrar también en el mundo.
—Sí —contestó Doniger.
—¿Y seremos los primeros en hacerlo? ¿Los primeros en entrar en el mundo?
—Sí. Vosotros, y antes que vosotros, el profesor. Se produjo un silencio.
—¡Fantástico! —exclamó Marek de pronto con una amplia sonrisa—. Estoy impaciente por ir.
Los otros, sin embargo, continuaron callados. Se les veía tensos, nerviosos.
—En cuanto a ese hombre que encontraron en el desierto… —comentó Stern.
—Joe Traub —apuntó Doniger—. Era uno de nuestros mejores científicos.
—¿Qué hacía en el desierto?
—Por lo visto, viajó hasta allí por propia iniciativa. Su coche apareció en las proximidades. Pero ignoramos por qué fue.
—Según parece —añadió Stern—, se hallaba en un estado lamentable, le pasaba algo en los dedos…
—Eso no constaba en el informe forense —atajó Doniger—. Murió de un ataque al corazón.
—¿Su muerte, pues, no tuvo nada que ver con esta tecnología?
—Nada en absoluto —aseguró Doniger.
Siguió otro silencio. Chris se movió inquieto en su silla.
—Y para entendernos, ¿hasta qué punto es segura esta tecnología? —preguntó.
—Tan segura como conducir un coche —respondió Doniger sin vacilar—. Recibiréis todas las instrucciones necesarias, y os enviaremos con alguno de nuestros observadores experimentados. El viaje durará como máximo dos horas. Sólo tenéis que ir y traerlo.
Chris Hughes tamborileó en la mesa con los dedos. Kate se mordió el labio. Nadie habló.
—Escuchad, esto es totalmente voluntario —dijo Doniger—. Vosotros debéis decidirlo. Pero el profesor os ha pedido ayuda. Y no creo que le falléis.
—¿Por qué no envían sólo a los observadores? —preguntó Stern.
—Porque ellos no poseen suficiente conocimiento del medio, David. Como bien sabéis, aquél es un mundo muy distinto. Vosotros, en cambio, conocéis a la perfección el lugar y la época, Conocéis las lenguas y las costumbres.
—Pero nuestros conocimientos son académicos —adujo Chris.
—Ya no —repuso Doniger.
Acompañados por Gordon, los cuatro abandonaron la sala para ver las máquinas. Doniger los observó marcharse. Al cabo de un instante entró Kramer, que había seguido la entrevista a través de un monitor del circuito cerrado de televisión.
—¿Qué opinas, Diane? —preguntó Doniger—. ¿Irán?
—Sí. Irán.
—¿Y lo conseguirán?
Kramer pensó por un momento.
—Diría que tienen un cincuenta por ciento de probabilidades.
Bajaron por una rampa de cemento con anchura suficiente para permitir el paso de un camión. Iba a dar a una maciza puerta de acero de dos hojas. Marek vio media docena de cámaras de seguridad instaladas en distintos puntos de la rampa. Las cámaras giraban, siguiéndolos mientras descendían hacia la puerta. Al pie de la rampa, Gordon miró hacia una cámara y esperó.
La puerta se abrió.
Gordon los hizo pasar al interior de una reducida cámara. En cuanto entraron, las hojas de acero de la puerta se cerraron ruidosamente. Gordon se acercó a otras dos puertas interiores y volvió a esperar.
—¿No puede abrirlas usted mismo? —preguntó Marek.
—No.
—¿Por qué? ¿No se fían de usted?
—No se fían de nadie —respondió Gordon—. Créame, aquí sólo entran quienes queremos que entren.
Las dos hojas de la puerta se separaron.
Penetraron en una jaula metálica con aspecto de montacargas industrial. El aire era frío y olía ligeramente a humedad. Las puertas se cerraron a sus espaldas. Con un susurro, la jaula comenzó a descender.
Marek advirtió que se hallaban en un ascensor.
—Bajaremos a trescientos metros de profundidad —informó Gordon—. Tengan paciencia.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Recorrieron un largo túnel de hormigón, oyendo el eco de sus pisadas.
—Éste es el nivel de control y mantenimiento —explicó Gordon—. Las verdaderas máquinas se encuentran otros ciento cincuenta metros más abajo.
Llegaron a otra sólida puerta de dos hojas, ésta transparente y de color azul oscuro. En un primer momento Marek pensó que era de un cristal sumamente grueso, pero cuando las hojas empezaron a abrirse, deslizándose sobre una corredera motorizada, advirtió un leve movimiento bajo la superficie exterior.
—Agua —dijo Gordon—. Aquí usamos mucho el agua como blindaje. La tecnología cuántica es muy sensible a las influencias aleatorias externas: radiación cósmica, campos electrónicos espurios, y todo eso. De hecho, ése es el principal motivo de que las instalaciones se encuentren aquí abajo.
Más adelante, tras otra puerta de cristal idéntica a la anterior, vieron lo que parecía un pasillo de laboratorio convencional. Les franquearon el paso, y accedieron al pasillo, pintado de un blanco aséptico, con puertas a ambos lados. En la primera puerta de la izquierda se leía P
RE
C
OMP
; en la segunda, P
REP
C
AMP
, y Más allá un rótulo rezaba simplemente T
RÁNSITO
.
Gordon se frotó las manos y dijo:
—Iniciemos ya la compresión.
A Marek, la reducida sala le recordó el laboratorio de un hospital, causándole cierta inquietud. En el centro se alzaba una cápsula alargada de más de dos metros de altura y un metro y medio de diámetro. La parte frontal de la cápsula, unida al resto mediante bisagras, estaba abierta, y Marek vio en el interior tubos fluorescentes de luz mate.
—¿Una cámara de rayos UVA para broncearse? —preguntó Marek.
—En realidad, es un generador de imágenes por resonancia, básicamente un escáner de RM de gran potencia. Pero les será útil como preparación previa a la máquina en sí. Quizá debería entrar usted primero, señor Marek.
—¿Entrar ahí? —Marek señaló la cápsula. Vista de cerca, parecía un ataúd blanco.
—Sólo tiene que desvestirse y colocarse en el interior. Es exactamente igual que cualquier escáner clínico; no sentirá nada. El proceso completo dura alrededor de un minuto. Nosotros estaremos en la sala de al lado.
Salieron por una puerta lateral con una pequeña ventana. La puerta se cerró de inmediato.
Marek vio una silla en un rincón. Se acercó a ella y se quitó la ropa. Luego entró en el escáner. Se oyó el chasquido de un interfono y a continuación la voz de Gordon, que dijo:
—Señor Marek, mírese los pies.
Marek bajó la vista.
—¿Ve el círculo marcado en el suelo? Por favor, asegúrese de que tiene los pies dentro del círculo.
Marek corrigió su posición.
—Así está bien, gracias. Ahora se cerrará la puerta.
Con un zumbido mecánico, la puerta giró sobre las bisagras hasta cerrarse. Marek oyó el siseo del cierre a prueba de aire.
—¿Es una cámara hermética? —dijo Marek.
—Sí, necesariamente. Puede que ahora note la entrada de aire frío. Suministraremos oxígeno a la cámara durante la calibración. No será claustrofóbico, ¿verdad?
—No lo era hasta este momento.
Marek miró alrededor. Los tubos, que de lejos le habían parecido fluorescentes, eran en realidad receptáculos cilíndricos con aberturas cubiertas de plástico. Tras el plástico se veían luces, pequeños aparatos que emitían un leve susurro. El aire se enfrió perceptiblemente.
—Estamos calibrando —informó Gordon—. Procure no moverse.
De pronto los tubos entraron en rotación y los aparatos de su interior se activaron, produciendo ligeros chasquidos. Giraron cada vez más deprisa y finalmente pararon en seco.